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El suicidio de Alberto tras su desahucio de un piso protegido: “Ha sido él, pero podría haber sido cualquiera del barrio”

Sandra Vicente

31 de mayo de 2022 21:55 h

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Las calles del barrio del Bon Pastor de Barcelona están llenas de corrillos de vecinos y vecinas que se congregan a comentar el suceso. Este lunes Alberto se tiró del balcón, de espaldas y profiriendo un grito, justo después de que los operarios municipales acabaran de cambiar las cerraduras de su casa, finiquitando la ejecución de su desahucio. Vivía en un piso de protección oficial propiedad del Ayuntamiento de Barcelona y sobre él pesaban años de amenazas de expulsión después que su madre, titular del contrato, muriera en 2018.

Tenía 63 años y llevaba varios en paro. El retorno al mundo laboral se le complicaba debido a su edad, así que apenas tenía más ingresos que los provenientes de un subsidio. Por ello, no podía hacer frente al alquiler –de 94 euros al mes– y a las facturas. Cuando el Ayuntamiento se percató de los impagos, entró en contacto con Alberto para ofrecerle una alternativa habitacional porque, al no ser él el titular del contrato –acuerdo vitalicio a nombre de su madre–, no podía permanecer en la que era su casa.

En ese momento empezó un periplo que duraría cuatro años, durante los cuales el consistorio instó a Alberto a acceder a Servicios Sociales para encontrarle una solución habitacional, apoyo al que que no se acogió. “Al final, le propusieron irse a un albergue. Eso no es vida y es normal que no quisiera lo que le ofrecían”, dicen vecinos del barrio.

Desde el consistorio apuntan que la opción inicial es regularizar a la persona en su propia vivienda, pero como Alberto jamás aceptó la ayuda de Servicios Sociales, “no pudimos establecer una relación para evaluar su situación personal ni económica”, apunta. Así que, finalmente, el Ayuntamiento interpuso a principios de 2020 una demanda contra Alberto y el Tribunal aceptó ejecutar su desahucio, que se acabó produciendo el lunes, con el peor desenlace posible.

Vivía en el número 23 de la calle Sèquia Madriguera, donde se hallan unos grandes edificios de protección oficial. Desde sus ventanas asoman vecinos que comentan los hechos del día anterior, formando conversaciones cruzadas sobre el balcón del cuarto piso, desde el que se precipitó Alberto, y en el que sólo queda un viejo tendedero y la silla que usó para saltar.

En el portal, junto al lugar en el que cayó su cuerpo, se reúnen diversos vecinos del bloque que no quieren hablar con medios. Aun así, antes de irse, concluyen: “No era conflictivo. Para nada. Era un hombre encantador”. Hacen referencia a las acusaciones vertidas sobre Alberto por parte del Ayuntamiento, que ha señalado que el administrador de la finca comunicó que en el piso de la víctima había “ruidos, peleas y entradas y salidas recurrentes de personas”. Pero todos los vecinos con los que ha hablado este medio coinciden en que Alberto “no era de los que arman jaleo”.

Así lo afirma Montse, una vecina que conoció a Alberto a través del puesto de bacalao que tenía en el Mercat de Bon Pastor. Le vendió género durante años, después de haber atendido muchas décadas a su madre. “Era un hombre con problemas. La vida no le trató bien, pero como a mucha gente de este barrio”, dice Montse, que tiene apuntados en su memoria de tendera todos los miembros de la familia que conoció. Además de su madre, Alberto tenía un hermano, una hija y nietos. Pero todos ellos viven fuera de Barcelona y, según cuentan en el barrio, perdieron la relación.

Una vida difícil

“Estaba jodido y solo, pero era una persona maravillosa. Educado y amable, aunque la vida no lo fue con él. Si estuviera vivo, estaría aquí sentado en la barra, con su gorra”, apuntan los integrantes de la mesa de un bar frecuentado por la víctima. Después de un breve silencio, alzan los quintos con los que acompañan la comida y brindan. “¡Por Alberto!”. Quienes le recuerdan son Chus, Jose, Salva y Sandra, cuatro de sus amigos, con los que compartió buena parte de su vida.

El trayecto vital de Alberto no fue fácil. Marcada por la precariedad económica, su vida se desmontó cuando se quedó en paro. Le quedaba ya poco para jubilarse y cobrar la pensión cuando se mudó con su madre, algún tiempo antes de morir ella. Mientras intentaba infructuosamente encontrar un trabajo, tuvo que ir haciendo apaños. “Unos más buenos que otros”, dicen sus amigos. Así, se convirtió en el manitas del barrio, el que lo arreglaba todo. “Desde un enchufe hasta la cremallera de una mochila”, cuentan.

Según la descripción de quienes le conocieron, Alberto era bueno, pero también un pillo. “La picaresca es lo que tiene, era un licántropo, como nosotros”, dice Jose, quien cuenta que algunas veces, además de lo que cobraba por el apaño, pedía dinero para los materiales que necesitaba. “Pero luego te lo encontrabas comiéndose un bocata y tomando una caña con ese dinero. El hambre es lo que tiene”, explican los feligreses del bar, entre risas. “Eso sí, tarde o temprano, te lo devolvía”, admiten.

Estos son los trapicheos “buenos”, pero luego los hubo peores y delictivos. Alberto pasó por la cárcel debido a su relación con las drogas. Muchos de los vecinos cuentan que consumía alcohol y estupefacientes. “Pero eso no es nada raro en el barrio. Cada quién se anestesia de su mierda de vida como puede”, cuenta una vecina.

Pero Alberto había llegado más allá del consumo. Según cuentan diversas personas del Bon Pastor, la historia que perseguía al hombre era que le engañaron para hacer de mula. “Lo pillaron llegando al barrio. Venía cargado de... jamón dulce. Pero no muy cargado, esa era la cosa. Lo usaron de anzuelo y le vendieron. Así, mientras lo cogían a él, pudo entrar otro con todo el paquete”, explican en el bar. “¿Y qué iba a hacer? Si se chivaba a la poli, lo mataban en la cárcel, así que se comió lo que le tocó”, recuerda Chus.

Este es un tema espinoso entre los amigos de Alberto, pero no lo ocultan. Reconocen que traficar no es una actividad de la que enorgullecerse, pero también asumen que es el único camino para muchos. “Se trata de sobrevivir”, añaden.

La sombra alargada de las casas baratas

Sobrevivir también fue lo que impulsó a Alberto a realquilar dos de las habitaciones de su casa a una pareja. Algunos vecinos del barrio no ven bien que se “lucrara” con un piso de protección oficial y, de hecho, este fue otro de los motivos esgrimidos por el Ayuntamiento para desahuciarlo. “Hacía un uso ilícito y fraudulento de la vivienda”, dice la concejala de Vivienda. Desde el consistorio, además, aseguran que una de las inquilinas de Alberto fue a Servicios Sociales a denunciar que este la echó del piso sin previo aviso, hecho que permitió al Ayuntamiento constatar que, efectivamente, estaba realquilando habitaciones, cosa que no está permitida en pisos de protección oficial.

La expulsión de los inquilinos coincide, según los amigos de Alberto, con el inicio del proceso de desahucio. Y así lo corrobora también la cronología de los hechos, puesto que la demanda se interpuso en febrero de 2020 y la expulsión de los inquilinos fue en octubre. Pero la cuadrilla de la víctima no puede afirmar nada de este proceso judicial a ciencia cierta, puesto que “nunca nos dijo que lo iban a echar de casa. Era una de esas personas que se lo guardaba todo”, explica Chus.

Ninguno de sus amigos sabía nada de ese desahucio que acabaría con la muerte de Alberto. “Si nos lo hubiera dicho, habríamos intentado ayudarle. Porque su situación también es la nuestra. Hoy ha sido él quien se ha suicidado, pero podría haber sido cualquiera del barrio”, explica, afligida, Sandra. Habla por experiencia, ya que se encuentra en un caso similar.

Ella vive en las llamadas casas baratas, unas viviendas bajas unifamiliares construidas en 1920, los habitantes de las cuales están siendo realojados en edificios como el que habitaba Alberto. Con ellos, el Distrito de Sant Andreu es el que más vivienda de protección oficial tiene en Barcelona (un cuarto del total) y Bon Pastor el barrio con más plazas, casi 350. Pero el proceso de realojamiento va lento y, mientras, las viviendas se van destartalando.

“Muchas noches de tormenta, te despierta el aguacero que cae del techo. Así que, mueves el colchón, le das la vuelta y a dormir. Y ya te ocuparás mañana”, relata Jose, mientras sus amigos asienten. Los hay que han tenido más suerte, como Chus, que fue realojado junto a su madre en un piso de protección oficial de nueva construcción como el de Alberto. Pero, como en el caso de su amigo fallecido, la titular del contrato es su madre.

“Cuando ella muera, estaré jodido. Me van a echar de casa como a Alberto. Tengo un contrato fijo, pero no puedo hacer frente a un alquiler con lo que cobro. ¿Me condenarán a compartir habitación con la edad que tengo? ¿Me echarán de mi casa?”, se pregunta Chus.

Mientras estas dudas van aflorando, el ambiente del bar se caldea. Diversas personas se han acercado a la mesa en la que se está recordando a Alberto y se suman a denunciar la precariedad habitacional que lo llevó al suicidio y que muchos comparten. “¡Que nos defiendan!”, exclama una. “Una persona sin casa no es nada. Si te quitan el techo, te lo quitan todo”, añade otro. Eso le pasó a Alberto, pero él “se quitó la vida en su propia casa, así que no le echaron del todo”, reivindica otro amigo.