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Zaplana y la impaciencia

Eduardo Zaplana, el día de su detención.

Adolf Beltran

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Ya estaba allí cuando todo empezó y estaba impaciente. Hace 30 años, Eduardo Zaplana hablaba por teléfono con el concejal del PP en Valencia Salvador Palop de repartirse bajo mano una comisión y le confesaba abiertamente: “Que me dé diversas opciones y me quedo con la más fácil. Pero me tengo que hacer rico porque estoy arruinado”. Las grabaciones del caso Naseiro, el primer gran escándalo de corrupción que salpicó al PP, encontraron a nuestro hombre metido de lleno en el sistema. Tres décadas después, una jueza ha bloqueado, en cuentas en Suiza que supuestamente le pertenecen, 6,7 millones de euros que sospecha con fundamento que proceden del cobro de comisiones ilegales.

Zaplana consiguió su objetivo de hacerse rico, aunque haya acabado imputado tres décadas después en otro caso llamado Erial como consecuencia de una investigación por blanqueo de capitales que lo ha mantenido en prisión desde que fue detenido en mayo de 2018 hasta el momento en que la jueza ha conseguido confiscar un dinero que se había movido por el mundo a través de un entramado de empresas.

Para ser precisos, mientras perseguía sus cuentas, la jueza ha mantenido a Zaplana privado de libertad en la enfermería de la cárcel de Picassent o en el hospital La Fe de Valencia debido a que padece leucemia. “Nunca ha estado en una celda”, ha puntualizado la magistrada para salir al paso de la campaña a favor de las peticiones de excarcelación efectuadas por sus abogados en base a su delicado estado de salud.

Por tanto, Zaplana no ha quedado en libertad con cargos porque esté enfermo sino porque ya no podría evitar que se localizara una parte del botín de su supuesta actividad delictiva en relación con adjudicaciones del plan eólico valenciano y la licitación de las ITV.

Lo asombroso del caso de este político, auténtico epítome de una época lamentable, es que aquella primera investigación que llevaba el nombre de un tesorero del PP que no era todavía Bárcenas, frustrada judicialmente por cuestiones de forma (al anularse las grabaciones), no solo no supuso un lastre sino que pareció concederle una patente de corso para lanzar su carrera, alcanzar el poder autonómico, como presidente de la Generalitat Valenciana, y el de España, como ministro de José María Aznar, y cruzar la puerta giratoria que le convertiría en alto ejecutivo de una privatizada Telefónica, desde donde persistió en su turbia trayectoria.

Solo una intensa sensación de impunidad permite imaginar una biografía como la suya. Y un contexto de corrupción sistemática en el que políticos, empresarios y comisionistas estaban convencidos de que podían enriquecerse a costa de las arcas públicas. Hemos acabado sabiendo que una de las funciones del tinglado era financiar ilegalmente campañas y carreras políticas, conquistar el poder haciendo trampas, lo que no deja de resultar preocupante dados los rendimientos electorales conseguidos.

Como es evidente, se puede estar enfermo, incluso de gravedad, sin dejar de ser un corrupto. Lo impresionante en el caso de Zaplana es que su propósito quedó en evidencia desde el principio y que, aún así, se ha movido entre los pliegues del poder durante 30 años a pesar de que, como parece obvio, un político impaciente por hacerse rico es un ladrón en potencia.

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