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El joven rey y las mazmorras

Llegar a ser rey no es trabajo fácil. Por eso resultan ingenuas algunas críticas republicanas que hacen depender las coronaciones de simples derechos natalicios. No, llegar a ser rey es mucho más complejo que una simple combinación de ADN, aunque sea tan caprichosa y extravagante como para transformar en azul la sangre del individuo encargado de tomar el cetro y la corona. Todo es mucho más complejo ya que a todo monarca que se precie se le exige que sea capaz de dotar a su reinado de alguno de los elementos característicos de los reyes de los cuentos o las tragedias. Si los primeros son más propios de las latitudes monaquescas, entre nosotros siempre han predominado los segundos.

El abdicante Juan Carlos I es un buen ejemplo. Su empeño por recuperar el trono perdido por su abuelo le llevaron a seguir la estela de las principales figuras monárquicas de todos los tiempos, especialmente al rey de Oros y al de Copas. Incluso la ascendencia francesa de los borbones le animó a buscar referentes en otras barajas y apasionarse con las aptitudes dinásticas del rey de Corazones. Pero no fue esto lo que le aupó a la Historia. Ni sus heroicidades del 23F loadas por Javier Cercas, ni siquiera su precisión a la hora de abatir osos borrachos en las estepas rusas y elefantes en Botswana. Todo esto son nimiedades comparado con el verdadero esfuerzo titánico que tuvo que realizar hasta alcanzar el trono: matar a su hermano, traicionar a su padre y abrazar a un tirano. Toda una obra maestra a la altura de uno de los personajes del mejor Shakespeare.

De hecho, fue tanta la habilidad demostrada por nuestro saliente rey, que el inminente Felipe VI lo va a tener muy complicado, no solo por las algaradas republicanas callejeras sino, sobre todo, por la necesidad de encontrar aquellos elementos propios de un rey que legitimen su mandato. Aunque por lo pronto, el futuro rey, sin duda ayudado por el buen consejo de Doña Leticia y el buen hacer de su chambelán Mariano Rajoy, parece que ya ha encontrado un elemento capaz de dotar a su reinado esa impronta que le de personalidad más allá de los tan alabados como efímeros “aires nuevos” que aseguran que trae. Ese elemento tan típicamente propio de un rey que se precie no es otro, en fin, que la mazmorra.

Y es que en esta nueva etapa que sus súbditos se preparan a iniciar bajo la paternal autoridad del joven rey, los españoles se preparan a recuperar la cárcel como un concepto propio de su cotidianidad. Es cierto que no han faltado precedentes. Y ahí está para abalarlo casos como el de Arnaldo Otegi, preso desde hace años por el imperdonable delito de intentar construir la paz. Pero si hasta ahora se podían cerrar periódicos y encarcelar personas amparándose en la nebulosa justificación del entorno terrorista, a partir de este momento ni eso es necesario.

El nuevo reinado que nos espera permite sin sonrojos retirar 60.000 ejemplares de El Jueves, sin mayores explicaciones, del mismo modo que abre la posibilidad para que cualquier ciudadano pueda acabar en una mazmorra por ese tweet apresurado o por la mala ocurrencia de salir a la calle, como les ha pasado a Carlos Cano y Carmen Bajo, condenados a tres años, por su soberbia de atreverse a reclamar. O al rapero Pablo Hasel que pasará dos años en prisión por una mala rima.

Y la lista no deja de crecer. Sin duda es un motivo de satisfacción. Al menos, tenemos el consuelo de saber que en estos tiempos de recortes y renuncias, el joven monarca llega al trono con afán democratizador. Aunque por el momento lo único que se democratice sean las mazmorras.