Mucho cuento

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Estamos rodeados de historias. De la mañana a la noche nos acompañan, estamos tejidos de ellas. Tejidos, no vestidos. No nos podemos desprender de la piel de las historias, son como un tatuaje indeleble y cada vez más grande. Las soñamos de madrugada y nos levantamos con una historia rara en la cabeza, comienza el día y entonces las historias las vivimos, pero no somos conscientes de ellas hasta que las contamos. A veces las contamos hablando, otras por teléfono o por correo electrónico, otras más en redes sociales, mediante fotos, audios o vídeos, moviéndonos entre el diario escrito o dictado, el fotorreportaje y el corto documental. También nos las cuentan, nos llegan de todas partes y a todas horas, incluso a veces otros nos cuentan historias de las que somos protagonistas, y nos sorprendemos de que nos escriban así el papel, con matices que no quisimos o imaginamos, en los que no nos reconocemos. Otras más nos llegan como comentarios, cotilleos o secretos. Deseamos y odiamos en forma de historias, nuestro amor y nuestro rencor se cuecen al fuego lento de un relato. Mentimos en forma de historias y, a más amueblada y decorada la historia que inventamos, más convincente la mentira.

Hay historias de las novelas, del cine o las series de televisión que se inspiran en historias de la crónica del mundo (pongamos Crónica de una muerte anunciada, o el film Titanic, de James Cameron, o Lo imposible y La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona, o las series Mindhunter o El caso Asunta) y hay historias que nos dan las noticias que parecen modeladas sobre historias que ha parido la imaginación de novelistas o guionistas de cine o de televisión (el colapso de las Torres Gemelas, por ejemplo). Así que a veces no sabemos a qué atenernos, porque lo que nos cuentan en el telediario nos suena a un guion escrito antes, un remake en la realidad de algo que ya pasó en la ficción.

Pero tanto la Historia como la información, que es como la Historia en directo y un poco deshilachada, con flecos, mal rematada, tienen ambas un compromiso con los hechos, que por supuesto no tiene la ficción. Inventarse una historia de amor en el Titanic, que revive con la recuperación de los restos del naufragio, o el drama personal de un chaval con coraje, que se hace adulto reuniendo a su familia herida y dispersa dentro del drama verdadero de un tsunami que arrasa un resort de lujo en el sureste asiático, todo eso queda dentro de la potestad del narrador de ficción. En cambio, que un periodista tan amigo del misterio como poco escrupuloso se invente que hay decenas de cadáveres flotantes o encerrados en sus coches en la turbia penumbra de un garaje inundado no es de recibo. Otro periodista del otro lado del charco repitió hasta la saciedad que la masacre del colegio Sandy Hook en EE.UU. en 2012, en la que murieron 26 personas entre niños y profesores, había sido una farsa, con actores haciendo de padres desconsolados por el asesinato de sus hijos. Todo instigado por la administración de Obama para impulsar la supresión o la regulación de la Segunda Enmienda, la que garantiza el derecho a portar armas. Ha sido condenado a pagar una cuantiosa multa.

Luego están los amateurs. Algunos, como Elon Musk, celebran que cada cual se haya convertido en potencial periodista que da testimonio de la actualidad o revela informaciones de máximo interés y alto secreto con un teléfono móvil en el bolsillo y una cuenta en redes sociales. Él, sin ir más lejos. Aunque, claro, es el dueño de una y tiene doscientos millones de seguidores y mando sobre el algoritmo. Durante la campaña de las presidenciales norteamericanas se esforzó en dar pábulo a conspiranoias (el Deep State, el Pizzagate, el fraude electoral en 2020, el Gran Reemplazo). Se dedicó a propalar bulos anti-inmigración sobre la autoría de los crímenes de Southport, en Gran Bretaña, y a hacer previsiones como que los demócratas, caso de ganar, importarían legiones de inmigrantes que, convertidos de inmediato en votantes, harían imposible una victoria republicana en el futuro. Como esos haitianos que, ya establecidos en Springfield (Ohio), se comían a gatos y a perros. Uno se imagina al Pequeño Ayudante de Santa Claus, de los Simpson, en peligro.

Ciertamente, las celebridades opinadoras sin fundamento tienen efectos desastrosos sobre la confianza en fuentes que sí están acreditadas. Un cantante famoso, que ya nos alertó de los microchips que nos eran implantados con la vacunas y que enviarían nuestros datos a través de la red 5G a los amos del mundo, ahora nos despierta de nuestro buenismo ecológico y nos revela que la DANA de Valencia ha sido producida por las manipulaciones de científicos del programa HAARP (que estudia las auroras boreales). Así que nada de cambio climático antropogénico, sino conspiración de ladrones de nubes y tormentas que hacen con ellas a su antojo y achacan a los combustibles fósiles lo que es un asesinato premeditado, como los complots terroríficos de SPECTRA en las novelas y las películas del agente 007.

Un estudio publicado por la Alliance for Science de la Universidad de Cornell en 2020, que analizó 38 millones de noticias escritas en inglés entre enero y mayo de ese año, concluyó que el entonces presidente Trump era el más influyente ingrediente individual de la infodemia, es decir, el personaje más citado como fuente de autoridad en los bulos sobre la pandemia, en particular en lo referente a los “remedios milagrosos” (el 37% de todo el tráfico de noticias falsas sobre el virus lo mencionaban). En otras palabras, Trump se convirtió en un supercontagiador de desinformación cuando abogó por el uso de la hidroxicloroquina como tratamiento para la COVID-19 y sugirió que inyectarse lejía u otros desinfectantes podría curar la infección, aunque no había datos clínicos que demostraran que el remedio fuera eficaz.

Así que hemos de reclamar una información libre de bulos y un saneamiento de la esfera pública con la misma determinación con la que no aceptaríamos (y desde luego no compartiríamos) una ensaladilla con salmonela, por muy sabrosa que pueda parecer a la vista y por muy glamuroso o investido de carisma que sea el influencer que nos la ofrece. Dichosa influencia la que no paga el coste reputacional de ser mala, que no rectifica cuando miente y que se escuda en la viralidad y en la libertad de expresión para perpetuarse.

Los cuentos hay que saber contarlos, sin duda, y los citados o aludidos aquí saben hacerlo. Pero hay cuentos que deleitan, entretienen o hacen pensar, mientras otros arramblan con vidas y haciendas, erosionan la confianza en la ciencia, en el periodismo serio y en las instituciones democráticas y son un disolvente del civismo, del consenso social responsable en torno a temas de la máxima urgencia o dignos de la intervención pública.

Siempre ha habido bulos, pero los bulos de siempre parecen empoderados como nunca.