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Cine bajo el cielo del desierto del Sáhara para “descolonizar la mayor cárcel al aire libre del mundo”

Imagen del público del festival de cine

Sandra Vicente

Tindouf —
14 de octubre de 2022 09:26 h

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Al apagarse los pocos focos disponibles, que aguantan con achaques debido a la precaria red eléctrica, el campo de refugiados de Assuerd (Tindouf, Algeria) queda a oscuras, apenas iluminado por una luna ya decreciente. Un murmullo de medio millar de voces va en aumento, pero el rumor se apaga en seco cuando se prende el proyector, a espaldas de quienes esperan, expectantes, a que empiece el show. Un gran camión blanco hace las veces de pantalla y sobre él se proyecta la primera película de la decimoséptima edición del festival FiSahara, una iniciativa española y saharaui que lleva el cine al desierto.

En Tindouf se encuentran diversos campos de refugiados saharauis, poblados por más de 170.000 personas que se exiliaron de sus tierras después de la ocupación marroquí de 1975. “Queremos descolonizar la mayor cárcel al aire libre del mundo”, dicen los organizadores del FiSahara. Así llaman a su hogar los hijos del desierto, que esta semana acogen un festival de cine y derechos humanos que tiene por objetivo denunciar la dura situación del lugar. 

La película que descorcha el festival es 'Wanibik: el pueblo que vive frente a su tierra', en la que el director argelino Rabah Smilani explica cómo un grupo de estudiantes de cine saharauis ruedan su primer film tomando el muro de la vergüenza –el que delimita la ocupación de Marruecos– como protagonista. “Mi historia es la de cualquier saharaui, sea niño o adulto. La opresión nos ha robado la juventud y nos ha criado bajo el yugo del miedo”, dice una joven refugiada, mirando a cámara, mientras centenares de compatriotas la escuchan. 

Las mujeres, sentadas sobre la arena del desierto y recogiendo en sus faldas a sus hijos, mientras se protegen del frío nocturno con sus melfas (velos), asienten solemnes. Los hombres jóvenes se agrupan de pie y comparten cigarrillos en silencio. Pero el recogimiento se hace añicos cuando el film muestra a un hombre del Frente Polisario disparando un misil al muro de la vergüenza. El combatiente lanza el proyectil y, con él, decenas de gargantas estallan en zaghareets (ululeo árabe). Los ojos de los niños se iluminan al ver a sus madres gritar. Los hombres ríen y proclaman “viva el Sáhara libre” con los puños en alto. 

“Quiero poner mi cine al servicio de la causa saharaui, una lucha que necesita difundir un mensaje de dignidad y resistencia”, dice Smilani sobre su película. El argelino estrena el filme en el festival FiSahara porque quiere que su cine “llegue al pueblo y a la gente que lucha. Quiero que se vea en la última colonia africana, no en Amazon”, reivindica. Precisamente facilitar el acceso a la cultura para la población saharaui es uno de los objetivos del festival. “El cine es importante para nosotros para difundir la historia y lucha de nuestro pueblo, no sólo al mundo, sino entre nosotros mismos”, explica Tiba Chagaf, director del festival. 

Tal como recuerda, en el Sáhara ocupado por Marruecos existe un bloqueo mediático que no permite que las historias de aquellos que se han quedado traspasen el muro. Y tampoco lo pone fácil a periodistas y cineastas que se adentran en sus profundidades para explicar lo que allí sucede. Ese bloqueo explica que sólo tres de las diez películas proyectadas en el festival sean saharauis (todas ellas coproducidas con Argelia o España). 

El fin del alto al fuego

“El cine nos permite mantener viva nuestra identidad y la transmitimos a los hijos del exilio que no han podido conocer su cultura ni país”, asegura Chagaf. Conscientes de la importancia del séptimo arte, el FiSahara no se limita a exponer películas, todas proyectadas al aire libre, en contacto directo con las dunas del desierto que le ha sido arrebatado al pueblo saharaui. Desde hace más de una década, también han realizado talleres audiovisuales para los moradores de los campos, de los que nació la Escuela de Formación Audiovisual Abidin Kaid Saleh. Gracias a ella, decenas de jóvenes han aprendido a servirse de cámaras y micrófonos para contar su historia con su propia voz. 

“Es muy importante no hacer filmes sobre saharauis, sino con saharauis, porque ya hay suficientes historias de revictimización”, cuenta Slimani. Zarga se muestra muy de acuerdo con esta afirmación. Esta joven de 32 años asegura estar harta de las muestras de solidaridad que llegan y se van, que sólo quieren del Sáhara una historia triste para contar y “llevarse premios”. 

Está especialmente dolida con España, sobre todo ahora que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha cambiado de postura respecto a la situación geopolítica de la región y, por primera vez, se ha posicionado abiertamente a favor de la estrategia marroquí, que descarta celebrar un referéndum de autodeterminación y apuesta por la autonomía del Sáhara dentro del reino de Mohammed VI. 

Aun así, cuenta que el viraje del presidente no le ha sorprendido y asegura, socarrona, que el PSOE es como un cactus del desierto llamado chawkra. Cuando llueve son tiernos y dulces, pero cuando hay sequía se vuelven más duros y sus espinas pueden traspasar hasta la suela de los zapatos. “El partido socialista es igual: cuando estaba en la oposición, todo eran buenas palabras para el Sáhara. Pero ahora que está al mando y necesitamos esas buenas intenciones porque se ha reanudado la guerra, pincha más que nunca”.

Y es que esta edición del FiSahara, que vuelve tras dos años suspendida por la pandemia, se celebra en una situación geopolítica complicada. Como hacía años que no se veía. Precisamente en 2020, se rompió el alto al fuego que el Frente Polisario y Marruecos habían firmado en 1991. El reinicio de las hostilidades se dio después de que soldados del reinado abrieran fuego contra manifestantes polisarios que reivindicaban que el consejo de la ONU volviera a reafirmarse en su compromiso de conseguir un referéndum para el Sáhara. 30 años después, el Sáhara vuelve a ser una zona de guerra sin que estas tres décadas hayan servido para avanzar un sólo milímetro en la resolución del conflicto.

“Esto es Sáhara”

Saharauis como Zarga no creen en los gobiernos internacionales que tantas veces han dado su palabra y se han comprometido por el referéndum de autodeterminación. Ella cree en sus vecinos, amigos y también en la gente que viene a visitarlos con la excusa del FiSahara. “Necesitamos cultura; queremos cine y música, pero no sólo cosas tristes que nos recuerden que somos una tierra ocupada. Queremos recordar quiénes somos y por qué alguna vez fuimos felices y tuvimos paz”, dice Fatma, una jovencísima madre de dos niñas. 

De esa cultura alegre y propia también se ocupa el festival, montando jaimas (tiendas de campaña) en la que se organizan eventos culturales. Fatma agarra a sus hijas de la mano y las dirige a una de ellas, la más llamativa de todas. Está ocupada por una veintena de mujeres que bailan y ríen. Algunas en coreografías y otras según las guíe el cuerpo. Muchas usan unos polvos blancos que les dejan una tez clara, mientras tintan las puntas de sus dedos de una henna con un color conjuntado con el de los dátiles que ofrecen a los visitantes. 

Fatma y sus hijas arrancan a bailar; son de las que lo hacen sin coreografía. “Esto es Sáhara. Somos hijos del desierto y estamos acostumbrados a sufrir. Nuestra guerra es cultural. Sólo disparamos un arma si nos amenazan, pero no somos violentos”, dice la joven madre. Quizás si lo fueran, reflexiona, la situación sería distinta. La joven se queda pensativa con esta idea, que pronto se le va de la cabeza cuando la menor de sus hijas sale de la jaima donde estaba bailando y se encarama a una pequeña pantalla de cine.

Es el Pequeño Sahara. Una parte del festival dedicada a los más menudos. Está a rebosar de cabecitas que se amontonan para poder atisbar lo que les cuentan las luces del proyector. Son incapaces de quedarse sentados. Todos se remueven hasta que una niña de unos 5 años se pone en pie y corre hacia la luna que hay proyectada en la pared de adobe. La toca. Y luego empieza a maravillarse con la luz y las sombras en un juego al que pronto se unen otros niños y niñas. “Esto es Sáhara”, repite Fatma, orgullosa y tierna al ver que su hija tiene la luna del desierto en la palma de sus manos. 

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