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Resaca en la fiesta del cine

En la primera jornada de la Fiesta del Cine en los Icaria Yelmo de Barcelona, la afluencia era tan grande que se formaron espontáneamente dos colas: una serpenteaba por la planta de las taquillas, la otra trepaba por las escaleras y se perdía en el piso superior. Algo hace mucho nunca visto. La imagen se repetía en buena parte de los cines de España. El presidente de la Academia del Cine, Enrique González Macho, miraba con asombro la fila que salía de los madrileños Renoir Plaza España. “No veía una cola así desde el estreno de Doctor Zhivago”, le contaba el productor santanderino al diario ABC remontándose nada menos que a 1965, cuando Di Stefano aún chutaba en la liga. La gente había acudido en masa a la convocatoria que habían organizado conjuntamente las federaciones de productores, distribuidores y exhibidores.

La iniciativa tenía un único atractivo: el precio. Bastaba con presentar el DNI y una hoja cumplimentada vía internet para que la entrada del cine costara 2,90 euros en lugar del precio estandár, que en España oscila entre los 5,50 y los 12. Se registró la friolera de millón y medio de personas, que colapsaron en ocasiones el servidor porque, se excusa la organización, acudieron “decenas de miles de usuarios simultáneamente”. La ambición inicial era “superar los 760.000 espectadores del año pasado a lo largo de toda la fiesta”. Estarán contentos: el lunes la asistencia subió un 550%, con 347.000 espectadores; el martes, un 900%, con 494.000; y el miércoles se vendieron un total de 644.000 entradas. Gravity, de Alfonso Cuarón, logró más espectadores el lunes de esta jornada de fiesta que el propio día de su estreno. Lo nunca visto.

Las aglomeraciones son doblemente llamativas porque hace tiempo que el piloto de alerta está encendido. Que se quema, vaya. está encendida. El cine se acaba, al cine no va nadie, las En el primer semestre de 2013, el número de espectadores había descendido un 18,6% con respecto al del año anterior. El goteo de desaparición de salas se nota en todo el país: desde que se subió el IVA cultural del 8% al 21% se han cerrado 141 pantallas de cine y 17 complejos cinematográficos.

Entradas populares, cinéfilos todos

Como cabía esperar, el contraste entre los negocios que han cerrado por falta de clientela y las aglomeraciones en taquilla de esta semana ha generado un consenso. El diario Levante resolvía la ecuación categóricamente desde su titular: “El espectador sentencia: El problema del cine es el precio, no la calidad”. El actor Gorka Ochoa y el director Sánchez Arévalo llamaban a una reflexión sobre los precios. Alex de la Iglesia dijo que sus Brujas de Zugarramurdi habían recaudado un 252% más, con un 600% de espectadores.

Es conveniente pararse un momento en el acudir mismo a una sala de cine. Para entenderlo, permítanme contar una historia musical. Cuenta la leyenda que una poderosa productora tuvo una revelación gracias a un dúo de raperos que acababa de fichar. Como había hecho tantas veces con otros artistas, el agente les abrió el almacén y les invitó a que se llevaran lo que quisieran, todos los discos que les apetecieran. Los chavales le enseñaron su ipod, sonrieron, y les dijeron que no querían ninguno. Allí mismo, frente a chavales nuevos metidos en la música que les decían que no querían los cedés ni gratis, fue cuando decidieron pasarse a la música digital.

Con las salas de cine había permeado un mito parecido: que los ciudadanos ya tenían en casa pantallones con sonido envolvente donde ver las películas con un sofá siempre centrado y sin desconocidos crujiendo bolsas a su lado. “Para qué ir al cine con lo bien que se está aquí” era el espejo fantasmal de aquel para qué cargar peso con estos cedés. Sin embargo, cuando los precios bajaron, las colas se hicieron serpientes. Aquellos raperos ya no querían los discos, pero estos espectadores aún quieren acudir a las salas. Pese a que cruja el espectador vecino y la butaca no esté en el centro geométrico, queremos seguir haciendo círculo cuando nos cuentan historias frente al fuego luminoso del proyector.

“Las proyecciones baratas no son sostenibles”

Los exhibidores, sin embargo, están tan lejos de plantear una rebaja en los billetes como hace una semana. Cuando escribí a la Federación de Cines de España, me remitieron un artículo del Diario Vasco, firmado por Ricardo Aldarondo y titulado “Si el cine fuera barato, todos felices (o no)”. Allí brillaba la frase central: “Si [la rebaja en el precio del billete] se aplicara durante todo el año y todas las sesiones, tendría que ir entre 2'5 y 3 veces más al cine para... seguir en la misma paupérrima situación actual”.

Se le puede dar la vuelta: con la misma paupérrima situación actual se soportaría el triple de espectadores, como un pez multiplicado. Ese cambio de ángulo es conveniente porque el arte del cine incluye la multiplicación. La película se extiende en copias y se repite en sesiones: es una obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica. Porque seguimos pensando en el cine como consumo popular: porque el gasto se había repartido en extensión y en el tiempo. Y por eso nos produce rechazo que las proyecciones se comercialicen como un lujo.

Los nuevos modelos económicos de cine proyectan salas aún más caras con butacas más anchas, acondicionamientos climáticos y comida personalizada. El mito del sofá proyectado a la sala, la exigencia singular priorizada frente al acceso general. “La cautela de los exhibidores ante la posibilidad de reducir el precio en los cines es máxima, a sabiendas de que ello es contrario a las leyes de la competencia y de que las políticas comerciales son exclusivas de cada cadena”, señalaba El País. “Las proyecciones baratas no son sostenibles”. Y, si hemos podido acudir, es porque nos lo ha patrocinado Ford y El Corte Inglés en esta época de Teatro Caser y Vodafone Sol.

La Fiesta del Cine toma así una sombra final, y recuerda esas bodas de postín que le sacaban a los pastores del pueblo los montaditos de salmón para que vieran por un día cómo las gastaban en palacio. El día del alquiler de ferraris a tres euros nos tiene que plantear cuáles son los coches que nos podemos permitir, qué nos impide hacerlos y quién nos impide entrar. Al menos, después de tanto tiempo, nos ha dado pie a quejarnos por las colas.