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'Overlord': la II Guerra Mundial de J.J. Abrams con zombis y sin segregación racial

Décadas atrás, el maestro Roger Corman (La caída de la casa Usher) lamentó que Star Wars y la era del blockbuster habían dejado sin espacio a la serie B: Hollywood contaba las mismas historias que los productores independientes, pero empleando mucho más dinero. Overlord es un nuevo ejemplo de ello. J. J. Abrams (creador de Perdidos y Alias, director de Misión imposible III o Super 8) produce una mirada a la II Guerra Mundial con núcleo de aventura bélica, expansiones cercanas al terror pulp y fogonazos digitales de gran espectáculo de acción.

Si una película barata de la era del videoclub como Zone troopers introducía a extraterrestres en la II Guerra Mundial, Overlord da una vuelta de tuerca fantástica a la contienda. La fantasía aparece a partir de los horrores reales de la experimentación nazi. De manera sincronizada con el desembarco de Normandía, un grupo de soldados debe adentrarse en territorio enemigo para destruir una torre de comunicaciones. En las mismas instalaciones, un doctor utiliza métodos muy peculiares para conseguir un soldado invencible, parecido a los vistos en una cinta exploitation como Shock waves.

El villano por defecto del cine popular, el nazi, se mezcla con una figura de moda en el siglo XXI, el muerto viviente. Y su principal adversario es Boyce, un joven soldado afroamericano quizá demasiado sensible para la masacre militar. La escena del salto a la zona hostil estetiza el caos de la guerra en forma de espectacular vértigo digital: se nos muestra un vuelo sin control, con explosiones y balas trazadoras que iluminan y hacen arder el cielo nocturno.

Una vez los personajes toman tierra, tanto Boyce como los guionistas se enfrentan a desafíos más convencionales. Veremos una nueva película de infiltración, cohabitación con lugareños hostiles al enemigo y búsqueda de un plan para asaltar un emplazamiento fuertemente protegido.

Combatiente a su pesar

El visionado del film puede resentirse del contraste entre un inicio adrenalínico y un desarrollo posterior más pausado, aunque llegue salpicado de imágenes poderosas y perturbadoras (como el deambular del protagonista por un bosque moteado de paracaidistas muertos colgando de los árboles) y vigorizado por las expansiones terroríficas de la cotidianidad, horrible en sí misma, de la guerra y la ocupación nazi. Los tiroteos convivirán con los sustos y las amenazas sobrenaturales.

Siempre con el protagonista como ejemplo de combatiente a su pesar, demasiado recto para un escenario en el que el fin parece justificar cualquier medio. Desde el principio se escenifican las tensiones éticas entre este héroe ideal y un superior endurecido, más dispuesto a embrutecerse en aras del bien superior de la derrota nazi.

Con estos pequeños detalles, el director Julius Avary y compañía intentan introducir una cierta complejidad a lo que podría ser un entretenimiento patriótico camp. En un serial cinematográfico de los años cuarenta, Batman luchaba con un científico japonés que convertía a los colaboracionistas en zombis sin voluntad. En Overlord, en cambio, lo que resulta propio de descerebrados es confiar en cualquier autoridad, incluida la propia.

La historia nos diría que Boyce y su compañero tenían razón. Tanto los nazis como los aliados lucharon por conseguir armas definitivas, devastadoras. Finalmente, fue el ejército estadounidense el que acabó lanzando bombas atómicas sobre población civil. Pero esa es otra historia. O no.

Reescribiendo la historia

Si Tarantino jugueteó con el concepto de ucronía en Malditos bastardos, los responsables de Overlord inoculan pequeñas dosis de fantasía en la periferia de un gran evento de la II Guerra Mundial. En paralelo, optan por participar en las escenificaciones del Hollywood que hace guiños a la diversidad étnica o sexual. Incluyen un guiño retroactivo en forma de convivencia entre soldados estadounidenses blancos y afroamericanos, tensionados únicamente por pequeñas hostilidades resueltas en clave sanadora.

Este planteamiento colisiona con la historia real. El ejército estadounidense mantuvo, hasta la posterior guerra de Corea, una política de segregación racial. Y el protagonista de la ficción proviene nada menos que de Louisiana, un estado del Sur, de pasado esclavista y confederado.

De manera algo paradójica, se introducen pequeñas (¿pequeñísimas?) fisuras en el autorretrato idealizado de los Estados Unidos como potencia libertadora, con la II Guerra Mundial como paraíso perdido, mientras se desproblematiza el racismo estructural. Los guiños a las causas del presente, a la igualdad de oportunidades en Hollywood y la sociedad en general, derivan en una reescritura de la historia demasiado complaciente, dado el pasado que se trata y el presente en que vivimos.

Podría decirse que Overlord, como tantas historias de heroísmos, proyecta un liberalismo individualista donde las instituciones son un problema y el acuerdo concreto entre individuos es suficiente para resolver problemas colectivos. Quizá ese método puede aplicarse a un pacto entre soldados para que un experimento horrible permanezca en secreto, pero no puede trasladarse a un racismo socialmente enraizado.

Esta miopía ideológica, esta carencia de visión de largo alcance, tamiza un pastiche cinematográfico convencional y controlado aun con sus extravagancias iconográficas, que puede resultar disfrutable pero difícilmente deja huella.