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'Seis en la sombra' y otras gestas de Michael Bay, el rey del cine comercial más hortera

Michael Bay (La roca) lleva veinticinco años reventando las partidas de gastos de los grandes estudios de Hollywood y las taquillas de medio mundo. Ahora ha conseguido que la plataforma Netflix vuelva a sacar la chequera para una película de coste semejante al de El irlandés (alrededor de 150 millones de dólares). Para los aficionados al estridente estilo del director de Armaggedon, su nueva obra se trata de una oportunidad de reencontrarse con un Bay ajeno a Transformers pero gozando de nuevo de los medios humanos y técnicos de una superproducción.

Desde La isla, estrenada en 2005, el realizador estadounidense había alternado las historias de robots gigantes con proyectos de presupuestos mucho más reducidos (Dolor y dinero, 13 horas). Seis en la sombra, en cambio, supone un retorno del Bay más mastodóntico: persecuciones automovilísticas y tiroteos de duración infinita, sin reparar en gastos en efectos digitales que posibilitan locas escenas de acción, como un desenlace con trucos que hacen pensar en una versión “verosímil” de los enfrentamientos imposibles visualizados en la nolaniana Origen.

Esta vez, además, Bay salpica la acción con un gore inusual en producciones que han gozado de presupuestos de nueve dígitos. El efecto Deadpool sigue vigente: a pesar de la hegemonía de las franquicias Disney (con Marvel Studios y Star Wars en primer plano), hay espacio para blockbusters con más violencia gráfica. Aunque esta a menudo remita más a los dibujos animados de los simpsonianos Rasca y Pica que al sufrimiento inherente a la violencia real.

El publicista que pasó a regentar una juguetería fílmica

Curtido en la realización de videoclips y anuncios, Bay dio el salto a Hollywood en los años de gloria de las action movies. A finales de los años ochenta y principios de la década siguiente se estrenaron Arma letal, Depredador, La jungla de cristal, Terminator 2... A diferencia de otros cineastas que han despertado reacciones adversas pero también reapreciaciones y defensas, como Tony Scott (El ansia, Imparable), Michael Mann (Corrupción en Miami) o John McTiernan (El guerrero número 13), el californiano ha sido el saco de los golpes de la crítica. Sobre todo desde su tercer largometraje, Armageddon.

El estilo de Bay es el paradigma del blockbuster hortera. En sus filmes abundan las cámaras lentas subrayadoras de virilidades, heroísmos, patriotismos o mezclas de todo ello. Su búsqueda del golpe sensorial constante le conduce a usar una cinematografía de cámara en movimiento perpetuo y una alternancia rapidísima de planos que llega a empobrecer la experiencia del espectador. A menudo resulta muy complicado reconstruir el espacio donde tienen lugar las escenas de acción y las situaciones que acontecen en este. Se empuja al espectador a una contemplación pasiva de imágenes impactantes pero narrativamente poco claras.

El director de Pearl Harbor parece creer que su audiencia tiene serios problemas para mantener la atención sin estímulos constantes. Entre ellos, también está el reclamo carnal: algunos de los planos donde aparecen sus actrices proyectan un cosificador erotismo californiano de Sol y chicas jóvenes portando tejanos ceñidos (las protagonistas  de Seis en la sombra consiguen rehuir este tratamiento, pero Bay incluye escenas con strípers para compensar). Capítulo aparte merece el gusto por unos contrapuntos humorísticos que combinan lo infantil con lo chabacano, apelando a las vísceras de una audiencia a la que Bay parece imaginar contraria a los impuestos y entusiasta de las armas, las pin-ups y los coches de lujo.

Y aún así, o precisamente por ello, la filmografía del realizador ha influido fuertemente en las convenciones del cine blockbuster de este siglo. En equipo con otros realizadores del Hollywood mainstream (por ejemplo, el Scott de El fuego de la venganza o Domino), contribuyó a poner de moda las paletas de colores fuertemente alteradas a través de herramientas digitales. Este intervencionismo cromático, aparentemente sin más significación que contribuir a apabullar al espectador, es uno de los rasgos exportables de un estilo cuya influencia ha ido más allá de los Estados Unidos.

Los blockbusters rusos de Fiódor Bondarchuk, como el filme bélico La novena compañía, beben de la estética de Dos policías rebeldes 2 u otros títulos. Y el cine chino comercial también se inspira en la estilística hiperdigital, el humor naíf y el patriotismo de Bay (véase, por ejemplo, Sky hunter). El fenómeno no debe sorprender dado el éxito recurrente de Transformers por esas latitudes: las entregas cuarta y quinta de la saga se sitúan entre las diez películas estadounidenses más taquilleras en la historia del país asiático.

El autor de La roca es un cineasta odiado, pero, aunque nos pese, es un cineasta internacional. Puede ser considerado coherente por defender con constancia un imaginario. Y también por adherirse a una serie de recursos técnicos concretos, aunque en este aspecto puede tildársele de meramente repetitivo: parece aplicarlos sin importarle la naturaleza de la narración, desde la comedia negra criminal (y con componentes satíricos, quizá autoparódicos) de Dolor y dinero a un drama bélico histórico como Pearl Harbor.

Justicierismo sin fronteras con líder multimillonario

Mediante Seis en la sombra, Bay y su equipo explican la historia de reclutamiento y puesta en acción de un grupo privado de operaciones encubiertas que defienden una visión distorsionada (y armada hasta los dientes) del concepto de justicia universal. El thriller de geoestrategia pop en sintonía con las fantasías más chifladas del reaganismo, protagonizadas por adolescentes infiltrándose (Evasión del norte) o enfrentándose abiertamente a países hostiles (Águila de acero), se entremezcla con el cine superheroico de justicieros millonarios sin disfraz de murciélago.

Ya no estamos ante un héroe individual (ex-agente de la CIA, ex-soldado) que ejerce de lobo solitario para luchar contra las injusticias que sus instituciones condonan o permiten. Seis en la sombra va un paso más allá al hablarnos de un adinerado inventor que contrata a espías, ladrones, sicarios y francotiradores para formar una fuerza de asalto paramilitar.

La paternidad del guion, firmado por Paul Wernick y Rhett Reese (responsables de los dípticos Zombieland y Deadpool) es una pista de lo que podemos encontrar: dosis de violencia masiva cercana a la farsa, teñida de mucho humor presuntamente transgresor que en realidad sintoniza con discursos hegemónicos. El autor de Armageddon parece reivindicar que también tiene lugar en el ecosistema de acción posmodermísimamente cruel de Kingsman o la mencionada Deadpool.

Liberado de algunos peajes inherentes al entretenimiento juvenil de Transformers, Bay ofrece una visión chocantemente lúdica de la violencia gráfica, con los personajes riendo y sobresaltándose ante los cuerpos que vuelan tras aparatosos atropellos o caídas. Incluso vemos a una persona cuya cabeza estalla tras un disparo en el mismo momento en que están reventándose un grano, en una especie de conversión del asesinato en gag escatológico.

Con todo, la obra contiene suficientes méritos como para ser tomada en cuenta. Es una especie de Misión imposible más grosera, menos épica, menos inventiva para quienes ya conozcan los trucos de su director, pero capaz de ofrecer algunos estallidos de diversión. Quizá estemos ante el Bay más gratificante (o menos tedioso) desde que estrenó Dolor y dinero, una especie de tratamiento de shock estético aplicado al Scorsese de Uno de los nuestros.

Después de privatizar la guerra, privatizaremos el mundo

Bay ya había llevado al cine fantasías securitarias anteriormente, incluida la más extendida y tristemente real: esa guerra contra el terror decretada por la administración Bush-Cheney, un conflicto sin alcance concreto ni temporal ni geográfico, susceptible de alargarse infinitamente y ramificarse por todo tipo de territorios. Para la confección de 13 horas, el director se basó los ataques reales a instalaciones estadounidenses en Libia que acabaron con la muerte del embajador estadounidense, Christopher Stevens, y varias personas más.

A pesar de sus tonos diferenciados, 13 horas y Seis en la sombra propagan una visión del mundo parecida, desquiciadamente liberal y antiinstitucional. En el primer filme, Bay no se limita a criticar a los mandos políticos (parte de la derecha estadounidense responsabilizó a Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado, de la muerte de Stevens) y se ceba incluso en el casi sagrado ejército estadounidense. El realizador parece afirmar que solo se puede confiar en los mercenarios, que solo los agentes corporativos pueden ser honestos.

Seis en la sombre es coherente con ese elogio de lo privado: la democratización del planeta, ese sueño americano supuestamente desinteresado que suele redundar en invasiones y golpes de Estado, es un un asunto de microejércitos sin vínculos gubernamentales. Los protagonistas del filme se empeñan en derrocar al presidente genocida de un Estado musulmán inventado (el Turkestán, una región histórica que ahora no tiene entidad política y está dividida en varios países). A diferencia de la CIA, lastrada por intereses espúreos, el millonario justiciero interpretado por Ryan Reynolds (Life) puede decidir lo que más le conviene al pueblo de un país.

El ejército estadounidense es demasiado timorato para operar en un mundo que, siguiendo la lógica de la guerra contra el terror y su reconfiguración obamiana (ese “mundo como campo de batalla” al que alude el documental sobre operaciones encubiertas Guerras sucias), se representa como un lugar infinitamente peligroso. Como en tantos otros filmes, sobrevuela la idea de que es necesario tomar decisiones difíciles (es decir, sociopáticas y tendentes a causar víctimas mortales). Uno de los seis co-protagonistas es un francotirador a quien no se le permitió disparar contra una furgoneta sospechosa desde donde se realiza un atentado. “Soy alguien que te hubiese dejado apretar el gatillo”, dice el personaje de Reynolds cuando se presenta.

Mediante 13 horas y Seis en la sombra, Bay y sus colaboradores superan en radicalidad a películas de connotaciones antipolíticas como Green zone o la bondiana Skyfall, donde se elogiaban las instituciones menos sujetas a supervisión democrática. En la versión de la invasión de Irak que relata Green Zone, la CIA era una fuerza benéfica enfrentada a la administración Bush-Cheney. Los autores de Skyfall, por su parte, reivindicaban la opacidad de las agencias de inteligencia como necesaria en un mundo de enemigos clandestinos como Al Qaeda. La rendición de cuentas a la ciudadanía, como la recuperación de derechos sociales, siempre queda para tiempos mejores que nunca terminan de darse.

El enfoque fallero y recreativo de la propuesta le ahorra a su autor el bochorno de filmar escenas de presunto drama humano. Porque los diálogos de los mercenarios de 13 horas, donde se preocupan por el futuro de su familia si ellos mueren, parecían pertenecer a la campaña de una compañía aseguradora. La interferencia del lenguaje publicitario en el cine de Bay va más allá del product placement habitual: parece incapaz de ofrecer algo parecido a un fragmento de la realidad que no se asemeje a un spot comercial. Y no es algo inusual en los blockbusters recientes. Quizá se han privatizado tantas esferas de la vida que resulta difícil imaginar nuestra cotidianidad de una manera que no parezca un anuncio.