Un niño se despierta en mitad de la noche y se percata de que su habitación no está como estaba antes de dormirse. Algo ha cambiado. Su inquietud se convierte en miedo cuando descubre que está completamente solo en casa. Entonces la voz de su asistente virtual le dice que lleva dormido diez años y que todas las personas que le importaban han fallecido.
Así arrancaba, hace cuatro años, el primer volumen de Descender, la serie de cómics escrita por Jeff Lemire y dibujada por Dustin Nguyen que en nuestro país ha publicado Astiberri y que ahora finaliza con una sexta entrega llamada Máquina de guerra.
Pronto descubríamos que el chaval se llamaba Tim-21 y era un androide. Y que lo que empezaba siendo un relato de autodescubrimiento era en realidad algo mucho más ambicioso. Una space opera estimulante tanto en forma como en fondo. Una de las propuestas de ciencia ficción más bellas que el cómic ha dado en los últimos años.
Un juguete para explorar el género
Estrellas de hojalata, el primer volumen de Descender, arrancaba como un relato tímido. Eran los primeros compases de una historia que jugaba al laberinto de espejos con Los superjuguetes duran todo el verano, la historia escrita por Brian W. Aldiss que Kubrick no pudo adaptar al cine pero Spielberg sí. En 2001, el realizador rodaría A.I. Inteligencia Artificial, transformándola en un viaje existencial con ecos a Pinocho. Pues bien, esta serie de cómics parecía en sus inicios una secuela apócrifa de aquel relato.
Pero pronto se convertía en un artefacto dispuesto a explorar múltiples universos narrativos favorecidos por un contexto de ciencia ficción. Con Luna Máquina, la continuación, Jeff Lemire y Dustin Nguyen dejaban claro que la saga que tenían entre manos era un lienzo en blanco sobre el que iban a proyectar tantas historias como quisieran, ofreciendo un relato cohesionado y coherente que revindicaba la esperanza inherente a la aventura espacial. Habitaba en ella un hálito de la escuela del Roco Vargas de Daniel Torres o el mítico Flash Gordon de las etapas de Dan Barry o Mac Raboy.
Más tarde llegarían Singularidades y Mecánica Orbital. Dos entregas en las que Lemire retorcía la narración para oscurecer el tono y convertir el viaje de Tim-21 en un relato definitivamente coral en el que cada personaje encarnaba un género distinto. Explotando inteligentemente el tempo del thriller, el verbo del noir, la épica de la space opera, la agilidad del cómic bélico e incluso la fuerza del drama romántico.
Su desenlace -La rebelión de los robots y el recientemente publicado Máquina de guerra-, venía a confirmar que cuando se tiene talento y espacio, una ficción puede abarcar tantos discursos como se quiera. Y Nguyen y Lemire tenían toda la galaxia.
Dos talentos únicos
Jeff Lemire se ha convertido en muy poco tiempo en un artista del camuflaje. Sus obras parecen mudar de piel pero tener algo en común: desde la deconstrucción del superhéroe que realiza actualmente con la serie Black Hammer a la intimidad de Un tipo duro, pasando por el toque Stephen King de Plutona. Su trabajo en el guion de Descender resulta titánico por su amplitud de miras.
Sin embargo, la profusión de subtramas sin concesión de contexto podía dificultar su lectura a ritmo de publicación -más o menos dos volúmenes al año-. Y su manejo de la épica del conflicto principal -un enfrentamiento entre humanos y robots- pecaba de un constante cliffhanger sin progreso. Esa estrategia tan habitual de postergar conscientemente un clímax que recuerda al eterno avanzar de los caminantes blancos en Juego de Tronos.
Le redime, en todo caso, su compañero. Dustin Nguyen venía de trabajar al servicio de sellos como DC, Marvel, Dark Horse e Image, y con gente tan prestigiosa en el mundillo de la viñeta como Scott Snyder o Ed Brubaker. Pero nunca estuvo mejor que en Descender, tal vez porque hasta trabajar en esta saga no había gozado de una libertad creativa que su talento demandaba.
La calidad de su trabajo a lo largo de los seis volúmenes, así como la capacidad expresiva y la inteligencia resolutiva de sus acuarelas, no afloja en ningún momento. El diseño de personajes, la paleta de colores, la utilización casi expresionista del tinte -que rompe cualquier cuadrícula empapando las páginas- y su concepción de la arquitectura de la viñeta a favor de la economía narrativa resultan brillantes.
La galaxia por un abrazo
“Fue un gesto casi humano”, era la última frase del relato de Brian W. Aldiss antes mencionado. Con ella subrayaba el sentimiento de la última escena de la historia, que describía un simple abrazo. Solo que era un abrazo entre un ser humano y un robot, carne y hierro, alma y máquina. Le bastaron cinco palabras para resumir una de las cuestiones más célebres de la historia de la ciencia ficción.
Descender, ante todo, es la epopeya de un grupo de personas en busca de empatía. De seres humanos, alienígenas y robots enfrentados por no poder comprenderse ni aprender a convivir. Pero también, por sentirse solos.
Nguyen y Lemire han construido con naves espaciales y tiros un mundo muy parecido al nuestro. Y han conseguido, sin hacerlo evidente ni resultar discursivos, que se pueda leer como una enorme reflexión sobre el miedo al cambio, el odio al diferente y la necesidad de comprensión como arma política. Como camino de redención.
Cerca de su desenlace, el abrazo empieza a ser un gesto presente en una de cada tres viñetas de Descender. Ese mismo que supo brillantemente describir Aldiss. Se cuela entre escenas de despedida, de acción y de terror. Redime a sus protagonistas de un viaje, el de intentar conectar con los demás, que compensa con creces las penurias que haya costado. Y las galaxias que hayamos tenido que cruzar.