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Steve McCurry y el fotoperiodismo de estampita

Steve McCurry, fotógrafo de 'La chica afgana'

Mónica Zas Marcos

Hay una constante que se repite en las entrevistas con Steve McCurry durante la promoción en España de su último libro. Los afortunados que lograron reunirse con él describen el mismo momento incómodo en todas las crónicas. Llegados a cierta pregunta, el fotógrafo se muestra irritado, “se pone rojo” y borra cualquier rastro de amabilidad de su rostro. El desencadenante es la polémica que protagonizó hace algunos meses por la manipulación digital de varias imágenes, que manchó su inmaculado currículum de fotoperiodista.

McCurry es un icono de la profesión gracias, en parte, a su famosa portada del National Geographic con La niña afgana. Pero sus logros no se limitan a una revista publicada en 1985 y por eso el escándalo tomó connotaciones mayores. La pequeña Sharbat Gula era mucho más que unos ojos impresionantes envueltos en un hiyab rojo, también era el reflejo de la vida de los refugiados afganos en Pakistán. ¿Convertiría esto al retrato Afghan Girl en arte o en información?

“No soy un fotoperiodista, sino un contador de historias”, ha repetido McCurry hasta la saciedad desde que salieron a la luz sus retoques. En esta cuerda floja caminan también los padres del llamado Nuevo Periodismo. Igual que los autores de la no ficción a veces disfrazan de realidad una verdad subjetiva, la fotografía se presta a pequeños montajes para hacerla más vistosa. Pero esta técnica entra con facilidad en el farragoso terreno de la ética.

La carrera de McCurry se ha desarrollado tanto en las trincheras como en las calles buscando retratos cotidianos. Sus coberturas en áreas de conflicto como Beirut, Filipinas, la antigua República de Yugoslavia y el Tíbet fueron consideradas de gran relevancia informativa y le hicieron merecedor del premio nacional de la NPPA al mejor fotoperiodista. En cambio otros trabajos, como su último libro de imágenes Sobre la lectura (Phaidon), se engloban dentro del disfrute visual irreflexivo.

Son fotografías coloridas y perfectamente encuadradas que cuentan historias de personas que leen un libro en el lomo de un elefante o en el metro de Nueva York. Steve McCurry quiso rendir homenaje a una colección de su amigo y referente, André Kertész, donde exploraba El íntimo placer de la lectura. El resultado es un bello álbum que mezcla láminas espontáneas con escenarios tan improbables que parecen orquestados.

El público asimila mejor estas mentiras piadosas al hacer un uso artístico de la imagen. El ser humano siempre elige la fantasía y eso nos inclina a pensar que estas fotografías son fruto del lugar y el momento adecuados. La historia está llena de míticos ejemplos que se han confesado manipulados y siguen decorando nuestros fondos de pantalla. Un realismo mágico al que se agarra indignado McCurry cada vez que le mencionan la palabra manipulación.

La profesión intercambiable

La pesadilla de McCurry comenzó en marzo con un artículo en The New York Times que ponía la lupa sobre sus fotografías por ser demasiado perfectas. El periodista no pretendía abrir la caja de los truenos. Es más, solo reseñaba lo “aburrido” y poco natural que se le antojaba su trabajo. Pero fue la semilla que se plantó latente en el fotógrafo italiano Paolo Viglione y que saltó al descubrir una errata visual en una exposición sobre Cuba. La chapuza de la imagen era tan flagrante que ni el propio McCurry supo cómo defenderse.

¿Asumir el error o entregar la cabeza de su asistente? El fotógrafo tomó la vía fácil y despidió a su número dos tras asegurar que él no manejaba Photoshop a un nivel experto. Pero de ese hilo surgieron otras imágenes que eliminaban protagonistas, cambiaban el color de chaquetas incómodas y exageraban los efectos naturales del agua o la arena. Ante la evidente polémica y el cisma de opiniones entre sus propios compañeros, McCurry se mostró en un principio más comprensivo con la prensa.

“A pesar de que siempre he sentido que podía hacer lo que quisiese con mis fotos en un sentido estético, puedo entender que sea confuso para aquellos que piensen que todavía soy un fotoperiodista”, dijo en exclusiva a la revista Time. El estadounidense defendía que sus años en el campo de batalla quedaban atrás y que ya no se debía a la fotografía como disciplina documental.

El disfraz de la transparencia

El caso McCurry se estudia tanto en escuelas de fotografía como en las facultades de Periodismo. También la división de opiniones que levanta entre el sector. La editora jefe del National Geographic, Sarah Leen, salió presta en su día a defender el trabajo del fotógrafo en la revista de bordes amarillos. Pero al mismo tiempo aprovechó para aclarar que su publicación “no condona la manipulación para la fotografía editorial”. El debate se trasladaba entonces a los momentos en los que un profesional deja de ser fotoperiodista para ser un freelance bucólico.

La NPPA (National Press Photographers Associations) publicó en mayo un editorial donde analizaba la problemática. Después de todo, habían premiado a un hombre por una profesión de la que ahora renegaba. El presidente de su comité ético expresó con claridad que no le importaban las nuevas etiquetas de McCurry porque éste “tiene la responsabilidad de mantener los estándares éticos de sus colegas y de su público”.

En el editorial entrevistaban a numerosas personalidades de la fotografía editorial, incluyendo a compañeros de la agencia Magnum y antiguos directores del National Geographic. Tanto los que condenaban el uso exagerado del Photoshop, como los que defendían su derecho, coincidían en el mismo punto: la transparencia. Esa es la única manera de que el público diferencie que se encuentra ante una obra de arte o ante una pieza de valor informativo.

Por eso la Agencia Magnum decidió eliminar de su página web varias imágenes de McCurry. Lo hicieron porque ya no eran capaces de discernir cuáles eran un montaje y cuáles eran un reflejo de la vida misma. El escepticismo fue tal que incluso se puso en entredicho el verdor de los ojos de la niña afgana. Pero, pasado el mal trago, el fotógrafo no ha recibido mayor escarnio profesional.

Su silla sigue intacta en el mayor panteón de la fotografía -Magnum- y los medios con los que ha colaborado destacan su perfil como una joya entre los demás. Continúa editando libros y tampoco parece que las ventas vayan a verse afectadas por este capítulo negro.

El único purgatorio le espera ante los periodistas, cuya labor es preguntar y, como parece ser el caso, recibir malas contestaciones. Eso no cambia que sea uno de los mejores fotógrafos vivos ni que intermediase para conseguirle un abogado a la Sharbat Gula adulta, recientemente arrestada por falsificar documentos. Es simplemente un recordatorio de que McCurry también estuvo informando al otro lado de la cámara, aunque hoy prefiera olvidarlo.

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