'Insurrección animal', la rebelión de los animales contra la domesticación humana

Cristina Ros

23 de marzo de 2024 21:58 h

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Imaginemos que hay una vaca andando por la calle. ¿Qué hacemos? Si la respuesta es llamar a la policía, es probable que la capturen para mandarla de vuelta al lugar del que huyó. Una granja industrial donde, por mucho que la publicidad la disfrace de prado bucólico, la someten a unas condiciones de hábitat, alimentación y reproducción que merman su salud. O, quizá, al matadero: algunas reses se fugan justo cuando iban a ser trasladadas ahí.

Esta es la pregunta que plantea la investigadora y activista por los derechos de los animales Sarat Colling (Hornby Island, Canadá, 1984) en el ensayo Insurrección animal. Historias extraordinarias de resistencia y rebelión de los animales en la era del capitalismo global (Errata Naturae, 2024), traducido por Teresa Lanero, fruto de su trabajo final de máster. Estudia las estrategias que los animales han desarrollado para liberarse del cautiverio y desplaza el punto de vista: en lugar de concebirlos como seres pasivos sin voz, argumenta que, de hecho, sí la tienen y la expresan con su acción. Solo hay que observar, y eso hace: analizar casos de animales de zoos, circos, granjas y acuarios que huyeron o hirieron a sus propietarios. Es básico entenderlos no como colectivo uniforme, sino como entes individuales, cada uno con su subjetividad, como los humanos. Ella los llama “animales no humanos” o “seres sintientes”.

Una perspectiva histórica

Esta exhaustiva investigación recorre las formas de dominación a las que han sido sometidos a lo largo de la historia. La civilización humana, al establecerse, se erigió en una jerarquía, con el hombre blanco en el centro y los animales, como los colectivos marginales, como seres a los que explotar. Las primeras fuentes que atestiguan la insubordinación datan del circo romano, donde los engalanaban y, en ocasiones, narcotizaban: desde elefantes que se negaban a pelear a espectadores horrorizados que pedían a gritos el fin del “espectáculo”. Para el emperador, los animales no solo eran fuente de ocio, sino que encarnaban un símbolo de poder y fuerza en las guerras.

En la Edad Media, proliferaron los juicios a animales. El cristianismo introdujo la aparente paradoja de reconocerles una conciencia moral, al presuponer intencionalidad en el delito. El litigio y la posterior condena se asemejaban a los de humanos, los había laicos y religiosos, los animales contaban con abogados e incluso eran vestidos con ropa humana para su ejecución.

Fue el pensamiento racional, con el consiguiente progreso científico, la Revolución Industrial y la expansión del capitalismo, que cambiaron el paradigma y llevaron la mercantilización al máximo. Las transformaciones tecnológicas, la explotación de tierras y la búsqueda de productividad redujeron sus hábitats naturales y han justificado su uso para beneficio humano. Hoy ha aumentado el rechazo social a prácticas como las peleas de gallos, las corridas de toros o los circos con animales, pero Colling señala también la granja como espacio de sufrimiento y, por consiguiente, susceptible de insubordinación.

Rebeldes con causa

Volvamos a la vaca en la calle. Hay que ponerse en su lugar, trata de imaginar por qué ha escapado. El instinto de supervivencia no varía tanto de una especie a otra. Quizá, tras observar lo que les ocurría a sus compañeras, intuyó que iba a ser sacrificada y huyó en pleno ajetreo por el traslado. Quizá le habían arrebatado a su ternera recién nacida y el desgarro despertó su rebeldía; abundan los ejemplos de hembras que permanecían pacíficas hasta que se produjo esa separación forzada.

Lo mismo se aplica al resto del ganado: cabras, ovejas, aves, cerdos, conejos. Y a caballos, primates, reptiles, delfines, orcas… El libro recopila todo tipo de noticias, algunas muy curiosas, que muestran que la insubordinación no pretende perturbar al ser humano, sino poner fin al sufrimiento. Cada animal tiene una conciencia que lo mueve a la acción como respuesta al agravio, sea el estrés por cautiverio, maltrato del domador o separación de la cría. Se han dado incluso casos en los que, en una demostración de empatía, se volvió en contra del propietario tras ser testigo de un abuso hacia un compañero. Todo ello, sin entrar en el problema añadido del impacto medioambiental que suponen estas granjas.

Otro pretexto habitual para la reclusión de animales es su supuesta agresividad, el hecho de constituir un peligro para el ser humano. Colling lo desmonta: no son violentos por naturaleza, sino que actúan así como reacción a una provocación. Nada mejor para ilustrarlo que el caso de una especie sospechosa por antonomasia: en un zoo de San Francisco, la tigresa Tatiana saltó de su jaula para atacar a unos adolescentes que la estaban molestando. Lo singular del asunto es que dos de los jóvenes, en un primer momento, se escondieron, pero la tigresa se paseó por el recinto hasta dar con ellos, lo que prueba que los recordaba, que era consciente de lo que hacía. Durante esos minutos no atacó a nadie más; los testigos dicen que deambuló tranquila. Cuando terminó su venganza, no opuso resistencia para ser devuelta a la jaula.

Existe un paralelismo entre la explotación animal y las minorías discriminadas de la sociedad: el periplo de una res para huir no dista tanto de la travesía de un migrante; al fin y al cabo, ambos persiguen una vida digna. Es importante no perderlo de vista: los animales no nos son ajenos, sino que integran los márgenes, como tantos colectivos humanos. Una conciencia comprometida con los menos favorecidos debe incluirlos.

Santuarios: la posibilidad de una vida libre en el siglo XXI

En los últimos años se han viralizado imágenes de animales en plena fuga o fuera de su hábitat, como ocurrió durante el confinamiento por la COVID-19. Han despertado la compasión del público y gracias a ello muchos han podido salvarse. Con todo, y aunque la autora celebra este ejercicio de empatía, no hay que olvidar lo que no se ve, es decir, los animales que siguen explotados. Es un error elevar a “héroes” a los huidos, como si fueran más merecedores de protección. Los abusos se cometen para todos, aunque no a todos se les presente la oportunidad de conmocionar al espectador. Para Colling, vegana convencida y defensora de un modelo ecológico sostenible, la alimentación humana no justifica la pérdida de dignidad de otras especies.

Su denuncia, no obstante, no termina ahí. Existe otro problema: con la creciente urbanización, los animales carecen de hogar seguro en la naturaleza. Se han dado casos en los que se han reincorporado al medio y hasta se han “asilvestrado”, pero muchos no conocen otra realidad que los confines de la granja o se hallan heridos o traumatizados, víctimas potenciales de cazadores o de morir a la intemperie.

Otro acierto de Colling es ofrecer una solución real y concreta: el santuario. Explica el éxito de diferentes organizaciones, sobre todo de Estados Unidos, aunque también se encuentran en España. Historias de segundas oportunidades, de animales discapacitados que recuperaron la dignidad, de amistades peculiares y lazos de protección entre especies. Porque hay esperanza, sí, y depende de gestos en apariencia tan nimios como elegir a quién llamar al ver a una vaca desorientada. Si en lugar de avisar a la policía para devolverla al propietario, se contacta con un santuario o protectora, tendrá una alternativa.

Insurrección animal es uno de los ensayos animalistas más estimulantes e instructivos de los últimos años. Tiene la rara virtud de no limitarse a exponer un conocimiento y denunciar un abuso, sino de promover la acción. Cambia la mirada (humana) hacia estos compañeros de planeta, y, con suerte, también la forma de relacionarnos con ellos.