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El Antonio López del colacao con galletas

Peio H. Riaño

23 de enero de 2022 21:40 h

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No es frío, es un supermercado. Puro paisajismo. A finales del siglo XIX los pintores sacaron sus caballetes al aire libre para recrearse en la amable visión de la naturaleza, pero en el siglo XXI el artista que pinta la realidad va al supermercado. Y allí se encuentra con la belleza en la pegatina del código de barras, en los brillos del plástico que envuelve el conejo desollado y en la bandeja de poliestireno. Es el paisaje de nuestros días, pero también el retrato porque no hay mejor testigo de lo que somos: carne deforme de un animal plastificado, lista para pagar y devorar. Y la pincelada, sin pretensiones de gravedad, sin gota de solemnidad, va y se recrea en todos esos efectos que produce la industrialización de lo que se lleva a la boca la humanidad del nuevo milenio. La verdad no es bonita. La verdad tiene algo de monstruoso como los supermercados o el plastificado. Puede asustarte antes de alimentarte. Pero sin dramatizar... 

En 1972 el pintor Antonio López encargaba un conejo al carnicero del barrio, lo llevaba a casa, lo sacaba del papel en el que se lo habían envuelto y lo colocaba sobre un plato hondo de cristal de Duralex, en la mesa de su cocina. Y así presentaba la revisión del Agnus Dei, que pintó Francisco de Zurbarán en 1640 y que puede verse en el Museo del Prado, en el colmo de la solemnidad barroca, con un fondo oscuro y una mesa gris como escenario donde se expone un cordero merino de unos ocho meses de vida. Parece vivo, pero quién sabe. Tiene las patas atadas con un cordel y se mantiene en una actitud sacrificial. 

Cuando Antonio López (Tomelloso, 1936) recoge el testigo barroco hace cincuenta años y pinta ese conejo desollado sobre la tabla está dando los primeros pasos en su carrera hacia un realismo más intimista, pero sin renunciar al drama. Cuando Pepe Baena Nieto (Cádiz, 1979) pinta en 2017 el conejo plastificado comparamos y comprendemos lo lejos que está la mirada irónica de Pepe de esa actitud grandilocuente de la pintura. “Me gusta que mis bodegones sean del siglo XXI”, concluye el pintor gaditano. Como esas galletas de dinosaurio con colacao.

'Posturear' la realidad

Algo ha ocurrido con ese bodegón o paisaje o retrato. Lo que sea. Ha tocado una fibra sensible del público. Hace unos días Pepe lo compartía en sus redes y la merienda al óleo paralizó —por un segundo— internet. “Se vendió en menos de dos horas”, dice. Le cuesta hablar de dinero, no le gusta. Esta vista que ha dado la vuelta a Twitter en 80 segundos le costó a su comprador 700 euros. Las más grandes las vende por 5.000 euros. Cree que esta escena ha reventado por lo que le dijo un amigo pintor, la ternura. “Es un poco eso. Hay motivos en mi pintura que recuerdan a la memoria del resto”, dice Pepe Baena Nieto. También pasó con una escena parecida con un café y una torta de Inés Rosales. La marca de la delicia anisada le llamó y le compró la pintura. En otra ha colocado una magdalena, también churros y hasta un paquete de galletas abierto, del que cuelga la tira roja. 

“A mí la perfección no me llama la atención. Aunque sea importante, la técnica no lo es todo”, cuenta el pintor realista, que rechaza el realismo fotográfico. “Me gustan los pintores que no copian la realidad, como Cezanne”. Y eso se deja ver en su materia: nada de pinceladas continuadas, suaves y relamidas. Prefiere que se vea la pintura, que se vea el artificio. Pepe no quiere disimular el arte ni confundirse con la realidad. Por eso la pincelada no desaparece, por eso su máxima referencia es Velázquez. El pintor que baja al mercado y se ciega con salmonetes, sardinas, morenas, cazón, pijotas, cabrachos fritos (antes y después de ser devorados), deja la mancha sin esconderla. Es la suya una pintura autobiográfica y sin complejos. Una de sus estampas más logradas es Falsa alarma, en la que un adulto comprueba que el pañal del niño está limpio.

No le gusta posturear la realidad, no compone. La visión de Baena Nieto surge de la casualidad, de los bocados de realidad con los que se va encontrando y fotografiando con su smartphone. Usa el móvil, sí. Ni culpa ni pecado. No tiene nada contra su móvil ni contra la fotografía, usa la pantalla para encuadrar y robarle un instante a lo cotidiano. “Para mí la verdad es lo que veo y lo que vivo. No me gusta retocar las escenas, ni componerlas. Ni acomodarlas. Necesito la espontaneidad cuando retrato a mi familia. Si me posaran, mis niños saldrían tiesos”, explica el artista desde Cádiz. 

La sombra del maestro   

Ya hemos dicho que Pepe no exagera las desdichas, ni dramatiza los estragos del progreso capitalista. Simplemente, se planta y mira. Es tierno, es irónico. “Se nota que soy de Cádiz”, repite con orgullo. Sale de chirigotas callejeras por Carnaval. Entronizar un café con churros no es tan manchego. “En mi pintura hay humor porque yo soy así, una persona alegre”, cuenta. En esto también se diferencia del maestro Antonio López. Con el último de los realistas madrileños ha tenido un par de cursos: “Con Antonio no se aprende a pintar porque está atendiendo a sus alumnos y no pinta. Aprendes de pintura escuchándolo”, dice. En ambos cursos le ha dicho lo mismo, que le gusta que su tema sea su vida, que persevere ahí. 

Este verano ganó el Premio Antonio López García de Tomelloso, y en el jurado estaba, claro, Antonio López, el sobrino del pintor que lleva el nombre del galardón. Pepe cuenta que el pintor de la Gran Vía madrileña le llamó para comunicarle el fallo del jurado y le dijo “que se había emocionado con el cuadro”. El protagonista de la pintura en cuestión es el hijo de Pepe, tiene una bolsa de patatas fritas en las manos y está sentado en un sofá estampado, gigante, con una perspectiva similar a las que suele utilizar el pintor manchego. Tampoco les une la velocidad: Pepe no se queda atrapado en sus cuadros, si no le salen a la primera, borra y empieza de nuevo. Si las cosas salen a la primera, comenta, tienen más vida. Reconoce que prefiere dejar menos hechas las vistas.

En las vistas y las calles de Pepe no hay grandes vías, ni calles famosas, ni edificios históricos. Sus paisajes son humildes, de referentes sin reconocimiento ni mitomanía. Son las afueras de la España vaciada, en las que como las de López tampoco hay presencia de personas. Pero Pepe sí se dedica al retrato. No solo retrata por sorpresa a su familia y a la de su mujer italiana, también lo hace por encargo. Ahora está con el de un exministro de Justicia que prefiere no desvelar porque no se ha hecho público aún. Irá a la galería de ministros del Ministerio. “Me van a pagar más, pero estoy sufriendo muchísimo”, dice antes de despedirse.