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Crítica

‘Luces de bohemia’ celebra sus 100 años con un imponente montaje en el que Ginés García Millán reinventa a Max Estrella

19 de octubre de 2024 22:43 h

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Hay muchas cosas que contar sobre el imponente estreno de Luces de bohemia. Era la primera vez que la obra de Valle-Inclán se estrenaba en el Teatro Español. Aspecto asombroso, pero bien significativo. Gran montaje con veinticinco actores en escena, algo que ya no se ve en el teatro, para representar la obra culmen del autor a los 100 años de su publicación. Y primer montaje de Eduardo Vasco al frente de este teatro rediseñado por el Ayuntamiento de Madrid. El resultado: un montaje de Luces de bohemia como no se ha visto en años. 

Lo primero es destacar el trabajo de Ginés García Millán, que se enfrentaba a uno de los grandes papeles del teatro español y además lo hacía tras el arrebatador trabajo que realizó hace seis años ese Nosferatu de las tablas que es Juan Codina. Todo aficionado al teatro ha estado en conversaciones en torno a cómo debe ser el Max de Luces de bohemia. Conversaciones de las que se deduce que el español busca en este personaje la personificación del propio autor al mismo tiempo que el tenebrismo del personaje en el que está inspirado, el poeta Alejandro Sawa. Un remedo de trapisondas áureo que lleve los pantalones jeringados de orines y el verbo traspuesto. Nos lo imaginamos gótico, castizo, aunque sea de orígenes andaluces, siempre oscuro, un tanto cínico y buscavidas. 

Sin embargo, García Millán ha recorrido su propio camino y dado con otro Max mucho más luminoso, sonriente, tierno, humano y dolido. La primera impresión, nada más comenzar la obra, cuando Max y su perro lázaro don Latino de Hispalis (Antonio Molero) van a salir de la Calle Bastardillos en el barrio de Lavapiés, es que García Millán no da el papel, le quedan demasiado bien los trajes. Pero el actor, sin nunca hacer esperpento de su personaje, va ganándote, descubriéndote un nuevo Max Estrella menos tenebrista y lleno de matices que tendrá, aparte de la escena final de su muerte, dos momentos reveladores. El primero llega en la escena sexta, con Max ya encarcelado por decirle a un guindilla (policía) aquello de: “Señor Centurión ¡usted hablará el griego en sus cuatro dialectos!”. 

Una escena en que este poeta toma partido y se hermana con un preso catalán a quien van a fusilar. La escena, sabiamente realizada en el foso del teatro, bien cerquita, está impulsada por un impresionante trabajo actoral de José Luis Alcobendas, quien compone un preso lleno de esa verdad antes del patíbulo. Es impresionante cómo Alcobendas mira a Max sabiendo que puede contemplarlo en intimidad porque es ciego. García Millán aprovecha ese espacio de intimidad compartida y lo muestra todo, el dolor, la empatía… Tremenda escena. 

La otra es una escena, la novena, en teoría más superflua, estropeada muchas veces en otros montajes, en la que Max se encuentra a Rubén Darío (Ernesto Arias) en el Café Colón. García Millán se desploma sobre un sofá, ya ha pasado por la cárcel, ya ha ido a visitar a su amigo el ministro, ahora con el dinero que le ha dado su excelencia puede pisar un café, algo vetado para su economía. Sigue la curda y la posibilidad de vivir en paraísos artificiales. Y ahí tumbado, García Millán llena toda la escena.

Los viejos, ya cercanos a los setenta y allende, hablan siempre del mítico papel que realizó José María Rodero en 1984 en el montaje que dirigió Lluis Pasqual. Ahora, tan solo queda la posibilidad de ver aquel montaje en un video del demonio por oscuro, donde casi nada se ve. Pero el video se oye bien y quizá Millán, tras más de veinte años de montajes de un Max más telúrico y gótico, se acerca a aquella interpretación tan recordada.

Un elenco privilegiado

Pero este estreno tiene, además, muchos otros elementos atractivos. El primero de ellos es una dirección llena de aciertos, algo que el último montaje de Eduardo Vasco -un olvidable Goldoni-no vaticinaba. Cierto es que Vasco lo ha hecho todo y muchas cosas bien. Pero, aun así, sorprende la madurez y el tino que tiene en este montaje. Lo demuestra desde el comienzo, donde convierte el Español, gracias a un juego del cortinaje, en un “teatro de cámara”, puro recorte cinematográfico que potencia sobremanera las primeras escenas. 

La dirección de actores es remarcable. Hay muchos actores que están estupendos. Todavía se ven las costuras de la composición, es normal, son las primeras funciones. Pero la dirección de actores comienza en el casting. Hay que saber mucho y conocer a los actores para hacer una elección tan acertada. Así, veremos a una Pisa-Bien (María Isasi) castiza, exagerada pero llena de vida de arrabal. Veremos al comentado José Luis Alcobendas que, aparte del preso, borda el personaje de El Pollo consiguiendo que la taberna de Pica Lagartos tiemble. Veremos a Jesús Barranco capaz de bregar personajes tan disímiles como Don Gay o el Sepulturero. 

Y alucinaremos con Mariano Llorente que compone un ministro de la gobernación de una calidad actoral reservada a muy pocos. Pero también otros están en su sitio, Cesar Camino haciendo del redactor de El Popular, Juan Carlos Talavera como el inspector Serafín el Bonito… La lista es interminable y en ella se juntan varias de las escuelas medulares de la actuación española, como la de Ángel el Ruso o el Teatro de la Abadía, entre otras. 

Un inciso en este ministro que tantas veces se ha querido emparentarse con Julio Burrel y Cuellar, ministro “letraherido” que detentó en 1917 por unos meses el Ministerio de la Gobernación, verdadera herramienta opresora en el reinado de Alfonso XIII. Siendo verdad que el personaje de la obra de Valle-Inclán tiene un pasado literato, es muy dudable que esa fuera la principal influencia, sino más bien el conservador Gabino Bugallal, ministro de la Gobernación cuando el autor estaba justamente escribiendo esa escena y que aplicó la “ley de fugas” como medicina represora. Eso es exactamente lo que pasa en Luces de Bohemia. Es increíble como Valle hace un teatro de urgencia, cuenta lo que está pasando en esos momentos en las calles de Madrid y cómo eso resuena hoy mismo en las prisiones de la vergüenza que Europa quiere instaurar, por ejemplo. 

Esa escena es fundamental. Dicen que el teatro de Valle en su momento era irrepresentable, no lo creo. Más bien en la Dictadura de Primo de Rivera nadie se atrevió a montarla. Luego, con Franco, la obra estuvo prohibida por la censura justamente por esa escena. Los herederos de Valle-Inclán nunca aceptaron, e hicieron bien, que fuese montada con esa supresión. Se estrenaría en París dirigida por Jean Vilar en 1964 y no sería hasta 1970 en que Tamayo la montaría profesionalmente, con Carlos Lemos y Agustín Gonzáles como don Latino. 

El montaje y la dramaturgia está llena de juegos y apuestas. Comienza Vasco con un teatro épico, histórico, donde se refleja el momento político. En la primera escena, no presente en el libreto original, vemos a todo el elenco cantando una canción popular anarquista (Hjjos del pueblo) que parece un cuadro del artista proletario Otto Griebel. Este aspecto épico estará muy presente en las primeras escenas… con juego actual incluido. En la librería de Zaratustra, donde el librero tiene un loro que dice “Viva España”, Vasco hace que sea un mozo de Acción Ciudadana, milicia paramilitar de voluntarios rompehuelgas, quien lo grite atravesando el fondo de la escena con una bandera de España. Es imposible que el guiño no resuene en este Madrid de rosarios callejeros y cayetanos. 

El enigma de las últimas tres escenas

En el transcurrir de la obra va desapareciendo ese teatro épico y surge una amalgama de referentes estilísticos: el sainete, el folletín, el guiñol, la opereta o el género chico. Unas funcionan mejor que otras. Funciona la orquesta de tres músicos que va amenizando y dando ritmo y eco a las escenas. Y funcionan las transiciones como un tiro, algunas son prodigiosas.

Otro acierto es la escena donde Max, ante un fusilamiento en masa en las calles de Madrid de la ciudadanía que protesta y una madre que grita al cielo mientras mantiene a su hijo muerto en brazos con una bala en el cráneo, dice aquello de “estoy masticando ortigas”. Vasco tiene el acierto de poner en las escaleras del proscenio que suben al escenario a los dos protagonistas. Al fondo vemos lo que ocurre en la calle. En primera línea, asistimos a un primer plano de lo que les pasa a nuestros personajes ante aquello. La escena funciona perfecta y ahí Molero muestra la verdadera cara de don Latino. Son tres minutos de pura actuación que hablan también de la altura de este actor. 

Durante hora y media el montaje vuela, suena la riqueza y contundencia de la palabra de Valle, mandan los actores y el director va conduciendo. Soberbio vestuario de Lorenzo Caprile y hermosas y sabias luces de Miguel Ángel Camacho que siguen ese anhelo de Valle-Inclán donde la dramaturgia residiera en la luz. Tan solo algunas utilizaciones del video desentonan. Es increíble como hoy la proyección en escena se ha convertido en el cartón piedra del montaje contemporáneo. 

Pero esta obra tiene un enigma. En la escena doce, Max muere helado y tirado en la puerta de su casa después de decir el gran parlamento sobre el callejón de los gatos y el esperpento. Ahí, canónicamente, la obra debiera acabar con la muerte del poeta. Sin embargo, Valle añade otras tres escenas. El velorio del poeta, el entierro y la escena final, aquella en la que don Latino se bebe en la taberna todo el dinero que ha obtenido robando el boleto de lotería del cadáver de su amigo. Las escenas han sido siempre un galimatías para los directores. La obra se les cae siempre. No hay manera de solucionar el enigma. Muchos han dicho que Luces de bohemia sería mejor sin esas tres escenas. Quizá sea ese problema irresoluto, esa aporía, uno de sus misterios.

Vasco tampoco lo consigue. Lo intenta con un juego de guiñol en el velorio. Lo intenta en el cementerio con un guiño meta teatral en torno al Hamlet de Shakespeare. Y lo intenta con una soberbia escena final en la taberna de Pica Lagartos, quizá la escena más agria del teatro español. Pero esa escena es la fácil. Ahí la obra remonta con toda la amargura de un final trunco, como el de España. 

El montaje estará en cartel hasta el 15 de diciembre. Difícilmente saldrá de gira. Habrá que peregrinar hasta la Plaza de Santa Ana de Madrid. La recompensa es grande, se activan muchas neuronas en la platea. Huele a España, palabra que, aunque duela, no molesta oírla en esta obra. Es más, se reivindica una posibilidad de pensar este país, de poder mejorarlo y no aceptar seguir viviendo en la misma ciénaga que hace cien años. Distinto decorado, misma dirección y libreto.