María Velasco acaba de estrenar Primera sangre en el Centro Dramático Nacional, una misa negra que lleva a cabo una exhumación en la misma cara oculta y más abyecta de España: aquella donde se esconde la continuada violencia ejercida sobre la mujer en la sociedad actual. Y lo hace buceando en los años de violencia sexual de los noventa, unos años que fueron especialmente terribles por los numerosos casos de víctimas de muy corta edad. De Alcàsser a A Coruña, de Valladolid a Granada, en tiempos de la Expo, cuando nacían las televisiones privadas y llegaban los ansiados Juegos Olímpicos de Barcelona.
La dramaturga y directora recoge en Primera sangre un suceso que conmocionó en su momento a la ciudad donde creció, Burgos. El asesinato en 1991 de una niña de seis años, Laura Domingo, que tenía los mismos años que la autora. Un caso que marcó profundamente a la autora y que comenzó a escribir hace ocho años. Finalmente, después de dos horas de representación, el público se va a casa con una pregunta difícil de masticar a la primera: ¿Qué hace que una niña se convierta en mujer, la primera regla o el miedo?
La obra comienza dura, se proyectan unos dibujos de Los tres cerditos de Disney. Pero el cerdito se convierte en lobo y al espectador le asaltan unas imágenes de una película francesa vieja coloreada, Le cochon danseur (1907), un enorme cerdo de tamaño humano baila con una mujer, el cerdo se relame. La declaración de principios es clara. Nos adentramos en el territorio del terror. Por si no había quedado claro, las imágenes se acompasan con la matanza de un cerdo de la película de Benny’s Video (1992) de Michael Haneke. Terror, años noventa y posicionamiento frontal y punk.
María Velasco ha ideado junto a Blanca Añón un espacio que es una tumba, un parque a dos metros bajo tierra donde aparecerán fantasmas y se realizará un memento mori, un ritual funerario. En ese parque veremos a María (Valeria Sorolla, conocida por La consagración de Fernando Franco), y a Zaira (María Cerezuela, que recibió el Goya a la mejor actriz revelación por Maixabel, de Icíar Bollaín). Ambas son compañeras de Laura Domingo. Aparecerá el fantasma de Laura (la bailarina Javiera Paz), y veremos también al comisario que lleva ese caso nunca resuelto (Francisco Reyes) y a una de las monjas del colegio (Vidda Priego).
Pero la situación teatral propuesta, la de dos amigas que van llevando el duelo de haber perdido a una compañera, son la antesala, la puerta de entrada, a una reflexión más profunda. Primera sangre es, al mismo tiempo que una revisitación de la memoria colectiva reciente, una seria indagación sobre cómo opera el miedo y la violencia en la formación de una mujer.
En la obra dice María: “Mi madre me estrechaba contra su pecho, que olía a camomila y a amoniaco, y me decía: No hay que tener miedo a los muertos, sino a los vivos. El día que empecé a tener más miedo a los vivos me hice mujer, nada que ver con la primera regla”. La obra aborda la adolescencia como rito de paso: “Algunas niñas entendimos que el miedo y toda esa custodia que parecía que era imprescindible para vivir, lo que estaba haciendo era quitarnos la vida. Y nos pasamos al otro extremo, donde el punk y ciertas lecturas ejercieron de contraeducación. Pasamos del miedo a la temeridad. Eso ha influido en la estética de la obra”, argumenta Velasco. Veremos a esas dos niñas, todavía inocentes, crecer, asimilar miedos, rebelarse contra ellos, con las uñas mordidas, pintadas de rojo y negro “como la bandera anarquista”. Todo huele a años noventa, a la estética de los primeros Nirvana, a rechazo y confrontación a la norma.
Las cosas que perdimos en el fuego
Al principio de la obra dice María: “Los poetas nos han engañado: las niñas se parecen más a los cerdos que a las flores (…) Quizá sería mejor admitir que las niñas, como el cerdo, son animales impuros, para evitar que se las coman”. La frase es muy reveladora del espíritu que la autora afirma que sobrevuela la obra, de esa confrontación al canon masculino. Un posicionamiento que también la emparenta con ese especial terror punk de la argentina Mariana Enríquez. La obra es el reverso teatral del cuento Las cosas que perdimos en el fuego, donde unas mujeres se queman voluntariamente para quedar así desfiguradas e instaurar una nueva belleza que acabe con el deseo depredador de los hombres. “También está la influencia de María Fernanda Ampuero y su cuento La subasta”, apunta Velasco sobre el tremendo relato de la escritura ecuatoriana.
Velasco no cree que en el presente haya disminuido la violencia a la mujer que se acometía en los noventa, “cada vez lo llaman de una manera, va como por olas, de pronto está la ola de la sumisión química, luego llega la de las violaciones grupales, luego la violencia vicaria. Es una violencia que no cesa pero creo, espero y confío que se ha aprendido algo”, comenta con cierta esperanza. “En los noventa se cometía un doble crimen, a las víctimas se las diseccionaba después de muertas, se diseccionaba sus comportamientos: la niña que estaba jugando en la calle fuera de la custodia paterna o materna, las niñas que habían hecho autostop, las niñas que iban a una discoteca, siempre había alguna transgresión, aunque fuese una niña de seis años”, argumenta. “Quiero pensar que el escarnio y todo el ruido que se hacía alrededor de esa violencia y que generaba un relato de terror para las niñas, haya cambiado. Creo que el relato estamos empezando a narrarlo otras desde otra perspectiva”, concluye.
La pieza que ha diseñado Velasco es de una gran complicación dramatúrgica y actoral. Velasco une la escena dialogada y más teatral con el monólogo más cercano a la corriente llamada “posdramática”. Une la representación con la instalación escénica y además profesa una escritura donde entra de bruces lo poético. El teatro de Velasco es híbrido y está en tierra de nadie, esa es quizás su gran virtud.
Y si bien en su anterior trabajo, Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra (Premio Max a Mejor autoría teatral en 2022), la estética escénica que arropaba la obra no conseguía potenciar del todo la escritura de Velasco, en esta ocasión sí que lo consigue. Primera sangre acabará convertida en un puro ritual negro sobre todo gracias a dos compañeros de viaje. El primero, el artista Enrique Marty, que ha diseñado unos muñecos que ya son marca de la casa y que esta vez acompaña con un altar compuesto por un osario donde se mezcla el cerdo y el ser humano. Imposible no acordarse de Perro muerto en tintorería: los fuertes, obra de Angélica Liddell donde Marty elaboró muñecos de los actores para ese otro cuento de terror femenino. Es curioso que ambas piezas se han estrenado en la misma sala del Centro Dramático Nacional.
La segunda pata, con la que Velasco compone una escena final apabullante donde el ritual coge cuerpo e inunda el espacio, son los dibujos del gran maldito estadounidense Henry Darger y su obra La historia de las Vivians. Obra donde este autor, que murió en el absoluto anonimato, narra la rebelión de las Vivians, unes niñes andróginos que deciden coger las armas y hacer la guerra a los glandelinianos, raza católica que durante décadas los han oprimido, violado y torturado. El final de Primera sangre es apabullante, el espacio se llena de esas imágenes de púberes torturados, que se esconden, que se rebelan, mientras en el espacio de la escena, en la tierra de ese parque que ahora se ha convertido en fosa, reina el osario de Marty. La obra concluye con un teatro sacrificial que traspasa la platea y recuerda a ese otro final de la comentada obra de Liddell.
Aun así, la pieza ha nacido frágil. El ritmo interno está por ajustar. No podía ser de otro modo. Hay que cumplir los 45 días de convenio para ensayos del teatro público, algo que casa mal con esta directora que proviene de un teatro de investigación de tiempos más largos. Por delante tienen 30 funciones y podrán ir solventándolo. Además, la obra recalará este noviembre en el Teatre Nacional de Catalunya dirigido por Carme Portaceli. Velasco, a su vez, comenzará gira con su obra Amadora en septiembre y acaba de terminar su primera novela.