El amor romántico y 'Florence', un videojuego para entender por qué el concepto de “media naranja” está podrido
En El banquete, uno de los diálogos más conocidos de Platón, se puede encontrar el origen del amor romántico a partir de otro mito. En la obra, Aristófanes explica que en la Antigüedad la humanidad se dividía en tres géneros: el masculino, el femenino y el andrógino, unos seres que reunían características de ambos sexos siendo completos y poderosos en sí mismos. Un día decidieron escalar el Monte Olimpo para luchar contra los propios dioses, pero Zeus lanzó un rayo que los dividió por la mitad. Esa es la razón por la que, desde entonces, pasaron el resto de sus vidas buscando la “otra parte” que les completara, ya fuera del mismo sexo (homosexualidad) o diferente (heterosexualidad).
“La idea occidental del 'amor romántico' ha servido a los distintos poderes para perpetuar un sistema social patriarcal que promueve la desigualdad entre hombres y mujeres. Unas formas de amar que se aprenden desde los núcleos familiares, grupos de pares y productos culturales”, explica Alicia Pascual Fernández en el ensayo Sobre el mito del amor romántico. Amores cinematográficos y educación publicado por la Universidad de Granada.
El concepto de “media naranja” ha calado tan hondo que, entre otras cosas, es la razón de que exista un día al año dedicado a ello llamado San Valentín. Pero los estereotipos y los mandatos de género, muchos de ellos apoyados desde el ámbito cultural, también se pueden combatir desde ese mismo campo.
Es lo que ocurre con Florence, un juego lanzado en 2018 para iOS, Android y ordenadores que llega ahora a Nintendo Switch. Está desarrollado por el estudio australiano independiente Mountains y se encuentra liderado por Ken Wong, que previamente sorprendió con uno de los primeros juegos en explotar las posibilidades creativas de los smartphones: Monument Valley.
Pero en este caso no es un título de puzles, sino una especie de novela gráfica interactiva que nos pone en la piel de una joven de 25 años llamada Florence que se siente estancada en la vida. Su rutina es levantarse (tras apagar el despertador varias veces), cepillarse los dientes, ir a trabajar en metro mientras da like a fotos de perros, cenar sushi y vuelta a empezar. Es víctima del sistema capitalista: cada día es una copia del anterior y las verdaderas aspiraciones quedan relegadas a un segundo plano porque, básicamente, no hay tiempo para pararse a pensar en ellas.
Nuestra forma de participar en la historia es muy sencilla, pero efectiva. Por ejemplo, tenemos que presionar en repetidas ocasiones el despertador de Florence o mover el cepillo de dientes de derecha a izquierda. La sensación, por tanto, no es la de ser meros espectadores de las viñetas que deambulan por la pantalla, sino la de estar colaborando con la narración de forma activa. Además, si lo jugamos en móvil, la vibración según nuestros gestos incrementa esta inmersión.
“La feminidad se asocia con la inestabilidad, la afectividad, la pasividad, el cuerpo y lo natural, dominio de los sentimientos, el ámbito privado y la capacidad de cuidar”, explica Pascual en su texto. Florence tampoco permanece exenta a estas creencias y piensa que su autorealización pasa por encontrar a una persona con la que convivir, algo que como comprobaremos a lo largo de los capítulos terminará ocurriendo. Pero no es amor todo lo que reluce.
El amor como fuerza omnipotente
El final de La La Land (2016) era una bofetada de realidad. De nada sirvió bailar bajo el cielo estrellado. Cuando llegó el momento, los dos personajes comprendieron que sus aspiraciones individuales eran incompatibles y que solo quedaba una opción: la de dejarlo. No todos los finales están pasados por la pátina Disney de “vivieron felices y comieron perdices”. Y eso, pese a lo que nos han vendido, no tiene que ser negativo. Esa es la razón por la que la cinta de Damien Chazelle capta tan bien el sentir de las relaciones contemporáneas.
Con Florence ocurre algo parecido. Los primeros compases exploran, como se apunta en el texto de Pascual, “la falacia del emparejamiento y conversión del amor de pareja en el centro y la referencia de la existencia”. Lo hace, además, de una forma muy interesante.
Las conversaciones se muestran en forma de bocadillos que son completados con piezas de puzle. Al principio necesitaremos varios fragmentos para finalizar este rompecabezas, pero, poco a poco, a medida que Florence tiene más confianza con su pareja y la conversación empieza a fluir, la dificultad de estos irá disminuyendo y cada vez harán falta menos pedazos. Es una metáfora muy inteligente sobre la inseguridad durante los primeros compases de la relación, esos donde cada palabra parece tener una importancia de la que carece en realidad.
Pero lo más interesante de Florence llega en los últimos capítulos. Es complicado profundizar sin revelar detalles de la historia, pero el giro final sirve para mostrar que rendir mejor en el trabajo o ir feliz en el metro no pasa por tener pareja, sino recuperando la autonomía sobre uno mismo para llevar la vida que se desea. “De la misma forma que necesitamos un cambio en la coeducación de hombres y mujeres en la sociedad, necesitamos o bien nuevas formas cinematográficas o adoptar una mirada de resistencia”, aprecia Pascual.
Estas nuevas formas, que ya no solo deben ser cinematográficas sino también culturales, pasan por enfrentarse a productos como Florence o Sayonara Wild Hearts, que también aborda el proceso de pasar por una ruptura amorosa en clave musical. En cada fase, su protagonista se enfrenta a un enemigo mientras recoge corazones para restablecer el suyo propio. Pero, al final, se desvela que esos villanos a los que se enfrenta en realidad habitan en su interior. Quien le impide levantar cabeza no es una persona ajena a quien prometió “pasión eterna”. Ella es la única responsable de su felicidad.
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