Siempre hay alguien a quien odiar al otro lado de la frontera
- Este es uno de los textos de 'Odio', el número 5 de Revista 5W, que se puede recibir mediante suscripción, comprar en librerías o aquí
- Esta crónica forma parte del proyecto The Backway,The Backway de Ruido Photo
Una de las normas sagradas del odio: siempre hay alguien debajo a quien odiar, humillar o ignorar.
Los libros de historia dicen que Orán es un palimpsesto: ciudad del noroeste argelino cerca de la frontera con Marruecos, con pasado colonial francés y una alcazaba fortificada desde la que la conquista española se enfrentaba al Imperio otomano. Pero hay un pliegue más reciente, una capa que está pero no se ve: en las entrañas de la ciudad hay otra ciudad, escondida de todo y formada por hombres y mujeres de África Occidental que sobreviven a las deportaciones, intentan ganarse el pan o esperan su momento para cruzar a Marruecos y llegar a Europa.
A ellas prácticamente no se las ve por las calles. A ellos —a algunos— se los ve deambulando, en busca de un trabajo en la construcción o en cualquier cosa que les pidan los argelinos. Son una minoría comparada con los que se quedan en casa, con los que apenas salen de sus pisos y sus barrios, con los que tienen miedo.
—Hay mucho racismo, no nos consideran personas.
Ricardo Dongon es de Duala, la mayor ciudad de Camerún, su capital económica. Salió de allí en septiembre de 2018. Su objetivo no era llegar a Europa o a España, sino en concreto a Madrid.
Lo repite: Madrid, Madrid, Madrid.
Atravesó Nigeria y Níger antes de llegar a Argelia. Lo más duro, como en casi todos los casos en esta ruta, fue cruzar el desierto: el trecho a partir de Agadez, en el norte de Níger, hasta Tamanrasset, en el sur de Argelia. Es joven, tiene 25 años, pero dice que enfermó en la ruta y que se alegra de estar vivo.
Ricardo se ha quedado sin dinero en Orán. Hay un mecanismo perverso que hace que muchos se enfrenten a la misma situación. Cuando salen de su país (Camerún, Guinea, Costa de Marfil, Mali), llevan miles de euros al cambio que usan para pagar a las redes de tráfico de personas y para los gastos en el camino. Son comunes en la ruta los robos, las extorsiones, los sobornos e incluso los secuestros. En el caso de ellas, también las violaciones. Si consiguen llegar sanos y salvos hasta la costa de Argelia, el desierto no queda atrás para siempre.
El Estado argelino lleva a cabo una campaña masiva de deportación de migrantes: Amnistía Internacional calcula que 34.550 personas fueron expulsadas entre agosto de 2017 y finales de 2018. Los detienen en las calles, en sus domicilios temporales, y los transportan en autobuses hasta la frontera con Níger —y antes de Mali— sin una notificación previa y sin un proceso legal transparente. No sin antes confiscarles —robarles— el móvil y todo el dinero que llevan, según denuncian muchos de ellos.
—A mí me han deportado ya tres veces. La última fue hace dos meses. Me detuvieron en la calle y me deportaron. Ya estoy acostumbrado.
Dice Ricardo que la policía no actuaba de forma especialmente violenta en primera instancia, pero que si alguien se rebelaba, era golpeado.
—Una vez en el desierto, si quieres volver a Tamanrasset (Argelia), te tienen que llevar los tuaregs. Allí hay un negocio. Te cobran 100 o 150 euros por pasaje. La idea es que te desanimes y lo dejes.
Su familia le envió dinero varias veces para que pudiera entrar en Argelia de nuevo. Ahora busca algún trabajo que le permita trasladarse a Marruecos, donde la rueda volverá a girar: necesitará más ahorros para intentar cruzar el mar y llegar a España. O, como él dice, a Madrid.
Años atrás muchas personas migrantes iban desde Agadez hasta Libia, pero la ruta quedó prácticamente sellada después de que la guardia costera libia, financiada por la Unión Europea, devolviera a sus costas de forma masiva las pateras que salían, y de que el exministro de Interior Matteo Salvini cerrara los puertos italianos. Aunque Salvini ya no esté en el Gobierno, la ruta más habitual sigue siendo la de Argelia para llegar a Marruecos y desde allí a España, a través del estrecho de Gibraltar o del mar de Alborán.
—En Europa estaré mejor. La policía me tratará con más respeto. Aquí no tienes derechos. En la ruta no tienes derechos —dice Ricardo.
La peluquería migrante
En este salón de belleza —una planta baja en un barrio humilde de Orán— se oyen historias de sueños y desiertos. Aquí vienen clientes y clientas a cortarse el pelo y a hacerse la manicura. Es también un refugio para hombres y mujeres de África Occidental, sobre todo de Camerún y Guinea, que comparten un espacio de trabajo y ocio.
—No discriminamos —dice una de las trabajadoras cuando le pregunto, al ver la clientela, si aquí también vienen argelinas.
Esta tarde se han juntado en la peluquería Mustafá, Sylvie, David y Florine. Charlan en el banco de espera, frente al gran espejo del salón de belleza. Todos son de Camerún y ahora están en Orán, pero se hallan en diferentes momentos de sus vidas.
—Esta es la segunda vez que intento llegar a Europa —dice Mustafá, camiseta amarilla y pantalones cortos granates, el teléfono siempre en la mano—. La primera vez estuve cuatro años en Marruecos y luego fui deportado. Quiero volver a intentarlo.
Mustafá tiene 34 años. Su edad importa: algunos pueden hacer la ruta en unos meses, pero otros lo intentan durante años, se encuentran con obstáculos, paran, vuelven a intentarlo: invierten toda su juventud —años que podrían haber dedicado al trabajo y a sus familias— en un sueño que no llega.
—A mí me han expulsado dos veces —dice David—. Llevo cuatro años en Argelia. Hago mantenimiento industrial. Cuando salí de Camerún, mi idea no era quedarme aquí, sino ir a Europa, pero no tengo dinero. Sufrimos agresiones, nos abandonan en el desierto y no podemos decir nada. Somos seres humanos, no animales. Aquí te roban el teléfono y el dinero. Ojalá las cosas mejoren para los que vengan detrás.
—Yo me quedo siempre en casa, en la peluquería —dice Sylvie, que trabaja en este salón de belleza informal—. Llevo casi un año aquí. Cuando salí quería ver, descubrir. Mi situación actual es todo lo contrario a eso: no puedo ni salir a la calle.
—El problema son las expulsiones —insiste Mustafá.
—¡Y las condiciones de vida! —responde Sylvie—. Yo no he sido expulsada nunca, pero esto no es un país en el que… Yo quiero descubrir…
Sylvie pone énfasis en esa palabra: descubrir. Las risas de sus compañeros la interrumpen. Descubrir parece un verbo inocente en medio de la conversación sobre abusos y deportaciones que están manteniendo. Como si la curiosidad, menos apremiante que la guerra y el hambre, fuera un motor de la migración digno de mofa, también para ellos.
La única del grupo que no habla es Florine, una mujer con gafas de pasta que está acurrucada en una esquina. Converso con ella por separado. Me dice que es esteticista. No, me dice que no lo es: que eso es lo que hace ahora, en este salón de belleza. Que ella es periodista: infógrafa. Hacía gráficos de manifestaciones y otros acontecimientos informativos para un diario de Camerún. Su esposo vivía en Francia y le estaba intentando arreglar los papeles para reunirse con él. En un viaje de negocios a la vecina Costa de Marfil, su marido falleció por causas naturales y Florine tuvo que ir a enterrarlo. Luego decidió emprender la ruta, ella sola: dejó en Camerún, con su madre, a tres hijos. Dice que varios hombres intentaron violarla en el camino, pero que logró zafarse. Ha llegado hasta Argelia, pero no sabe si continuará. Su único objetivo es superar una depresión que no la deja imaginar ningún futuro.
—Si me recupero, podría hacer periodismo, pero con la depresión no puedo… Prefiero trabajar en la peluquería.
Me fijo en que tiene dos tatuajes. En la muñeca izquierda, una libélula. En la derecha, varias letras, algunas de ellas tachadas.
—Mi marido se llamaba George. Por eso pone “GEO”. Tapé esas letras porque murió, pero les puse encima una corona, porque él es el rey.
Las letras GEO aún se adivinan, pero están emborronadas por una melancólica tinta azul. Al lado, las letras FLO, de Florine, siguen intactas.
Odio institucional
En un país donde la disidencia se persigue, las entidades de defensa de los derechos humanos o las organizaciones internacionales no tienen el músculo suficiente para asistir a la población migrante. El Estado argelino deporta a migrantes sin que haya contestación social o movilizaciones. La protesta es un deporte de riesgo para los manifestantes que exigen un cambio político, pero el régimen no pierde legitimidad por su trato a personas migrantes, sino por el contexto nacional. Tras la caída en abril de 2019 de Abdelaziz Buteflika, que llevaba 20 años en el poder, se instaló una junta militar que convocó elecciones para diciembre, pero que no convenció a la oposición más acérrima.
“Aquí los migrantes son muy mal recibidos”, dice Sarah Belkacem, una activista defensora de los derechos humanos. “Hay un problema de acogida. Ven a los extranjeros como algo peligroso. Tienen miedo a los subsaharianos. Es una fobia”.
Ninguno de los migrantes con los que hablé en Argelia ocultó su resentimiento. Algunos dicen que han podido encontrar trabajo y que ha habido personas que los han ayudado, pero en general se sienten deshumanizados. Saben que la situación en Marruecos no es mucho mejor. Unos creen que en Europa respetarán sus derechos; otros creen que eso nunca sucederá. “No hay turistas o extranjeros en Argelia, así que para mucha gente los subsaharianos son los primeros extranjeros que ven”, dice Belkacem.
El vecino Níger, al sur, es un país clave en la estrategia de externalización de fronteras de la UE y recibe fondos para montar puestos de control y centros de detención: para frenar la migración, en definitiva. A finales de 2014, Níger llegó a un acuerdo con Argelia para que sus ciudadanos en situación irregular en el país árabe fueran deportados. Las expulsiones masivas en aquella época desde Argelia fueron sobre todo de nigerinos; en los últimos dos años, afectan a todos los subsaharianos.
“El Gobierno es antinmigración y, además, la gente no está sensibilizada con la situación de la población migrante”, dice Belkacem.
Las deportaciones que se efectúan hoy no solo son de personas sin documentación, incluidas personas vulnerables como embarazadas y menores, sino también de solicitantes de asilo. Debora Del Pistoia, que fue responsable de campañas para Amnistía Internacional en Argelia, Marruecos y el Sáhara Occidental, dice que estas expulsiones se han usado “para camuflar problemas internos” de Argelia.
“La policía, al vaciar los pisos de migrantes, ha legitimado actitudes violentas por parte de la población. Muchas casas han sufrido robos. Hay migrantes que, al volver, se han encontrado con sus pisos destruidos. También ha habido personas atacadas con cuchillos”, explica. “El odio está conectado con el discurso político y con los medios de comunicación. La represión contra los migrantes en Argelia ha ido en paralelo a la represión de las organizaciones de la sociedad civil y de defensa de los derechos de los migrantes”.
La retórica xenófoba —criminalización, bulos en redes sociales que dicen que los subsaharianos portan el VIH— convive con otra realidad. “Hay muchos patrones que usan a las personas que llegan de África subsahariana como mano de obra y que incluso están dispuestos a regularizar su situación, sobre todo en sectores como la agricultura y la construcción”, dice Del Pistoia. Las más de 20 entrevistas que hice en Argelia lo confirman: muchos dicen que han encontrado algún trabajo y que podrían incluso quedarse en el país, pero la mayoría vive con el miedo en el cuerpo por una campaña de deportaciones que ya poco tiene que ver con los papeles: las autoridades arrestan y expulsan a personas al desierto a partir de un perfil racial, según su testimonio.
Aviones y Flaubert
Me he hecho amigo de Franck. Creo que puedo decir amigo, porque cuando no estamos juntos nos escribimos, y cuando salgo de Argelia lo seguimos haciendo. Sé muy poco de cómo llegó hasta Orán. Sé que tiene 21 años, que le tocó de cerca el conflicto entre separatistas anglófonos y las fuerzas de seguridad de Camerún, país de mayoría francófona. Sé que quiere ir a España. Pero poco más. No hablamos de su pasado o del mío, hablamos sobre todo de literatura. Dice que le encanta Madame Bovary de Gustave Flaubert, pero me recomienda encarecidamente El Cid de Pierre Corneille, A dry white season del sudafricano André Brink y los poemas del jesuita camerunés Engelbert Mveng.
Solo he leído a Flaubert.
Franck me invita a su piso y dice que tres de sus amigos están en camino. Que quizá pueda entrevistarlos. Los esperamos en una cocina con las ollas sucias y ropa tendida. Cuando llegan, nos dicen que están dispuestos a hablar con periodistas, ¿pero qué sacan ellos a cambio? Les digo que no pagamos por hacer entrevistas. Se crea una situación incómoda, pero pronto nos relajamos. Les digo que no se preocupen, que charlemos de cosas intrascendentes, que no me tienen que contar cómo han llegado hasta aquí, cómo ha sido su trayecto ni qué anhelan. Olvidémoslo: ya no estoy trabajando.
Hablamos de fútbol. Luego dicen que odian Francia, que por nada del mundo irían a Francia, que los franceses son unos racistas, unos colonialistas. España también fue una potencia colonial, les digo. Se encogen de hombros.
Salimos a dar una vuelta y les ofrezco un cigarrillo.
—Sí, sí que quiero. Es que cuando fumas… te olvidas de todo.
Me preguntan cuántos días estaré en Orán. ¿Quizá nos podemos volver a ver? Es viernes al mediodía y me marcho el domingo por la mañana, así que no nos queda mucho tiempo: esto es una despedida.
De repente, uno de ellos me mira con una mezcla de amor y de odio recién incubados.
—Tú en unos días te vas a Barcelona. ¡Así, en un momento! En avión. Y mientras, nosotros…
*Este es uno de los textos de 'Odio', el número 5 de Revista 5W, que se puede recibir mediante suscripción, comprar en librerías o aquí. Esta crónica forma parte del proyecto The Backway de Ruido Photo.suscripciónaquí.
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