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El rastro del langostino que va de Tailandia a tu mesa: trabajo esclavo y contaminación

Los habitantes de Surat Thani aún recuerdan cómo las costas de esta provincia tailandesa solían ser una maraña de manglares que resguardaban entre las altas raíces una rica biodiversidad marina de peces y crustáceos. Hoy apenas quedan unos pocos mangles, los árboles típicos de estos ecosistemas, donde algunos pescadores intentan capturar sin mucho éxito los pocos peces que quedan. “Antes teníamos manglares por todos lados. Han desaparecido y ya no tenemos peces”, asegura Thammarit Phrommuang, uno de los líderes del grupo de conservación medioambiental del distrito de Prasong, al norte de la provincia.

Los manglares han sido ahora reemplazados por grandes piscinas en las que sólo crece un animal: los langostinos. La industria de las gambas en Tailandia lleva años bajo una fuerte presión internacional por las duras condiciones laborales que hay en buena parte de las fábricas donde se pelan y preparan estos crustáceos. Así, la agencia Associated Press publicó recientemente una investigación sobre las condiciones análogas a la esclavitud en el sector, que se nutre principalmente de inmigrantes birmanos. Nestlé también reconoció hace escasas semanas, tras encargar una auditoría a Verité, que había trabajo esclavo en su cadena de producción.

Menos se habla, sin embargo, del alto impacto medioambiental de este marisco que en pocos años ha pasado de ser una rareza a un habitual en las mesas occidentales, especialmente en fechas navideñas. Así, la mejora de las técnicas de acuicultura –o cría de especies acuáticas en granjas– y la extensión de la pesca de arrastre han permitido que se puedan consumir a lo largo de todo el año y que el precio haya caído drásticamente. Y aunque España es un productor traidicional de este crustáceo, la mayor parte de los langostinos consumidos hoy en día en nuestro país proceden de países como Argentina, Ecuador, China o la propia Tailandia.

Tailandia ha utilizado tradicionalmente la acuicultura tradicional extensiva para producir pescado y mariscos. Sin embargo, ya desde los años 60, pero sobre durante los años 80 y 90, las granjas intensivas comenzaron a extenderse por ambas costas del país asiático y Tailandia se convirtió en el segundo productor mundial de langostinos, sólo por detrás de China. Su producto estrella son las dos especies más consumidas en el mundo: el langostino blanco y el tigre gigante.

Mientras la industria se expandía rápidamente, los manglares desaparecían y las aguas se tornaban verdes. “La gente aquí ya no puede utilizar el agua porque está contaminada. Ni siquiera para lavarse, porque les produce reacciones alérgicas”, dice Aroon Chuayaksa, un vecino de Surat Thani que culpa también a otras fábricas de la contaminación, especialmente la incipiente industria de aceite de palma. “Todos los tiran todo al río”, dice.

Un cóctel de fertilizantes y antibióticos

Suthi Wanchai tiene una granja con cuatro tanques que producen 72 toneladas de langostinos cada año en apenas 5 hectáreas. Es una granja pequeña, en comparación a las decenas de hectáreas que cubren las granjas de las grandes empresas, aunque es algo más grande que las que tienen la mayoría de sus vecinos. Suthi, como sus vecinos, asegura que su granja no contamina, aunque cada día rocía el agua con unos 120 kilos de pellets de pescado para dar de comer a los langostinos y una vez por semana les suministra antibióticos. También les echa fertilizantes para que crezcan más rápido. Cuando termina el periodo de crecimiento de unos 70 días, libera el agua, sin ningún tipo de tratamiento, en el río más cercano.

La acuicultura para criar langostinos se ha relacionado con la destrucción de manglares, como los de Surat Thani, el agotamiento de las reservas locales de agua dulce y la contaminación de ríos y lagos con los desechos producidos por las granjas. Los langostinos son además alimentados con harina de pescado, que muchas veces procede de mares esquilmados. La pesca de arrastre que también se utiliza para pescar los langostinos salvajes no es menos dañina. Como suele ocurrir con otras especies, el arrastre no discrimina y produce numerosas capturas indeseadas que, generalmente, son devueltas al mar muertas, provocando un alto impacto medioambiental.

Hay algunas alternativas. “Los consumidores pueden optar por alternativas locales y de temporada, como los centollos u otros mariscos de las rías gallegas”, asegura Elvira Jiménez, responsable de Océanos de Greenpeace España. También se han desarrollado algunos sellos de sostenibilidad, como el Aquaculture Stewardship Council (ASC), que establecen unos criterios mínimos a las explotaciones. No obstante, el sello es privado y es necesario pagar para obtenerlo, por lo que los pequeños propietarios a menudo no puedem permitírselo. Tailandia no tiene ninguna granja certificada por ASC.

Asociaciones ecologistas como Greenpeace rechazan además el uso de la acuicultura, “salvo casos muy concretos”, como una opción sostenible para producir pescado. “Nosotros no creemos que la solución a la creciente demanda de pescado y marisco sea la acuicultura, hay que recuperar los oceános y consumir de forma más sostenible”, continúa Jiménez.

Terminada su cosecha, Suthi venderá sus langostinos al intermediario –una agencia, lo llama él– que le pague el mayor precio por su mercancía. A partir de ahí, sus gambas se mezclarán con las de otras granjas, serán peladas y congeladas, y se les perderá el rastro hasta que acaben probablemente en algún plato de Europa o de Estados Unidos.