La portada de mañana
Acceder
El PSOE llega a su Congreso con un ojo en la continuidad y otro en los tribunales
ERC elige a su líder en un congreso convertido en un plebiscito sobre Junqueras
Opinión - España: una democracia atascada. Por Rosa María Artal

El futuro de la Amazonia también se decide en las elecciones de Brasil

La escopeta de Adriano es antigua, por no decir vieja. La lleva al hombro, cartuchos rojos en la mano. No va a ir lejos de las casas, quizás camine un kilómetro o menos, y en ese trecho puede haber de todo: comida o muerte. Avanza y señala árboles, arbustos. “Este es el fruto de la bacaba”, dice. “Allá cultivamos plátanos. Esta huella de jabalí es de ayer”. Entonces guarda silencio, da media vuelta, se encoge y empieza a caminar como un mimo: ha visto un ciervo cruzarse por el camino, ir entre el verde. Carga el arma, se aleja, busca a la presa. Y la pierde.

El ciervo debe saber que Adriano no lo va a perseguir por esas huellas, porque esas huellas van a un área que ninguno de los karipuna quiere recorrer, una de las tantas invadidas por los madereros.

“Estamos cercados por los invasores en nuestro territorio. Nuestro miedo es ser asesinados en nuestra propia aldea”, dice, escopeta al hombro.

Hace mucho tiempo que el arma no solo le sirve para cazar. En la última ruta de vigilancia que hizo con su hermano André encontró un nuevo camino ilegal, a solo tres kilómetros de las casas. Eso es muy lejos de los límites de sus tierras, eso es muy cerca de una amenaza.

Los karipuna –Adriano, André, su familia, sus ancestros– viven en la selva amazónica desde antes de que Brasil fuera Brasil, cuando todo aquello era un territorio inmenso salvaje y no blanco. Brasil, casi un subcontinente por su dimensión (8,5 millones de kilómetros cuadrados en los que viven 210 millones de personas), declaró su independencia de Portugal en 1822, y todavía se debate entre preservar y explotar la Amazonia. Y ahí, en medio de todo, los habitantes de esos bosques primarios: Adriano, André, tantos otros.

La Amazonia brasileña ocupa más de cuatro millones de kilómetros cuadrados, y en esa enormidad viven unos 180 pueblos indígenas: son unas 440.000 personas que salpican el territorio espeso. La mayoría vive en alguna Tierra Indígena (TI), una de esas áreas delimitadas por ley, de propiedad de todos los brasileños y de uso de los pueblos indígenas, y, en teoría, protegidas.

Y aquí viene la clave: lo más deforestado en los últimos 20 años se concentra fuera de las tierras indígenas. Las tasas de deforestación más bajas están en las áreas demarcadas. Esto se explica porque la forma de vida de los pueblos indígenas preserva y cuida el bosque. Ni siquiera tienen la capacidad económica de deforestar. 

Una tierra indígena amazónica, cualquiera de las cientos que hay, tiene más verde, más bosque, más suelo que todo lo que la rodea. El problema es que son un imán de acaparadores de tierras. Entonces, a veces los números se invierten, y las invasiones –quema y tala mediante– llevan a las tierras indígenas a procesos de deforestación veloces y devastadores.

La verdadera disputa por la selva –y por las tierras indígenas– está impulsada por la transformación de la región en un área de economía agrícola, tal como antes había movido los hilos la economía extractivista: la búsqueda de un desarrollo más allá de cualquier impacto.

La despensa vacía

Francisco pertenece a los mura, un pueblo con pasado de guerreros feroces, que ocupan decenas de aldeas en 40 Tierras Indígenas repartidas en un área muy extensa en el complejo hídrico que forman los ríos Madeira, Amazonas y Purus. Los padres de Francisco, de hecho, llegaron hasta aquí desde otras aldeas. Les pareció bonito, vieron comida, se instalaron, como habían hecho más o menos siempre. Solo que ese lugar, a la vera del río, ahora es un lugar codiciado por otros.

Él es el tuxawa de su aldea, algo así como “cacique”. Alguna vez ese cargo fue de su padre, ahora todos lo reconocen a él como líder: su hermana, la familia ampliada de su hermana, sus hijos, hijas, sus cónyuges y su prole.

Hay un solo teléfono en la aldea, y es de Francisco. Se lo dieron los organismos de derechos humanos cuando lo evacuaron a Manaos durante seis meses, para evitar que los fazendeiros [dueños de enormes granjas de producción agrícola-ganadera] que invaden sus tierras cumplieran sus promesas de matarlo. Ahora que volvió a la aldea, le sirve para mandar mensajes por WhatsApp a algún pariente de la ciudad y para grabar vídeos. En uno, sale descalzo: camina hacia el río, una lanza de tres puntas en la mano derecha. Sigiloso, se acerca al agua, arroja la lanza, la busca. Acaba de pescar un pacú con uno de los métodos más tradicionales de la tradición amazónica. Sonríe a cámara.

“Hace 20 años, aquí había de todo: pescábamos con facilidad, había caza, había de todo. Era una despensa. Hoy la despensa está vacía”, dice. Pescar hoy, asegura Francisco, es casi un acontecimiento digno de ser grabado. La deforestación de las tierras que rodean su aldea tiene un impacto directo y mensurable en sus vidas. “Nuestra aldea se va empobreciendo, se vuelve muy difícil la subsistencia. La selva está cada vez más lejos, porque al salir de aquí, uno se encuentra con campo”, asegura.

El gran problema de este grupo de indígenas mura es que parte de sus tierras lleva décadas en un proceso de demarcación que no termina nunca. La Tierra Indígena Guapenú, en el municipio de Autazes (Amazonas), empezó con la identificación en 1985, y ahí sigue, a merced. Mientras tanto, los fazendeiros van entrando en tierra mura, en ese esquema que se repite en toda la Amazonia: derribo, quema, toma de tierras. Solo que aquí la destrucción no termina con la desaparición de los árboles: aquí están metiendo búfalos. 

Y los búfalos no son mansos. Son animales enormes, pesados, que bajan al agua, capaces de cruzar un río a nado y de romper todo lo que se les cruce. Tiran las cercas, destrozan las plantaciones de la familia de Francisco, y, sobre todo, destruyen el igapó, un bosque típico de la Amazonia que está sumergido estacionalmente y que es clave en todo el equilibrio del ecosistema de la zona. Y después está la cuestión de las heces, porque allí donde viven y pasan, los búfalos contaminan el agua. Y es el agua que beben Francisco y sus parientes: “Si se acaba esta agua, acaba con nosotros también”.

La casa de Francisco es de madera, está en una orilla alta y sobre pilotes. Tiene tres habitaciones, aunque en realidad son apenas unas tablas y cortinas que generan espacios separados. Viven ahí su esposa, todavía algunos de sus hijos, su nuera, el más pequeño de sus nietos. La hermana de Francisco, Ana, tiene una cabaña casi igual, a 100 metros. Las casas se parecen entre sí: la diferencia, en todo caso, es cuántos muebles tienen, si hay camas o hamacas para dormir, sillones o banquitos o adornos. El televisor, de tubo, está en el salón. Fuera, la antena que recibe la señal satelital.

Una isla rodeada de devastación

La Nasa, según la información recogida por sus satélites, dice que, desde la década de los 70, el derribo de árboles en la Amazonia redujo el tamaño de la selva en un 17%. Es como si le hubieran sacado un área más grande que todo Chile. Desde el cielo, la tierra karipuna –la tierra de Adriano y André, en el estado de Rondonia– parece una isla. Es una mancha verde rodeada de devastación marrón, con unas líneas que delatan los caminos que se usaron y se usan para sacar todo lo verde que había y llevarlo al mercado. Es una isla que espera ser engullida por el agronegocio y la especulación de tierras.

La aldea donde viven André y Adriano tiene un nombre que suena a los años 70: Panorama. Tiene un aire de película, con su bruma subiendo lenta desde el río, la canoa amarrada, el muelle enclenque y los perros sueltos. Ahí, en lo bucólico del paisaje primitivo, Bureté se sienta a la sombra del árbol rodeado de casitas, en medio de la comunidad. Tiene estudiado el lugar, es el único donde la señal del wifi satelital que les provee el Gobierno da para una videollamada. En la pantalla aparece su hijo, lejos, en su casa de la ciudad de Porto Velho, con paredes de ladrillos y ventanas de cristal, donde vive desde que dejó la aldea para estudiar Ingeniería. 

“Me prometió que si consigue un trabajo va a comprarme una casa en la ciudad”, dice Bureté. Explica que ella quiere mejorar la comunidad, hacer algo. Le gusta estar acá, cocinar, charlar con el papagayo multicolor, y reírse.

Cuando termina la llamada, muestra las fotos atesoradas en el teléfono. Están su hijo mayor, guapo, puro músculo, con su novia, grácil y rubia, maquillada, futura ingeniera. “Si se casan, tendría que traerla a vivir a la aldea”.

La aldea está lejos –cuatro horas de lancha o tres de moto, por caminos intransitables seis de cada 12 meses–, casas de madera, peces y víboras. Hay tres clases de mosquitos –de distintos tamaños, algunos casi invisibles– que se turnan para picar durante todo el día. Bureté sale, cuando es época, a recolectar castañas junto a su marido. Todo el año prepara harina de mandioca y la vende en la ciudad: así puede sostener las carreras universitarias de sus hijos. A su hija más joven, adolescente, le gustaría seguir a sus hermanos en Porto Velho y ser, algún día, policía militar. 

SOS Karipuna

En 2019, un operativo organizado por ocho instituciones emitió 15 órdenes de aprehensión y 34 órdenes de allanamiento, y se secuestraron bienes por más de nueve millones de euros. Encontraron delitos de todo tipo: malversación, hurto ilegal de madera, invasión de tierras, deforestación ilegal, blanqueo de capitales, delitos contra el orden fiscal y constitución y participación en organización criminal. La operación se llamó SOS Karipuna: se hizo en las tierras que normalmente defienden solos André, Adriano y Bureté, la misma que los madereros volvieron a invadir este año, y el año pasado. 

Para los karipuna, la deforestación es un paisaje habitual: están acostumbrados a encontrar maquinaria pesada dentro de su tierra, ver pasar camiones que se llevan centenas de troncos cortados ilegales. Es un negocio lucrativo, que conserva y reproduce la antigua lógica de ocupar la Amazonia, con la anuencia de los Estados.

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, repite que hay mucha tierra para poco indio, que hay que acabar con lo que llama “la industria de multas ambientales”, que hay demasiadas áreas de conservación, que no se demarcará una sola Tierra Indígena mientras él sea presidente y que hace falta permitir la minería en esas áreas. Los incendios descontrolados y el aumento de la devastación en la Amazonia son las principales marcas de su Gobierno en el área medioambiental. En 2021, la deforestación fue la más alta de los últimos 10 años.

También en 2021 fueron asesinados 176 indígenas, según datos del Consejo Indigenista Misionario (CIMI). En 2020, habían sido 182. Este año, posiblemente, supere todos los récords: la posibilidad de que Luiz Inácio Lula da Silva gane las elecciones este domingo avivó la voracidad por conseguir más tierras antes de que se acaben los vientos de cola.

Un pie en la tumba

“Uno de los vaqueros del fazendeiro apuntó con un dedo a mi rostro y me dijo que yo era hombre muerto, que me iba a matar”, dice Francisco. A cada lugar que iba, todos le decían lo mismo: tuxawa, ten cuidado, estás con un pie en la tumba. Francisco supo pronto que ahí, en medio de la espesura de la selva mura, donde la mano del Estado es invisible, ya no estaba seguro. Fue a Autazes, la ciudad más cercana, habló con algunos organismos que estaban ayudándolo a presentar denuncias contra los invasores, y juntos decidieron que saliera de la aldea.

Francisco, nacido y criado en la selva, vivió entonces seis meses en unas oficinas que el Consejo Indigenista Misionario tiene en Manaos, casi todo el tiempo solo, porque los empleados del organismo pasaban los meses de aislamiento por la pandemia en sus casas. Ahí tenía su cocina, su cama, algunos libros. Se decidió que no trabajara, porque las mafias de la tierra también tienen sede en las ciudades. Salir, aunque fuera en medio del cemento, también tenía su riesgo.

“Fue muy feo, solo, sin costumbre de la ciudad, lejos de la familia, de la comunidad. Pensaba en venir y desobedecer, romper las reglas, y llegar aquí también desamparado, ¿qué iba a pasar? No fue nada fácil”, dice. Su esposa y uno de sus hijos pudieron visitarlo. Viajaron ocho horas desde la aldea, se quedaron algunos días, tuvieron miedo juntos.

Cada diez o 15 días, Francisco iba hasta el supermercado más cercano, compraba arroz, frijoles y pollo con el dinero que le daban mientras estaba acogido, y pasaba las mañanas, las tardes y las noches leyendo libros de derecho, porque no tenía ni televisión. Aquello, pensó, no era vida. “Vivía como un prisionero”, dice.

Cuando Francisco y su hermana eran jóvenes, las cosas en la aldea eran bien distintas. En la naciente del río que pasa por la puerta de su casa hubo, alguna vez, un pequeño paraíso. “Ahí había una montaña de piedra y arena, de donde descendía agua cristalina. Pero los fazendeiros invadieron y no tuvieron conciencia ni respeto. Derribaron la mata y el ganado pisoteó toda la naciente del río y la mató. La montaña de arena desapareció”.

Ahora, Francisco y sus familiares evitan acercarse al área invadida, y si lo hacen, van armados. También se ocupan de la cuestión del agua potable, tan vital. Almacenan y decantan agua del río y con eso se bañan, se lavan, lavan los platos, cocinan. Y cada vez que van a la ciudad, a Autazes, buscan agua de un grifo público. “Tengo una hora de viaje, gasto ocho litros de gasolina para ir, 50 reales (diez euros). Y no todos pueden ir a buscar, muchos están bebiendo el agua del río”.

Sin los diez euros que necesitan para el viaje, sin las garrafas, muchos en la aldea beben agua contaminada, que tratan con hipoclorito de sodio (cuando el Gobierno les provee) y que provoca vómitos y diarrea, amebas y parásitos, hepatitis.

Campo y bueyes

Brasil es el mayor exportador de carne de res del mundo. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que un 80% de la pérdida de bosques en Brasil se relaciona directa o indirectamente con la ganadería. Francisco traduce estos números: “Ahí donde era mata y nosotros cazábamos, ya no hay más mata: hay campo y bueyes”.

La deforestación, que había bajado drásticamente durante los gobiernos de Lula Da Silva, ha vuelto a aumentar de forma descontrolada en la última década. La causa, como bien saben los mura, no es tanto el tráfico de madera sino la ganadería: ese es el primer uso que se da a las tierras deforestadas en Brasil porque es la forma más sencilla de conseguir ilegalmente un título de propiedad de la tierra.

Cuando los fazendeiros, los acaparadores de tierras o los madereros deforestan, la devastación es casi irreversible. En los últimos 30 años, de cada diez hectáreas de bosques primarios deforestados en la Amazonia Legal, seis se convirtieron en pastizales de baja productividad, tres fueron abandonados y solo una hectárea se convirtió en suelo agrícola productivo o infraestructura urbana. Y la devastación suele venir acompañada de pobreza y violencia.