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Saúl, deportado, tres días antes de su asesinato: “Siento que en Honduras me va a pasar algo”

“Mire en las noticias, a ver si sale muerto”. Fue la respuesta que Alexa (nombre ficticio) recibió de la policía hondureña el día en que denunció la desaparición de su hijo Osvaldo, de 13 años. Ella aún evitaba ponerse en lo peor. No sabía que pocas horas después estaría identificando el cuerpo sin vida del adolescente en la morgue.

A Osvaldo, como a tantos otros, le mataron las maras (pandillas), protagonistas de las altas tasas de homicidios en Honduras, El Salvador y Guatemala. Solo en 2015, se registraron entre sus fronteras un total de 5.148, 6.656 y 5.718 asesinatos, respectivamente. El último informe de Amnistía Internacional denuncia que el repunte de la violencia en los tres países del conocido como Triángulo Norte de Centroamérica ha jugado un papel clave en el aumento de las personas que huyen para pedir protección internacional. 

“La lucha entre las maras por el territorio ha creado unas líneas divisorias invisibles a lo largo de los países que la gente no puede cruzar, aunque su familia, su empleo o su escuela queden al otro lado”, explica la ONG.  Por eso escapan. El número de personas refugiadas y solicitantes de asilo procedentes de El Salvador, Honduras o Guatemala que presentaron nuevas solicitudes ha pasado de 8.052 en 2010 a 56.097 en 2015, según datos de Acnur. Un aumento del 597% en apenas cinco años. 

La historia de Alexa se esconde entre esas cifras porque ella también quiso huir. Escapó a México junto a sus otros dos hijos, donde consiguieron la condición de refugiados, pero apenas les dio tiempo a reconstruir su vida. Al año de llegar, la policía les detuvo en el estado de Veracruz. La madre había perdido los papeles que probaban que se les había concedido el asilo, y aunque los agentes podían haber hecho la comprobación en el sistema electrónico, según explica la hondureña a Amnistía Internacional, no lo hicieron. En diciembre de 2015 fueron deportados. 

Deportaciones “sin garantías”

Volvieron al mismo barrio, a su vida deshecha y a los mensajes de texto anónimos que les amenazaban de muerte. Nadie analizó si sus vidas corrían peligro antes de embarcarles en un avión de vuelta al país del que huyeron. “La falta de formación y orientación de las autoridades en las fronteras puede dar lugar a lo que, en la práctica, constituyen deportaciones de personas que pueden tener motivos para solicitar protección”, denuncia Amnistía Internacional. 

Entre 2010 y 2015 el número de personas deportadas desde México a El Salvador aumentó en un 231%, a Guatemala en un 188% y a Honduras un 145%, según la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado. Coincidiendo con el aumento de operaciones de control migratorio en las fronteras de México y Estados Unidos, las ONG no prevén que estos datos disminuyan en un futuro próximo. 

Mientras, los países centroamericanos afrontan el reto de proteger a aquellos que huyeron de su territorio bajo amenaza de muerte y que ahora se ven obligados a volver. Por el momento,  sin embargo, ninguno de sus gobiernos cuenta con un mecanismo para abordar las necesidades de protección de las personas deportadas. “Los gobiernos están fracasando en esto y se está exponiendo a muchas de estas personas a grandes peligros”, asegura Amnistía. 

Negar lo evidente

Las páginas del informe denuncian que las autoridades de los tres países del Tirángulo del Norte están negando lo evidente al omitir que la violencia es una de las principales causas del aumento en el número de personas refugiadas. “En lugar de eso, prefieren insistir en que la mayoría de la gente opta por partir en busca de mejores oportunidades económicas o para reunirse con familiares que ya han emigrado”, denuncia la ONG. 

Las conversaciones que Amnistía Internacional ha mantenido con migrantes y refugiados centroamericanos permiten comprobar cómo, detrás de los motivos aparentes, huyen por miedo a la violencia y a la inseguridad. Yolanda (nombre ficticio) quiere llegar a EEUU para reunirse con su madre, pero no escapa por el deseo de reunirse en sí, sino por el miedo a que la maten por haber sido testigo de un asesinato. Su caso, sin embargo, es consierado por las autoridades como un ejemplo de quien huye por deseos de reunificación familiar. 

Pero ni la pobreza, ni la falta de empleo y ni la separación familiar no son un fenómeno nuevo en ninguno de los tres países, según las estadísticas de las últimas décadas. “Lo que sí es nuevo es tener la tasa de homicidio más alta del mundo fuera de una zona de guerra: 108 por cada 100.000 habitantes (en El Salvador)”, insiste el informe, que relaciona de forma directa el fuerte aumento en la migración y las solicitudes de asilo con ese incremento de la violencia. 

Devueltos al lugar del que huyeron

Aumentan los asesinatos, con ellos las huidas y con las huidas, en la frontera, las deportaciones. Y vuelta a empezar. Mientras, en el particular círculo vicioso de migración en centroamérica, las autoridades aún no han implantado un protocolo de seguimiento del caso de las personas que vuelven a los barrios de los que escaparon, muchos, con la muerte en los talones. 

Cuando Saúl, de 35 años y padre de cinco hijos, contó su historia a Amnistía Internacional en julio de este año, aún tenía miedo. Poco antes le habían deportado desde México junto con su mujer, Ana, y sus cinco hijos. Entre los agujeros provocados por impactos de bala, el joven hondureño intentaba resguardarse en su casa y “salir lo menos posible”. “Estoy, cómo le digo..., en una zozobra. Me parece que va a volver a pasar algo, quizá a mi”, decía a la ONG.

Y le pasó. Apenas tres días más tarde le mataron a tiros en el barrio. “Su asesinato es un ejemplo de la violencia insoslayable de la que miles de personas tratan de huir, pero de la que no logran zafarse tras ser devueltas”, denuncia Amnistía. De vuelta en Honduras, Ana y sus hijos siguen viviendo entre agujeros de bala.