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Los bonos verdes de las empresas están autorregulados por dos lobbies de los propios emisores e inversores

Molino de viento en un parque eólico español.

Diego Larrouy

Los bonos verdes están de moda en las emisiones de deuda. Cada vez más empresas y organismos públicos, también en España, están acudiendo a este tipo de financiación que el año pasado supuso 160.800 millones de dólares (algo menos de 135.000 millones de euros) y para este año se prevé que alcancen los 250.000 millones.

Esta herramienta de emisión de deuda está ligada, en principio, solo a proyectos que estén relacionados con la lucha contra el cambio climático e impulsen estrategias medioambientalmente responsables. Aunque ha pasado casi una década desde que el Banco Europeo de Inversión emitiera por primera vez estos bonos, ha sido en los últimos años cuando han ganado más presencia. En España fue Iberdrola, en 2014, la primera en apuntarse y es la gran dinamizadora entre las empresas españolas. 

Las compañías han emitido en España bonos verdes por valor de 4.000 millones en lo que va de año. Supone casi alcanzar los niveles de 2017, cuando se superaron ligeramente los 5.000 millones, según los datos recogidos por la Climate Bonds Initiative (CBI). Se ha unido recientemente BBVA, el primer banco español en emitir estos bonos, al colocar 1.000 millones de euros. Además, ACS, Adif Alta Velocidad o incluso la Comunidad de Madrid han entrado este año en estas emisiones. Antes lo hicieron Gas Natural Fenosa, Ence, o Repsol.

David Ardura, directivo de la gestora de inversión Gesconsult, habla de una “macrotendencia” en los mercados. “Hace apenas dos años ningún inversor te preguntaba por los planes medioambientales de una empresa y ahora es lo más normal”, señala. El analista explica que realmente no hay diferencias en cuanto a rentabilidad o riesgo de estas emisiones respecto a las tradicionales. Cambia el nombre y los objetivos de esa financiación.

Pero en la actualidad el etiquetado verde de los bonos carece de legislación propia e independiente del resto de los bonos de deuda que puedan emitir las empresas que establezca certificaciones o un control sobre sus objetivos. Es una asociación internacional, la International Capital Market Association (ICMA), la que establece unas directrices “voluntarias” para que un bono tenga el apellido de verde.

Esta organización, registrada en la Comisión Europea como lobby, está compuesta por las entidades financieras, las empresas emisoras de estos bonos y los inversores, y ha establecido las bases de lo que debe ser un bono verde. Señala cuáles son las actividades susceptibles de estar incluidas, cómo debe comunicarse y qué procedimiento de transparencia e información seguir sobre el destino de los fondos. Esto incluye la contratación de auditores que den su opinión sobre los proyectos y su cumplimiento.

Ricardo Pedraz, responsable de finanzas verdes en Analistas Financieros Internacionales (AFI), reconoce que puede haber “cierto conflicto de intereses” puesto que quien contrata a estos auditores son los propios que emiten, pero señala que el marco de autorregulación “está funcionando realmente bien”. “Es un consenso de mercado”, subraya el analista de AFI, que participa como miembro observador en el ICMA. Ardura, de Gesconsult, también comparte que es un modelo que funciona. Ambos consideran que es una estructura que ha permitido que crezca este tipo de productos y que la autorregulación no tiene por qué ser mala, como se ve en otro tipo de servicios como las certificaciones ISO.

Si una empresa emite bonos verdes, pero incumple durante el proceso los principios de la ICMA, se enfrentará, únicamente, a “un riesgo reputacional significativo”, según apunta la organización, ya que se trata de directrices “voluntarias”. Es decir, se perdería la confianza en dicha empresa por parte de los inversores.

Sin embargo, la ICMA no es la única que establece los principios en los que se basan los bonos verdes. Hay otra, la ya citada Climate Bonds Initiative (CBI). Se trata de una organización, también registrada como grupo de presión en el portal de transparencia de Bruselas, que establece otras directrices y habla de bonos climáticos y no de bonos verdes, “yendo un paso más allá”, como apunta Pedraz. De hecho, de los 41.200 millones de dólares emitidos hasta mayo, solo ha certificado 1.700 millones. Un ejemplo de estas discrepancias fue, según señala Pedraz, que la CBI no admitiera como bono verde la emisión que hizo Repsol el pasado año.

A ello se suma, como apunta Pedraz, que haya países como China, el mayor emisor del mundo, que tiene distintos principios para considerar qué es un bono verde. En este sentido, un grupo de expertos de la Comisión Europea emitió en enero un informe con recomendaciones al ejecutivo comunitario sobre finanzas sostenibles entre las que se incluía la necesidad de crear una etiqueta europea y estándares oficiales para los bonos verdes con el fin de impulsarlos y de que logren su verdadero potencial. Estas medidas podrían llegar el próximo año, según anunció Bruselas en marzo.

Ambos analistas defienden que es un mercado que está creciendo y que son los propios inversores los que están forzando que se vayan sumando cada vez más empresas. “Hay mucha demanda pero poca oferta”, señala Ardura. Sin embargo, Pedraz reconoce que la existencia de una regulación permitiría “armonizar” las condiciones de los bonos verdes. 

En lo que se refiere a España, el CBI ve un importante potencial de crecimiento para el futuro en este tipo de emisiones. Sin embargo, en un informe publicado este año señala que la falta de apoyo público a las renovables es un freno para estas inversiones. Este organismo señala que España es el quinto país con mayor movimiento en este incipiente mercado financiero. Pedraz y Ardura concluyen que se irán sumando más empresas, especialmente las energéticas.

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