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Diabetes, neurastenias y gastroenteritis: las afecciones que arrasaron con los presos en las cárceles franquistas

Esther Ballesteros

Mallorca —
20 de septiembre de 2024 21:54 h

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“Todo el edificio olía a mugre. Los calabozos del patio eran repugnantes, allí se amontonaban presos sobre colchonetas puercas, tendidas en el suelo; algo más confortables las del piso superior. No se podía estar cerca de los retretes por su olor nauseabundo: ¿retretes?, habitaciones amplias con un surco contra la pared donde se alineaban los necesitados y por el cual circulaba agua”. Así narra su estancia en prisión Odón de Buen, considerado el fundador de la oceanografía española, quien en la primera década del siglo XX puso en funcionamiento el laboratorio de biología marina de Porto Pi (Palma), donde le sorprendió el estallido de la Guerra Civil.

Odón de Buen fue perseguido con saña por el franquismo y detenido por los militares sublevados contra la República. El comienzo de la Guerra Civil le pilló en su laboratorio de Palma, donde se había instalado unos días antes, y tras su arresto fue encarcelado en la prisión provincial de la ciudad, situada en un antiguo convento de los Capuchinos. Allí estuvo preso cerca de un año, pero le bastó para conocer las condiciones insalubres en las que convivían los reclusos. “Vi morir a uno de ellos a mi lado, escuchando con vivo dolor los desvaríos de su mente calenturienta”, relata en sus memorias. Se refería a Pedro Cañellas Sureda, vecino del municipio mallorquín de Santa Maria, quien ingresó en prisión procedente del vapor Jaume I, donde los presos se hacinaban en las más precarias condiciones sanitarias.

Tal como explica la historiadora Margalida Roig Sureda en su libro Les malalties als centres penitenciaris de Mallorca durant la Guerra Civil i la postguerra (2024, Lleonard Muntaner), la pésima situación en la que se hallaban los reclusos provocó que, poco a poco, estos fueran enfermando. “Las autoridades habían dispuesto a los prisioneros en las bodegas del barco. A medida que avanzaban los días se iban amontonando más y más hombres; no cabían, estaban muy estrechos, no tenían ni colchones para dormir”, señala Roig. Sin ventilación, sin espacio, sin las condiciones necesarias para limpiarse, eran el cóctel necesario para la propagación y aparición de enfermedades.

Las autoridades habían dispuesto a los prisioneros en las bodegas del barco. A medida que avanzaban los días se iban amontonando más y más hombres; no cabían, estaban muy estrechos, no tenían ni colchones para dormir

“El contagio por enfermedades estaba a la orden del día”

“El contagio por enfermedades estaba a la orden del día”, subraya la historiadora mallorquina, cuya investigaciones se enfocan principalmente en la sanidad durante la Guerra Civil. En el caso de la prisión provincial de Palma, donde fue recluido Odón de Buen, el recinto se llenó rápidamente de presos políticos.

En julio de 1936, Manuel Goded, recién proclamado comandante militar de Balears, había declarado el estado de guerra en las islas y había asumido el control absoluto de Mallorca y Eivissa. Desde ese momento, se desató una dura represión que ya había sido planificada meses antes del conflicto, como apunta, por su parte, el historiador Bartomeu Garí: la represión fue perfectamente ejecutada por falangistas, militares, autoridades civiles, redes clientelares de derechas, capellanes e, incluso, por familiares de las propias víctimas. En ese contexto, entraron en escena los campos de concentración y la utilización de los presos franquistas para erigir y acomodar las infraestructuras a los intereses de los golpistas.

No en vano, una nota oficial publicada en el Correo de Mallorca el 1 de diciembre de 1936 advertía: “No se mantendrá en las cárceles, hacinados y ociosos, a los enemigos de España. Quedan muchas carreteras por hacer para permitir este lujo. Han robado mucho oro para tratarles con tanta fineza. En Mallorca ya se está empezando”. Con Palma como punto estratégico en el desarrollo de la guerra al servir de base naval y aérea de las tropas franquistas, las autoridades comenzaron a habilitar distintos espacios de la ciudad -y del resto de Balears- para utilizarlos como cárceles y depósitos de detenidos. 

Una nota oficial publicada en el Correo de Mallorca el 1 de diciembre de 1936 advertía: 'No se mantendrá en las cárceles, hacinados y ociosos, a los enemigos de España. Quedan muchas carreteras por hacer para permitir este lujo. Han robado mucho oro para tratarles con tanta fineza. En Mallorca ya se está empezando

“Si España se convirtió en una inmensa prisión, Mallorca lo fue por partida doble a raíz de su condición insular y la cantidad de campos que marcaron toda su geografía”, señala el también historiador Jaume Claret Miranda en el prólogo al libro Esclaus oblidats. Els camps de concentració a Mallorca, de Maria Eugènia Jaume i Esteva (2019, Documenta Balear), uno de los últimos trabajos llevados a cabo en torno a estos centros de reclusión. 

Mallorca, un lugar de “miedo” y represión

La investigadora señala que la isla fue un lugar donde la represión y el miedo fueron fuertemente aplicados en amplios sectores de la sociedad: “Humillaciones públicas, muertes, aprisionamientos... Fueron muchas las personas que acabaron eliminadas”. Los que no fueron asesinados, señala, fueron encerrados en prisiones donde sufrieron toda clase de torturas y otros terminaron en los campos de concentración: “Serían los encargados de construir el nuevo Estado”.

Como explica Roig Sureda, conforme avanzaba la contienda se incrementaba el número de enfermos, ya fuese de forma directa por la violencia de la guerra, como en el caso de los bombardeos, por la decadencia de la higiene y la alimentación. En este contexto, el Hospital Provincial fue la institución encargada de recibir a los presos enfermos, tal como señala José Tomás Monserrat en su libro Médicos y sociedad. Mallorca, 1936-1944 (El Tall editorial) y recoge la historiadora. Sin embargo, la carencia de recursos y de atención institucional azotó el hospital, a lo que e sumó la depuración que sufrió el cuerpo sanitario por la cual “muchos de los profesionales fueron apartados de sus trabajos e, incluso, enviados a la prisión por sus vínculos con el republicanismo”.

Conforme avanzaba la contienda se incrementaba el número de enfermos, ya fuese de forma directa por la violencia de la guerra, como en el caso de los bombardeos, por la decadencia de la higiene y la alimentación

En la prisión provincial, Odón de Buen observaba lo que sucedía a su alrededor. La Real Academia de Historia señala que, tras ser encarcelado por las autoridades militares, el hecho de que su hijo Sadí de Buen —médico e investigador que había llegado a ser jefe del Servicio Antipalúdico de España— fuera asesinado en Córdoba al comienzo de la contienda, debilitó su ánimo y agravó su enfermedad (sufría cataratas y una fuerte diabetes). A finales de septiembre de 1963, fue diagnosticado de 'diabetes sacarina' y, en octubre de ese año, vio cómo ingresaban a Antonio Espina, gobernador civil en el momento del golpe de estado.

'Vagotonismo' y neurastenias

Como relataba Espina y hace constar Roig Sureda, Espina ingresó una noche procedente de la prisión que se había instalado en la Batería de Sant Carles “porque se había intentado suicidar”. “Desgraciadamente, los archivos nos indican que, pese a ser cierto el episodio del intento de suicidio, no sería la causa de su primer ingreso en octubre de 1936”, prosigue la historiadora: el diagnóstico de aquel día fue 'vagotonismo', definida como una enfermedad genética del nervio vago.

Un año después, ambos continuarán detenidos y, de nuevo en el hospital, Espina sería diagnosticado de 'neurastenia'. En el registro se anotó que debía ser enviado al manicomio. Otros presos tuvieron que ser atendidos por infecciones intestinales, íntimamente relacionadas con la alimentación y con complicaciones como la gastroenteritis o las obturaciones del sistema digestivo, la receta para los cuales era un cambio de dieta que no podían obtener en los centros penitenciarios. “Los condenados a dieta se lamentaban de que no los alimentaban lo suficiente y aún intentaban burlar la prescripción médica sacando golosinas, atentatorias a su salud”, escribe Odón en sus memorias.

Otros presos tuvieron que ser atendidos por infecciones intestinales, íntimamente relacionadas con la alimentación y con complicaciones como la gastroenteritis o las obturaciones del sistema digestivo, la receta para los cuales era un cambio de dieta que no podían obtener en los centros penitenciarios

Can Mir, una de las prisiones más trágicas y oscuras

Mientras tanto, a mediados de 1936, un almacén de maderas situado en las céntricas Avenidas de Palma –desde donde la ciudad comenzó a expandirse tras el derribo de las murallas renacentistas que la cercaban hasta bien entrado el siglo XX– se convirtió en una de las prisiones más oscuras y trágicas de la represión franquista en Mallorca. Ubicada en el mismo lugar donde en la actualidad se levanta la popular sala Augusta –a la cárcel de Can Mir se entraba por el mismo acceso que cada año atraviesan miles de cinéfilos–, albergó durante cinco años a más de 2.000 presos, la mayoría vinculados a asociaciones obreras y partidos de izquierdas. La nave, de unos mil metros cuadrados, llegó a confinar al mismo tiempo, en un “ambiente nauseabundo”, a 1.004 prisioneros “dando incesantes vueltas por aquel antro”, como dejó constancia uno de los internos que permaneció tras sus rejas, el músico, escritor y político Lambert Juncosa.

Can Mir, próxima a la estación del tren de Sóller y a la prisión provincial, esta última instalada en el convento de los Capuchinos, se convirtió en una de las cárceles más sombrías de la isla: sin apenas contacto con el exterior, los presos convivían sin ninguna condición higiénica ni sanitaria, bajo un frío extremo en invierno, con una nube permanente de polvo planeando sobre ellos, sometidos a una extrema presión psicológica y prácticamente en penumbra, porque las bombillas, en torno a las que revoloteaban los murciélagos, apenas iluminaban y los ventanales situados en la parte superior tampoco dejaban traslucir la claridad.

En el caso de Odón de Buen, tras un año de prisión y tras llevar a cabo diversas gestiones del Gobierno de la República, se consiguió su canje por la hermana y la hija (Pilar) del general Primo de Rivera, amigo suyo desde la niñez. Pasó a Barcelona, donde se le nombró presidente del Consejo Superior de Cultura, y, finalizada la guerra, residió durante un tiempo en la localidad francesa de Banyuls sur Mer, donde el 17 de agosto de 1940 comenzó a escribir sus memorias.