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20 AÑOS DE LA INVASIÓN DE IRAK

Las consecuencias de la guerra de Irak que llegan hasta hoy

Tropas estadounidenses en la plaza del Paraíso de Bagdad el 9 de abril de 2003 derriban una estatua de Sadam Hussein
19 de marzo de 2023 21:57 h

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La invasión de Irak impulsada por Estados Unidos –con el apoyo de Reino Unido y España, entre otros– abrió la caja de los truenos en el país y en parte de la región. Fue una guerra preventiva -basada en un 'por si acaso'-, fuera de la legalidad, sin mandato de Naciones Unidas y justificada con tergiversaciones y mentiras. La impunidad con la que se llevó a cabo y la escasa rendición de cuentas posterior -ninguno de los responsables ha sido juzgado y la mayoría de los crímenes han quedado impunes- sentaron un precedente que sirve de excusa para violaciones actuales y condicionan las relaciones internacionales hasta hoy.

En mayo de 2003, semanas después del inicio de los bombardeos contra Irak y con el régimen de Sadam Hussein ya desplomado, el presidente Bush ofreció un discurso a bordo del USS Lincoln en el que anunció el fin de los grandes combates. Sin embargo, la guerra no había hecho más que empezar.

Las cicatrices de Irak, junto con la crisis de 2008, explican en gran parte el huracán político vivido en Estados Unidos.

Las semanas de intensos bombardeos estadounidenses iniciados el 20 de marzo de 2003 provocaron varias matanzas de civiles –fui testigo del ataque al mercado Al Shaab en Bagdad, con al menos 27 muertos, la mayoría mujeres y menores– y llenaron los hospitales de heridos. A falta de espacio, los doctores realizaban operaciones quirúrgicas incluso en el suelo de los pasillos de los centros médicos, cuyos jardines se convirtieron en cementerios improvisados. Las morgues recibían cientos de cadáveres diarios.

Los saqueos permitidos

Los días siguientes a la ocupación, con el régimen ya derrumbado y el dictador en paradero desconocido –sería posteriormente ahorcado, tal y como Bush había deseado públicamente: “Sadam Hussein debería morir”– se produjeron saqueos en varias ciudades iraquíes, ante la inacción de las tropas estadounidenses. Tiendas, edificios públicos, palacios presidenciales o museos fueron objetivo de robos, abordados por masas de gente consciente del vacío de poder.

La Biblioteca de Bagdad, que albergaba algunos de los manuscritos más antiguos del mundo, ardió ante la mirada impasible de los soldados ocupantes. Presencié los intentos frustrados de un bibliotecario que llenó y vació de agua un pequeño caldero una y otra vez, con el fin de apagar el fuego. A tan solo unos metros varios militares estadounidenses apostados con un tanque observaban la tragedia. Cuando algunas personas les preguntaron si podían ayudar a sofocar el incendio, contestaron que tenían orden de no intervenir.

Aquellos saqueos marcaron el inicio de una era de violencia y caos. Estados Unidos prohibió el partido de Sadam Hussein -el Baaz-, expulsó a sus afiliados de sus empleos y desmanteló las estructuras del ejército iraquí y de la policía, sin contemplar una opción de futuro para más de 400.000 hombres con formación y experiencia militar que en muchos casos pasarían a engrosar las filas de la resistencia armada contra la ocupación.

La guerra ha dejado un Irak fragmentado, empobrecido y dominado por la corrupción y las armas

Los crímenes

Enseguida comenzaron los ataques indiscriminados a población iraquí, los arrestos arbitrarios, las intimidaciones públicas. Los hermanos Jamal y Yaroub Alí –cuya historia relaté en el libro El hombre mojado no teme la lluvia, entonces con seudónimo para ellos por razones de seguridad– fueron dos de los miles de hombres y mujeres arrestados sin cargos y sin juicio.

A menudo los soldados estadounidenses entraban en viviendas privadas en plena noche, tumbando la puerta a patadas, para llevarse a alguien, que desaparecía durante meses, años o para siempre. Jamal Alí, por ejemplo, pasó por varias prisiones clandestinas, entre ellas Camp Bucca. Sufrió torturas, humillación y vejaciones sin saber nunca de qué se le acusaba.

La ocupación, sus crímenes, el maltrato a la población y la llegada de decenas de miles de mercenarios de ejércitos privados y de contratistas que buscaban dinero fácil en la reconstrucción de lo recién destruido fueron el caldo de cultivo en el que surgió la resistencia armada iraquí contra las tropas extranjeras.

El apoyo a milicias y las torturas

A ello se añadió la política de alianzas que Washington fue tejiendo o rompiendo, según el momento, con grupos enfrentados entre sí, contribuyendo al descontrol de las armas. Primero favoreció a líderes chiíes, que controlaban el Gobierno del país, y dio cobertura a milicias policiales que sembraron el terror. Todas las semanas aparecían cadáveres en las calles con orificios de bala en la cabeza, pies o pulmones, huesos rotos, piel arrancada o signos de descargas eléctricas.

Posteriormente Estados Unidos creó en Irak un ejército paralelo al oficial, integrado por miembros de la resistencia suní principalmente. Les entregó armas y un sueldo mensual a cambio de luchar contra Al Qaeda, con la promesa -incumplida- de que posteriormente podrían entrar a formar parte de los cuerpos de seguridad iraquíes. Washington terminaría retirando su apoyo económico a esas brigadas y los integrantes de las mismas pasaron a operar con sus propios objetivos.

La normalización de los abusos de EEUU en Irak provocó una enorme reacción social contra la ocupación militar.

Hubo matanzas y violaciones a mujeres cometidas por las tropas estadounidenses que fueron conocidas en todo el mundo, como la masacre de Haditha en 2005 perpetrada por marines, en la que murieron al menos 15 civiles, la mayoría mujeres y niños. La normalización de los abusos provocó una enorme reacción social.

En los centro de detención algunos presos se empaparon de las doctrinas más extremistas y desvirtuadas del Islam. En la cárcel bajo mando estadounidense de Camp Bucca, donde las torturas estuvieron a la orden del día, fue arrestado en 2004 Abu Baker Al Bagdadi, procedente de Faluya, ciudad iraquí duramente golpeada por las fuerzas de ocupación, que bombardearon viviendas, mercados, escuelas, hospitales y emplearon fósforo blanco, un armamento letal que abrasa la piel de sus víctimas. Tras su paso por esa prisión, Al Bagdadi se convertiría en 2010 en el líder del Estado Islámico de Irak.

El sectarismo, el ISIS, la fragmentación

El infierno surgido en Irak se extendió a Siria tras el estallido de las revueltas en aquel país en marzo de 2011. El Estado Islámico iraquí envió una delegación a su país vecino en agosto de 2011, cuando la guerra civil siria ya estaba en marcha. Año y medio después, Al Bagdadi anunciaría la creación del Estado Islámico de Irak y Levante –el ISIS o Daesh– que en 2014 tomó varias ciudades iraquíes sin apenas resistencia. En sus filas confluyeron yihadistas y antiguos oficiales de las fuerzas del laico Baaz iraquí, unidos por un objetivo común.

La lucha contra el Daesh por parte de ejércitos regionales y de la coalición internacional supuso otro capítulo más en la perpetuación de una guerra con ecos que llegan hasta hoy, y cuyas consecuencias afectaron a varios países de la región. Irak se convirtió en un territorio marcado por la corrupción y la violencia, plagado de milicias armadas y con una grave fragmentación social.

“No hay día que no sueñe con los horrores que hemos vivido en esta guerra”, confiesa el iraquí Yaroub Alí

La imposición por Estados Unidos del sistema Muhasasa en 2003 contribuyó a las tensiones sectarias. Dicho modelo determina el reparto del poder político iraquí a través de cuotas en función de las diferentes confesiones religiosas o de las procedencias étnicas, una dinámica que perdura hasta hoy: el presidente debe ser kurdo, el primer ministro chií y el portavoz del Parlamento, suní. Del mismo modo se establecen porcentajes en la formación del Consejo de ministros.

Desde 2003 hasta ahora cientos de miles de iraquíes murieron a causa de la violencia y millones se han visto obligados a desplazarse o a exiliarse. Muchos de ellos se asentaron en Siria, donde a partir de 2011 sufrirían de nuevo otra guerra. A pesar de que Irak es uno de los países del mundo con más reservas de petróleo y gas, un tercio de su población vive en la pobreza, el 35% de la juventud sufre desempleo, sigue habiendo cortes de luz a diario, las mujeres están atravesadas por la falta de libertad, y la corrupción impera en todos los sectores, según Naciones Unidas.

La guerra produjo un aumento de la militarización en el mundo, con un enorme gasto en Defensa y nuevos conflictos

Gran parte de los iraquíes sufren traumas y secuelas psicológicas. “No hay día que no sueñe con los horrores que hemos vivido en esta guerra”, confiesa al otro lado del teléfono el iraquí Yaroub Alí. “En estos veinte años hemos padecido la muerte de seres queridos, la ocupación y con ella corrupción, robo de las riquezas del país, división, bajo nivel en la sanidad y en la educación, represión, violencia”.

En 2019, cuando miles de jóvenes salieron a las calles protestando contra la situación económica y el sistema sectario, las fuerzas de seguridad contestaron con una enorme represión. Más de 400 manifestantes murieron y miles resultaron heridos.

La extensión de la militarización

Otra de las consecuencias de aquella invasión ilegal fue el aumento de la militarización en el mundo, con un llamativo aumento del gasto estadounidense en Defensa. Tras la fase de bombardeos, bautizada Operación Conmoción y Pavor, varios países -entre ellos, España- enviaron tropas militares a Irak en 2003 para dar apoyo a EEUU y Reino Unido, dedicando dinero, soldados, riesgos y esfuerzos. A partir de 2004 la OTAN como tal asumió su primera misión en aquel país ocupado de forma ilegal.

También en 2004 la Alianza Atlántica abordó la mayor ampliación de su historia, con la adhesión de siete países de Europa del Este. En los años siguientes participó en el envío de más tropas a Oriente Medio y en nuevas guerras como la de Libia en 2011, cuyas secuelas siguen golpeando hoy día a la población local.

Washington, por su parte, amplió sus bases militares. Solo oficialmente el Pentágono reconoce más de 500 fuera de EEUU, repartidas en al menos 45 países. Tanto Estados Unidos como otros integrantes de la OTAN también proporcionaron armas a grupos involucrados en varias guerras de Oriente Medio y a países que violan los derechos humanos, como Arabia Saudí, que ha bombardeado a población civil en Yemen.

Veinte años después, la cultura de paz permanece demasiado arrinconada

Las repercusiones de la guerra de Irak han afectado a la credibilidad de EEUU ante el llamado Sur Global y han contribuido a crear una crisis de identidad interna en la potencia occidental. Las cicatrices de Irak -que muchos militares veteranos comparan ya con las de Vietnam-, junto con la crisis económica de 2008, explican en gran parte el huracán político vivido en Estados Unidos en los últimos años. Andrew Bacevich, profesor de la Universidad de Boston, exmilitar y exdiplomático, es una de las múltiples voces que sostienen esta tesis. Hace unos días escribía en el Boston Globe que “si no hubiera sido por la guerra de Irak, Trump probablemente nunca se habría convertido en presidente”.

En 1971, la filósofa Hannah Arendt asignó la responsabilidad de la guerra de Vietnam, que aún estaba en curso, a lo que denominó “engañadores autoengañados”, es decir, a dirigentes, funcionarios y cronistas que crearon o difundieron las mentiras, las medias verdades y las tergiversaciones para justificar aquel conflicto.

Las lecciones no fueron aprendidas y en 2003 otra oleada de “engañadores autoengañados” aseguraron que la invasión de Irak sería breve, limpia y exitosa. En su lugar, resultó ser un enorme fracaso con un elevado coste en vidas y en sufrimiento, con un Irak destrozado y más dominado por el vecino Irán.

Veinte años después, la cultura de paz permanece arrinconada y cabe preguntarse si se han desplegado los mecanismos necesarios para que las riendas del planeta no las lleven “engañadores autoengañados” que presentan la vía militar como el único camino posible.

No es fácil transmitir el dolor que provoca una guerra y que perdura durante generaciones. Y, sin embargo, es el dolor la unidad de medida más exacta para determinar los porqués y explicar sus consecuencias .

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