A Elena Vargas le quitaron su hija después de cobijarla y amamantarla toda la noche. Solo esa primera noche la tuvo entre sus brazos. Por la mañana, llegó un doctor y se la llevó. Luego le dijeron que su pequeña recién nacida estaba muerta, pero ella no lo creyó. Nadie le dio ni un certificado ni le mostraron el cuerpo. Cuenta que llegó a su casa tras recibir la noticia y la leche le corría por los pechos: “Por eso yo creía que estaba viva”, dice.
Elena Herrera vive en Santiago de Chile y ahora tiene 62 años. Dio a luz a su primera hija el 25 de noviembre de 1975 en el Hospital Félix Bulnes de la capital chilena. Tenía 15 años. “Me dieron el alta y cuando fui a preguntar por mi bebé, nunca más la vi ni supe de ella”, dice.
En Chile, más de 20.000 bebés y niños fueron adoptados por familias extranjeras durante la dictadura militar y, según la Corte de Apelaciones de Chile, al menos 8.000 de esas adopciones podrían ser ilegales. Aunque hay registro de estas prácticas a partir de los años 60, fue durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), iniciada con el golpe de Estado que este sábado se conmemora en Chile, cuando más casos se registraron. Un modus operandi que se consolidó como parte de una estrategia nacional aplicada por la dictadura para reducir la pobreza infantil sacando del país a los niños más necesitados.
Como las otras madres que pasaron por lo mismo, Elena se quedó sin la pequeña Laura Elena y sin documentos que acreditaran su parto o la defunción de la pequeña. El miedo que instauró la dictadura hizo el resto: “Nunca sentí muerta a la niña, pero en aquel tiempo no se podía hablar y todo me lo fui guardando. Seguí la vida como pude”, cuenta. No fue hasta hace 13 años, en medio de un trámite administrativo, cuando supo que su hija estaba inscrita en el Registro Civil: “Aparece que yo la registré cuatro días después de que ella supuestamente falleciera, pero la firma del documento no es la mía. Yo nunca firmé ese papel”.
“Era un negocio”
Marisol Rodríguez es portavoz y fundadora de Hijos y Madres del Silencio (HMS), organización que apoya a las víctimas de adopciones ilegales y tráfico de niños en Chile. Busca a una hermana nacida entre julio y agosto de 1972 en el Hospital J.J Aguirre de Santiago: “Suponemos que es una niña porque eso le dijeron a mi mamá, pero nunca tuvo oportunidad de verla”. Tampoco recibió certificado de defunción y también le dijeron que no podía ver el cuerpo de la pequeña porque se reservaba para estudio. “Jamás hubo una respuesta respecto a ese estudio, no hay antecedentes ni fichas en los hospitales. Muchas mujeres saben de sus hijos mientras gestionan algún trámite en el Registro Civil porque el hijo aparece como inscrito”, dice Marisol.
Ester Herrera supo que fue adoptada por su madre una tarde, cuando escuchó una conversación entre ella y un tío en la que recordaban su llegada recién nacida. Tenía entonces 15 años y quedó en shock: “No supe mucho más. Mi mamá adoptiva no tenía información sobre mi madre biológica. Cuando traté de indagar mi madre me contó que había conocido una partera o enfermera que fue la persona que le ofreció traerle un bebé y que llegó conmigo y con la documentación para poderme inscribir”.
Hoy tiene 40 años y aunque ha vivido siempre en Santiago dice que “no tiene la certeza” de haber nacido ahí, en la desaparecida Clínica Lira, un 17 de julio de 1981, tal y como aparece en su certificado de parto, que consiguió años después: “Ese documento fue adulterado porque aparece el nombre de mi madre adoptiva y de ahí en adelante toda mi documentación es falsa. La inscripción se hizo como si yo hubiese sido hija legítima de mi madre no biológica. Le entregaron a ella este documento para que pareciera todo perfectamente legal”. Su caso responde a la figura de los llamados “apropiados” porque la información es falsa desde el primer registro y tampoco cuentan con un expediente de adopción a partir del cual buscar a la madre biológica.
En los casos de adopción, el circuito comenzaba con la sustracción después del parto o en guarderías infantiles, que supuestamente ofrecían apoyo para que las mujeres pudieran trabajar. Una vez ahí, se producía la sustracción y se les decía a las madres que no volverían a ver a sus hijos.
Según explica el subprefecto Roberto Gaete, que dirige la Brigada Investigadora de Delitos Contra los Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones (PDI), a cargo de indagar estos casos, una asistenta social emitía un informe asegurando que la madre había abandonado al bebé o que no tenía las condiciones para cuidarlo y que era apto de ser adoptado. El documento se presentaba ante un tribunal de menores –con el que había un acuerdo previo– y lo entregaba a una familia “como medida de protección que muchas veces no era una adopción como tal, sino una autorización para sacarlo del país”.
La participación de los funcionarios de salud (asistentas sociales, matronas, médicos, etc.) fue clave para sustraer bebés, pero para completar el proceso también estuvieron implicados jueces, autoridades migratorias, notarios y personal ligado a la Iglesia. “Era un negocio para todos porque lo que cobraban a los padres adoptivos era una cantidad muy alta, también a ellos los engañaban y les pedían mucho más dinero de lo que salía una adopción en Chile”, añade Marisol Rodríguez.
Tanto en las adopciones ilegales como para las apropiaciones, el perfil de las madres afectadas siempre fue muy específico: “Eran personas jóvenes, menores de edad y en condición de vulnerabilidad, que no podían hacer ninguna gestión por desconocimiento, ignorancia o porque estaban solas”, apunta Gaete. Según los datos de sus investigaciones, la mayoría de los recién nacidos salieron de zonas rurales y campesinas como La Araucanía, Concepción y San Fernando, todas ellas en el sur de Chile, y los principales destinos fueron países europeos como Suecia, Francia, Italia y en menor proporción Holanda y Dinamarca. “En España hay casos, pero pocos”, dice el policía.
Los obstáculos
Unos 700 casos vinculados a sustracciones o robos de bebés se están investigando actualmente en Chile. Sin embargo, hay miles de personas que buscan a sus familiares. La organización HMS contabiliza en sus registros más de 12.000. Desde su fundación, en 2014, cuando se revelaron en la prensa los primeros, han facilitado más de 250 encuentros. A pesar de los avances que, según el subprefecto Gaete, ha habido en la investigación, incluso considerando las dificultades de la pandemia, el juez a cargo de estos casos, Jaime Balmaceda, aún no ha formulado ninguna acusación.
Las personas afectadas esperan desde hace años una respuesta de la justicia, pero varios obstáculos dificultan la indagatoria. “En muchas ocasiones no hemos podido encontrar los documentos porque en aquella época todo era manual y escrito en libros y este material ha sido eliminado en los hospitales y servicios públicos que, por ley, guardan la documentación no más de 15 años. Además, los involucrados ya tienen más de 70 años y están falleciendo”, dice Gaete. El trabajo se desarrolla ahora en dos direcciones: determinar los responsables de los hechos y localizar dónde están los hijos e hijas adoptados de manera irregular.
“No pierdo la esperanza”
En septiembre de 2018, la Cámara de Diputados creó una comisión específica para investigar las adopciones irregulares. Un año después, la instancia publicó un informe que concluye “no es posible otorgar a ciencia cierta un número de personas adoptadas ilegalmente [...] debido a la inexistencia de registros que den cuenta de adopciones a nivel nacional (solo se tiene registro de adopciones internacionales)”. Además, subraya que “el reclamo sobre una violación sistemática a los derechos humanos por parte del Estado está debidamente fundamentado”. Los parlamentarios consideraron acreditada la “participación de agentes del Estado en diversos momentos del proceso de entrega ilegal de niños y niñas” y recalcaron que “mediante engaño y dolo, se apropiaron indebidamente de niños y niñas”. Para ellos, las conductas de estos agentes “condujeron a la desaparición forzada de personas” y vulneraron el derecho a la identidad.
“Para mí es súper importante saber de donde vengo, es vital para poder cerrar el círculo que se abre cuando empieza la incertidumbre de preguntarte de dónde provienes”, dice Ester Herrera, que lleva siete años buscando a su madre. Se ha hecho varias pruebas de ADN, ha viajado para buscar indicios e incluso publicó una carta dirigida a ella en los medios: “Tengo... muchos sueños por alcanzar. Uno de ellos es conocerte. No te asustes, solo quiero mirarte a los ojos y descubrir una parte de mí en ellos”, le escribió. No pierde la esperanza, dice, pero sus expectativas son bajas.
Elena Vargas comenzó una búsqueda intensa hace cinco años, cuando se integró en HMS y se convirtió en activista de su propia causa: “He salido a manifestaciones, estuvimos en el Congreso para exponer nuestros casos y me hice pruebas de ADN porque siempre creí que ella está en algún lugar”, cuenta. Aunque hasta ahora no ha tenido señales de Laura Elena, no pierde la esperanza: “Los milagros existen”.