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Una obsesión por las falsificaciones religiosas y dos asesinatos: los engaños del hombre que escribía como Emily Dickinson

Mark Hoffman, uno de los mayores falsificadores de todos los tiempos

Agustina Larrea - elDiarioAR

23 de enero de 2021 15:30 h

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De madrugada y en silencio para que su mujer y sus hijos no lo oyeran, Mark Hoffman repasó los elementos tal como había leído: tubos, pólvora, cinta aislante, clavos, una batería, un interruptor de mercurio (tiempo después se sabría que aprendió a construir bombas con un ejemplar extraño que consiguió de El libro de recetas del anarquista; amaba los libros y los coleccionaba desde pequeño y su interés por la química lo acompañaba desde la adolescencia). 

Con los dos objetos que iban a detonar horas después, dos bombas poderosas, subió a su auto. Dejó uno en la puerta de una residencia imponente, intentando que nadie lo viera. Volvió a su casa, siguió un rato más revisando no dejar rastros en su sótano y salió otra vez para dejar el segundo explosivo en la puerta de unas oficinas del centro de la ciudad estadounidense de Salt Lake City.

La noticia se supo después: las víctimas fatales de los atentados fueron un coleccionista de documentos antiguos llamado Steven Christensen y Kathy Sheets, la esposa de un ex empleador de Christensen, que se encontró con un paquete sospechoso en la puerta de su casa y quiso saber de qué se trataba.

Con esas dos explosiones y una tercera, que dejó herido al propio Hoffman, quien en un intento por buscar una forma de que no lo vincularan como autor de los dos asesinatos fue víctima de sus propias armas, en 1985 se comenzó a desvelar la historia de ese hombre, hasta entonces tímido y misterioso. Las investigaciones fueron arduas, pero llevaron a que el mundo pudiera conocer a uno de los máximos falsificadores literarios de todos los tiempos.

Las víctimas fatales de los atentados fueron un coleccionista de documentos antiguos llamado Steven Christensen y Kathy Sheets, la esposa de un ex empleador de Christensen, que se encontró con un paquete sospechoso en la puerta de su casa

Vida entre mormones 

Mark Hoffman nació y se crió en Salt Lake City, Utah, uno de los distritos más religiosos de los Estados Unidos. De hecho, creció vinculado con la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (SUD), fundada por el estadounidense Joseph Smith en 1830, porque sus padres y sus abuelos eran mormones fervientes.

De adolescente se destacaba por una pasión: coleccionaba monedas. También le interesaban la electrónica, la magia y el trabajo con el metal. De hecho, tanto trabajó y sofisticó su técnica con ese elemento que con 14 años llevó adelante la primera de una larga lista de fraudes: llegó a falsificar una moneda y logró venderla entre coleccionistas experimentados.

Mientras crecía, en Hoffman iba aumentando el enojo contra las autoridades de su iglesia. Los veía contradictorios, autoritarios, sentía que no lo representaban, según señaló muchos años después. Sin embargo, siguió formándose dentro de su comunidad, se destacó como un joven religioso y hasta fue enviado como misionero de su iglesia a la ciudad de Bristol, en Inglaterra, por dos años.

Durante su estancia en el Reino Unido, con apenas 19 años, se dedicó a algo a indagar en librerías de textos religiosos, algo que con el tiempo se convertiría en una enorme obsesión. Investigó sobre el mormonismo, encontró libros a favor y otros que eran críticos de la fe que profesaba su familia.

De regreso a su país ingresó a la Universidad de Utah para estudiar medicina. En paralelo, hacía pruebas químicas en su casa, visitaba anticuarios y lugares donde hubiera libros antiguos, revisaba cualquier texto religioso que cayera en sus manos. En 1979, se casó con Dorie Olds, con quien tuvo cuatro hijos.

En medio de esta vida en apariencia corriente, Hoffman empezó a investigar un método químico en el sótano de su casa con tintas. Quería buscar la manera de que, sobre papeles también fabricados por él, se viera tan antigua como las escrituras que tanto lo intrigaban.

Así se introdujo lentamente primero en el mundo de la holografía y luego en el de la falsificación y venta a gran escala. 

Entre las primeras víctimas de sus estafas estuvieron las autoridades mormonas de su comunidad, esas que en su primera juventud habían despertado sospechas en Hoffman.

Hoffman empezó a investigar un método químico en el sótano de su casa con tintas. Quería buscar la manera de que, sobre papeles también fabricados por él, se viera tan antigua como las escrituras que tanto lo intrigaban.

En 1980, el falsificador anunció que haciendo una minuciosa investigación había encontrado una auténtica gema para los miembros de su iglesia. Según afirmó, dentro de una Biblia del Rey Jacobo del siglo XVII detectó un papel doblado que parecía ser un documento con caracteres egipcios que fueron tomados por Smith para lo que luego se convirtió en el Libro de Mormón.

Después de mandar a revisar el hallazgo con los mayores especialistas en las escrituras mormonas, la iglesia se lo compró a Hoffman por 20 mil dólares. 

A partir de entonces, aunque él empezó a actuar en las sombras, la saga siguió con más escrituras apócrifas, supuestas cartas, declaraciones del fundador de la Iglesia, documentos relevantes, que el falsificador, detallista extremo a la hora de fabricarlos, iba vendiendo a fieles que luego donaban a su comunidad. 

Mientras tanto, trabajaba como vendedor de libros antiguos, iba a subastas, se contactaba con coleccionistas y perfeccionaba su técnica.

Llegó así a hacer circular y vender por miles de dólares varios documentos supuestamente relevantes para el Movimiento de los Santos de los Últimos días –hasta hoy es incalculable lo que recaudó y cuántos textos religiosos falsificó en total–, como la llamada Carta Salamandra y unas cartas que supuestamente había escrito la madre del fundador de la iglesia. Nadie sospechaba y cada vez que aparecía un nuevo hallazgo la Iglesia lo anunciaba con entusiasmo.

Para seguir sin levantar sospechas, Hoffman continuaba con su negocio como anticuario, mientras que su colección de libros se incrementaba. Estaba especialmente interesado en conseguir primeras ediciones; llegó a gastar miles de dólares en tomos incunables y a endeudarse por eso.

Pese a que había llegado a recaudar buen dinero con la venta de sus creaciones falsas, las deudas de Hoffman seguían en ascenso y también los problemas: se comprometía a entregar distintos materiales, pero luego no tenía tiempo para terminar de falsificarlos. Entonces los interesados le hacían adelantos de dinero y, cuando empezaban a insistir para que les entregara el material, el falsificador daba vueltas.

Por esos días, además de los escritos religiosos, Hoffman ofrecía reliquias escritas por grandes personajes de los Estados Unidos. Entre otros, llegó a negociar con las autoridades de la biblioteca del Congreso de su país por el presunto hallazgo del Juramento de un hombre libre de 1639, un documento histórico que se encontraba perdido. La venta nunca se concretó. 

Hoffman continuaba con su negocio como anticuario, mientras que su colección de libros se incrementaba. Estaba especialmente interesado en conseguir primeras ediciones; llegó a gastar miles de dólares en tomos incunables y a endeudarse por eso.

Para intentar ganar algo de dinero fácil, llegó a ofrecer entre coleccionistas y fieles una supuesta colección de escrituras de William E. McLellin, uno de los primeros apóstoles mormones que finalmente rompió con la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Hoffman aseguraba que esos documentos herían la buena reputación de SUD, por lo que era importante que alguien los mantuviera al resguardo. Unos coleccionistas se ofrecieron a comprar esos escritos, pero Hoffman demoraba la entrega, hasta que empezaron a desconfiar de él.

Cuando sus trucos estuvieron a punto de ser descubiertos, el falsificador decidió fabricar aquellas dos bombas poderosas y asesinó a dos personas. Poco después la policía encontró las pruebas de sus engaños en el sótano de su casa y el caso terminó en un juicio resonante.

Por la perfección en el trazo y los materiales usados, incluso a los peritos más experimentados les costó detectar, cuando se juntó la prueba, cuáles de todos los documentos reunidos para las audiencias eran apócrifos y cuáles auténticos.

Por los asesinatos de Steven Christensen y Kathy Sheets y por sus múltiples estafas, Hoffman fue condenado a prisión perpetua.

Sin embargo, ya en la cárcel Hoffman levantaba sospechas: los investigadores creían que todavía había más de sus falsificaciones dando vueltas. En 1988 encontraron una lista de sus creaciones en su celda, confeccionada por él mismo, con el nombre de “Autógrafos de mormones o de relación mormona”. Contenía 61 nombres. A la vez, se halló otro escrito, llamado “Autógrafos falsificados no mormones”, en el que se incluía a figuras diversas como ex presidentes de los Estados Unidos, escritores y todo tipo de personajes históricos.

La poeta y un manuscrito imposible

“El nombre de Emily Dickinson era el sexto empezando por arriba”, escribió sobre esa lista el narrador y periodista británico Simon Worral en su libro La poeta y el asesino (Impedimenta), una detallada reconstrucción de la vida y de la obra de Hoffman, que se editó en 2002 y ahora volvió a conseguirse en las librerías por estos días.

Impactado por una noticia de la que se enteró muchos años después de la encarcelación del falsificador, Worral indagó en el personaje hasta reconstruir otra de sus grandes estafas. 

En 1997 el universo de los coleccionistas literarios se vio sacudido por la aparición del manuscrito de un poema desconocido de Emily Dickinson que salía a la venta mediante una subasta de la prestigiosa Sotheby’s. Se habló de eso por días, se llegaron a hacer ofertas de todo tipo.

Los mayores expertos en el trabajo de la gran poeta estadounidense estaban extasiados con esa caligrafía punzante sobre el papel que ella solía usar ella de entrecasa, conmovidos por las palabras que podían ser de ella para uno de sus sobrinos. 

Finalmente, después de una colecta hecha entre varios aficionados y amigos de la institución, el documento fue comprado por Biblioteca Jones de Amherst, Massachussets, la localidad donde vivió la solitaria y reservada Dickinson.

Se exhibió con orgullo aquel escrito que contenía 39 palabras escritas de puño y letra por la mujer más célebre de aquella ciudad. Hasta que poco después, después de llamadas y dudas entre coleccionistas, académicos y quienes conocían en profundidad el trabajo de la escritora, apareció el nombre de Hoffman y con él, la pista para dar con otro de sus sorprendentes y más perfectos fraudes. 

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