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Opinión - España: una democracia atascada. Por Rosa María Artal

Elecciones en Túnez, el país que se salvó del abismo tras la primavera árabe

Túnez lleva jugándosela desde hace tiempo y las elecciones presidenciales del próximo día 15 no son más que una nueva prueba en el difícil camino hacia una democracia que todavía no está consolidada. Frente a la tentación fácil de resaltar únicamente los desafíos y las asignaturas pendientes para llegar a ese punto, conviene al menos recordar lo ya hecho hasta aquí y valorar en su justo término un proceso que, en términos comparativos, sigue siendo hoy excepcional en el mundo árabe.

Mirando a sus vecinos es inmediato constatar que ni ha caído en el abismo que caracteriza a Libia, Siria o Yemen, ni tampoco se ha visto raptado por unos militares golpistas como los que encabeza el presidente egipcio, Abdelfatah al Sisi. Por otro lado, ha logrado integrar plenamente en el juego político al islamismo del Partido Ennahda, hasta el punto de que no solo va a presentar por vez primera a un candidato propio, Abdelfatah Mourou, sino que desde 2016 está realizando un giro estratégico que pone su carácter de partido conservador de amplio espectro por delante de su perfil tradicional de movimiento fundamentalmente religioso.

Tampoco es menor el hecho de que, desde 2011, se haya logrado realizar un relevo pacífico en la esfera política, como resultado de convocatorias electorales plenamente democráticas y de una significativa capacidad de negociación de los principales actores políticos y sociales que han impedido el desastre incluso en los momentos más delicados (asesinatos políticos y atentados). Y lo mismo cabe decir de los avances logrados en clave de paridad, con la obligación de que todos los partidos presenten “listas cremallera” que garanticen una mayor presencia de mujeres en la vida pública. La novedad más reciente ha sido la inaudita celebración de tres (encorsetados) debates televisivos entre los principales candidatos (con la destacada ausencia de Nabil Kaouri, en prisión desde el pasado 23 de agosto, y de Slim Riahi, en busca y captura).

Evidentemente, los más de siete millones de potenciales votantes son bien conscientes de que no todo son luces en estos momentos. Y así, sin ningún ánimo de exhaustividad, cabría empezar por destacar la crisis socioeconómica que sigue cuestionando el futuro de un país que, lastrado por una corrupción que no remite y una notable falta de consenso para adoptar reformas estructurales, corre el riesgo de sufrir un generalizado estallido social. A esto —que coloca el paro, la inflación y las dificultades para cumplir las exigencias del FMI por encima de cualquier otra preocupación— se suma una situación de inseguridad que, aunque últimamente haya remitido la oleada de asesinatos y atentados, sigue estando afectada por la inestabilidad regional (Libia sobre todo) y, de manera más concreta, por el problema que supone el posible retorno de los alrededor de 6.000 tunecinos que se han alistado en las listas del yihadismo global.

En el terreno político la muerte del presidente Beji Caid Essebsi, que ya había agotado todo su capital político, ha forzado un adelanto del calendario electoral. Así, las elecciones presidenciales (previstas inicialmente para el 10 de noviembre) se celebrarán antes de las legislativas (convocadas en principio para el próximo 6 de octubre); sin descartar que sea necesario llegar a una segunda vuelta (antes del 3 de noviembre) para elegir al sucesor de Essebsi.

De los 26 candidatos registrados, entre los que figuran dos mujeres, destacan inevitablemente el ya citado Mourou, empeñado en abrir Ennahda a otros sectores sociales no necesariamente vinculados al islamismo, y el hasta ahora primer ministro, Yusef Chahed, al frente de Tahya Tunis como resultado de una escisión del Nida Tunis encabezado primero por Essebsi y luego por su hijo. También sobresale la participación del hasta ahora ministro de defensa, Abdelkarim Zbidi, que figura como independiente, pero viene respaldado precisamente por Nida Tunis, refugio de muchos colaboradores del dictador Ben Ali. Y, sobre todo, se distingue el ya mencionado Nabil Karoui, magnate televisivo y favorito actual en las encuestas al frente de Qalb Tunis, a pesar de su encarcelamiento (o precisamente por ello).

Al margen de quien salga vencedor de las urnas lo más relevante es que Túnez llega hasta aquí sin haber definido del todo su sistema de poder, con unos sectores apostando por un presidencialismo que vaya más allá de las limitaciones actuales —el presidente solo tiene competencias directas en política exterior, de seguridad y defensa— y otros optando un parlamentarismo que impida una excesiva concentración de poder en unas solas manos. Igualmente, queda por ver si Karoui busca la presidencia para poner en marcha un proyecto ambicioso de país o solo un parapeto ante las causas judiciales que se acumulan en su contra. Por supuesto, también queda por comprobar cuál será el grado de aceptación popular del nuevo Ennahda, que quizás no tenga nada de nuevo. Y todo ello sin que se haya conseguido crear un Tribunal Constitucional que pueda resolver los problemas que se planteen entre los candidatos, con una ley electoral muy cuestionada, y hacer valer la letra y el espíritu de la norma fundamental aprobada en enero de 2014.