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“Buscamos el santo grial”: la carrera contrarreloj por la vacuna del coronavirus

En busca de tratamientos eficaces contra el coronavirus

Samanth Subramanian

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DIOSynVax es uno de los lugares donde puede nacer la vacuna contra el coronavirus. Fundada por el patólogo canadiense Jonathan Heeney en la ciudad británica de Cambridge, esta pequeña empresa tiene su sede en un señorial edificio de ladrillos rojos al que, en tiempos normales, nos habríamos desplazado en persona para charlar con Heeney.

Allí Heeney nos habría presentado a los miembros de su equipo y a su citómetro Aria III, que parece una cafetera espacial capaz de procesar los espresos más amargos pero que en realidad es una máquina que usa sus cuatro láseres para separar las células marcadas con un colorante fluorescente a medida que pasan a una velocidad de 10.000 células por segundo.

En su oficina habríamos intentado pasar hasta el laboratorio con nivel de contención 3, el segundo nivel de seguridad biológica más alto, donde los biólogos de Heeney investigan patógenos como el virus del Nilo Occidental o como la bacteria de la tuberculosis. Son tan letales que para evitar cualquier fuga el laboratorio es casi hermético, con las juntas en las paredes, el suelo y el techo selladas y reselladas. Siguiendo las directrices del gobierno, los paneles de acero de las paredes son “del tipo utilizado en la industria nuclear” y hay un flujo de aire constante hacia dentro para evitar que los gérmenes salgan cuando se abre la puerta.

Si hubiéramos llegado hasta su oficina, Heeney incluso nos habría mostrado en persona las muestras de líquido transparente, conservadas en frascos de vidrio, candidatas a vacuna contra el coronavirus.

Pero no estamos en tiempos normales y Heeney no podía correr el riesgo de que alguien trajera la enfermedad COVID-19 a su laboratorio y contagiara al equipo. “Ya es difícil porque todos los días se van a casa con su familia y no sabes junto a quién van a pasar en el autobús o en el tren”, me dijo cuando hablé con él por primera vez la semana pasada. En ese momento, Heeney estaba considerando la posibilidad de ponerse en cuarentena. Una universidad de Cambridge le había ofrecido una habitación para que pudiera ir del laboratorio a la cama encontrándose con la menor cantidad de gente posible. “No tengo tiempo para enfermarme”, me dijo Heeney, que dirige su empresa desde la facultad de Medicina Veterinaria de la Universidad de Cambridge (donde es profesor), a solo 12 minutos en bici de mi casa. “Hablamos por videoconferencia usando Zoom”.

Heeney lleva trabajando desde 2016 en un conjunto de métodos (una plataforma, en el lenguaje de las vacunas) que puede usarse para crear vacunas capaces de vencer a familias enteras de virus. La Fundación Gates le concedió el año pasado una beca de 2 millones de dólares para investigar una vacuna capaz de destruir todos los tipos de virus de la gripe.  En enero, Heeney siguió de cerca la nueva enfermedad que estaba aumentando rápidamente en el este de China. Dos semanas después los científicos chinos publicaron la secuencia genética del coronavirus, “Hagamos con esto lo que veníamos haciendo con la gripe”, cuenta Heeney que decidieron en su equipo. En palabras de Heeney, “la madre de todos los desafíos, el santo grial”.

La tecnología podría acelerar la obtención de una vacuna

Derrotar al coronavirus va a precisar algo más que vacunas. Necesitaremos cuarentenas, medidas de distanciamiento social, atención médica para los enfermos, antivirales y otros medicamentos, pero el desarrollo de una vacuna, la bala de plata por antonomasia, se ha convertido en una idea de un atractivo irresistible.

El coronavirus llega en una etapa de madurez de la tecnología genética. Los avances de los últimos cinco años han hecho posible que se multipliquen los proyectos de vacunas tan pronto como se secuencia un virus. Las vacunas de vanguardia no necesitan formas debilitadas del patógeno para construir la inmunidad, como hacían antes todas las vacunas. Las de hoy contienen pequeñas copias de partes del código genético (del ADN o del ARN) que les permiten producir fragmentos del patógeno dentro de nuestro cuerpo.

Por primera vez, los científicos han sido capaces de iniciar posibles vacunas a pocas semanas de una nueva enfermedad de rápida propagación. En este momento, se están desarrollando al menos 43 vacunas para la COVID-19 en todo el mundo, con laboratorios de universidades y de empresas trabajando desde Brisbane hasta Hong Kong, pasando por EEUU y el Reino Unido. La mayoría de ellas son vacunas de ADN o de ARN. Una de ellas, fabricada en 63 días por una empresa biotecnológica americana llamada Moderna, ya ha sido sometida a ensayos con humanos: el 16 de marzo entró en el torrente sanguíneo del primero de los 45 voluntarios adultos sanos en Seattle. “Récord mundial”, dijo Anthony Fauci, el médico responsable del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Contagiosas de Estados Unidos. “Nada ha ido nunca tan rápido”.

Antes del siglo XXI, desarrollar una vacuna para un patógeno tan familiar como el virus de la polio, probarla y comercializarla era un proceso que podía llevar entre 10 y 20 años. Hoy la primera de esas tres etapas es asombrosamente veloz: un científico de la empresa Inovio Pharmaceuticals dijo a la revista New Scientist que su equipo había desarrollado un modelo preliminar de vacuna contra la COVID-19 con sólo tres horas de trabajo.

Detrás de esta revolución hay una capacidad que parece divina, la de crear una parte infinitesimal de un virus (que ya de por sí es diminuto) sin necesitar para ello la manipulación de un espécimen del virus. Pero las dos fases siguientes, probar la vacuna en humanos y fabricarla para ser usada en todo el mundo, siguen siendo mortalmente lentas. Una de las razones principales es que estas nuevas vacunas de ADN o ARN no han sido autorizadas antes para ser usadas en humanos. Fuera de un laboratorio, nunca han sido probadas.

Pero tanto el contagio del coronavirus como su vacuna son tan nuevos que nadie sabe qué va a pasar con los ensayos en humanos ni cuánto tiempo llevarán. Todos los científicos, políticos e investigadores con los que hablé dijeron que tendríamos suerte si lográbamos una vacuna lista para usar en un plazo de entre 12 y 18 meses.

COVID-19, la primera enfermedad X

La aprobación de una vacuna de ADN o de ARN contra la COVID-19 marcaría un momento decisivo. No sólo porque se confirmaría el potencial de la tecnología sino porque nos fortalecería contra futuras pandemias. En los últimos años, los epidemiólogos, los analistas de riesgos y los responsables políticos han hecho esfuerzos conjuntos para mejorar la investigación y replantear el modelo industrial de producción de vacunas en preparación para el desastre hipotético conocido como enfermedad X (cualquier enfermedad desconocida que irrumpa repentinamente en nuestra especie y se propague a través de ella con un coste elevadísimo).

La COVID-19 es la primera enfermedad X que aparece desde que se inventó el término, pero no será la última. Las temperaturas están subiendo, estamos talando los bosques, nuestra población está creciendo y nuestra capacidad de librar una guerra biológica es cada vez mayor. Las probabilidades de que encontremos más y más enfermedades X van en aumento y vamos a necesitar todas las vacunas que seamos capaces de desarrollar.

Heeney estaba con unos amigos en Canadá durante sus vacaciones de invierno cuando leyó por primera vez lo del brote en China. “Soy científico”, dice, “no puedo evitar seguir este tipo de noticias, incluso cuando estoy de vacaciones”. En aquel momento, parecía una versión de la gripe o de la neumonía que podría quedarse en Wuhan. Pero pocos días después del año nuevo, el afán de la enfermedad por viajar se hizo evidente. Cuando Heeney se reincorporó a su equipo en Cambridge, ya se conocía la naturaleza del patógeno. “Nos dijimos 'está bien, se trata de un coronavirus, va a ser difícil'”.

Heeney se topó con los coronavirus por primera vez en 1988, cuando investigaba el VIH en los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) de EEUU. La formación original de Heeney es veterinaria, así que su jefe le pidió que investigara un brote de coronavirus en un grupo inusual de pacientes: una manada de guepardos. “Algún coleccionista de Oregón estaba tratando de preservar la especie criándolos en una colonia en cautiverio”, explica Heeney. Los guepardos habían perdido peso, tenían las encías inflamadas y a sus hígados y riñones les costaba funcionar. Vagaban por el parque deprimidos y enfermos. Heeney descubrió después que un gato doméstico había contagiado el coronavirus felino a los guepardos.

Durante las dos décadas siguientes, Heeney mantuvo su trabajo como científico del VIH y no volvió a trabajar con virus animales hasta 2007, cuando vino a Cambridge para estudiar las enfermedades que pasan de los animales a los humanos y desarrollar vacunas contra ellas.

Todas las vacunas, también las más avanzadas, funcionan con la misma lógica que la primera inmunización conocida de las almohadillas de algodón empapadas en pus de viruela que en la China del siglo XVI se introducían en las fosas nasales de niños sanos. El principio sigue siendo el de engañar al cuerpo con gérmenes debilitados, o incluso con partes de gérmenes, que no hacen daño pero inducen la liberación de anticuerpos que generan una inmunidad duradera. La forma de estimular la liberación de esos anticuerpos se ha hecho más sofisticada pero seguimos dependiendo de las defensas biológicas del cuerpo. La humanidad no ha desarrollado aún un sistema de respuesta inmunológica más eficaz que el que lleva cientos de miles de años dentro de nosotros.

El último avance en vacunas, en el que Heeney trabaja, es el que utiliza material genético como ADN o ARN. Hasta ahora, no han sido autorizadas para su uso en humanos pero son vacunas que se pueden desarrollar rápidamente y que estimulan nuestro sistema inmunológico de una forma muy diferente a las anteriores. 

El método más antiguo de vacunación implica dosificar a una persona con formas inactivas o debilitadas del patógeno. Durante la mayor parte del siglo pasado, la obtención de estos patógenos fue un proceso complejo. Durante décadas, los científicos le quitaban la fuerza al virus cultivándolo en cepas de células humanas dentro de laboratorios con poca temperatura. Una vez que el virus estaba lo suficientemente débil, se podía introducir sin riesgo en el cuerpo humano dentro de una vacuna. Una línea de células pulmonares, procedente de un feto abortado en Suecia y multiplicada una y otra vez en cultivos de laboratorio de EEUU, sirvió para inocular a 300 millones de personas contra la rubéola, la rabia, las paperas y otras enfermedades.

En la década de los ochenta, los investigadores aprendieron a producir de forma masiva subunidades de los virus, fragmentos ensamblados a partir de proteínas y azúcares. Podían ser toxinas o partes de la envoltura del virus, algo que remitía al patógeno y que era capaz de desencadenar reacciones inmunológicas al ser introducidas en el cuerpo humano. Estos fragmentos moleculares se llaman antígenos porque generan anticuerpos que los atacan. Era un avance tecnológico pero los antígenos todavía tenían que ser cultivados en laboratorios.

La revolución de las vacunas de ADN y ARN

El salto de verdad se produjo este siglo con el desarrollo de las vacunas de ADN y de ARN que Heeney y otros investigan. Una vez que los ordenadores se volvieron lo suficientemente poderosos como para secuenciar rápidamente y a bajo costo el código genético de un patógeno, los científicos pudieron crear con facilidad fragmentos a partir de los genes para luego introducirlos en el cuerpo humano. Estos fragmentos, que usan nuestras propias células como fábricas en miniatura, generan sus antígenos dentro de nosotros. Por eos, los científicos pueden comenzar a preparar la vacuna en cuanto se conoce la secuencia genética de un germen.

Así ocurrió con el coronavirus. El último día de 2019, las autoridades sanitarias de Wuhan informaron a la Organización Mundial de la Salud sobre la extraña variante de neumonía. A mediados de enero, los científicos chinos publicaron en Internet el genoma del virus SARS-CoV-2: por completo y capaz de ser leídas por un ordenador, ahí estaban las 29.903 bases nucleicas que componen su secuencia de ácido ribonucleico (ARN), su material genético. 

Fue el pistoletazo de salida para los científicos de todo el mundo. A partir del genoma publicado, pudieron identificar los conjuntos de genes que producen las proteínas específicas del virus COVID-19: la proteína S, responsable de los picos de la envoltura externa del virus, por ejemplo, o la proteína cargada de fósforo de las paredes de una cápsula interna, donde está el ARN.

El equipo de Heeney se puso a trabajar poco después de que se publicara la secuencia. El objetivo central de su investigación es averiguar qué antígenos (qué porciones del virus) son similares en toda la gama de coronavirus. Si los científicos descubren esos antígenos y, al desplegarlos en vacunas, adiestran a nuestros sistemas inmunológicos para reconocerlos, habremos conseguido una manera de evitar varios tipos de enfermedades coronavirales a la vez, incluyendo el COVID-19.

Las proteínas de los picos que sobresalen en todos estos virus y los hacen parecer coronas de flecos son el ejemplo perfecto de tales antígenos. Cada coronavirus usa esos picos para invadir las células humanas. Una vez que nuestro sistema inmunológico diseñe anticuerpos en reacción a una vacuna con antígenos de la proteína de los picos, no sólo tendrá un método para identificar los coronavirus sino también un posible punto de ataque para neutralizarlos.

Lo primero que hizo el equipo de Heeney fue comparar la secuencia genética del coronavirus SARS-CoV-2 con la de otras cepas de coronavirus en busca de elementos estructurales comunes para usar como antígenos. Un enfoque que me hizo pensar en el capitán de un ejército medieval estudiando los planos de varios castillos que piensa atacar para ver si todos tienen la misma debilidad en los puentes levadizos y llevar un solo motor de asedio que los derribe a todos. 

Al cabo de unos días, los biólogos del laboratorio de Heeney eligieron sus antígenos (la proteína de los picos y algunas otras) y fueron a buscar sus “planos” (los genes que dirigen al virus para construir cada uno de esos antígenos) en la sección del código genético que contiene la información para la proteína de los picos, en la sección con las instrucciones para otro antígeno, y así sucesivamente. A finales de enero, el laboratorio envió estas secciones de código a una empresa alemana, que las convirtió en genes sintéticos, hechos artificialmente pero con los mismos azúcares y materiales que nuestro propio ADN.

Estos pedazos minúsculos de ADN fueron enviados de vuelta a Cambridge en unos frascos de fluido viscoso e incoloro. Si se lleva a cabo una prueba en humanos, este ADN se inyectará en el cuerpo para hacer lo que se supone que debe hacer: fabricar antígenos que inciten al sistema inmunológico a ponerse a trabajar. Es un trabajo meticuloso y complejo, pero la informática moderna puede acelerarlo a una velocidad asombrosa. En la primera semana de febrero, dice Heeney, sus científicos ya estaban probando con ratones. 

En todo este proceso ni un solo miembro del equipo de Heeney manipuló ejemplares de coronavirus. De hecho, hasta que el ADN sintético llegó de Alemania, la mayor parte del trabajo fue con ordenadores, algo inimaginable para la anterior generación de científicos de vacunas que tomaban patógenos de gran potencia y luego, con muchísimo cuidado, les quitaban la fuerza.

Heeney anhelaba saber de primera mano cómo se comporta el virus en las células y qué tipos de anticuerpos reaccionaban ante él. “Nadie fuera de China había aislado el virus”, dijo durante semanas. Hasta que a finales de enero, los científicos de la Universidad de Melbourne anunciaron los primeros cultivos del virus.

A pesar de los riesgos del viaje, Heeney voló a Australia vía Tailandia y llegó a tiempo para la primera inoculación del virus cultivado en un ratón el 19 de febrero. “Quería establecer relaciones de colaboración con estos equipos, serán importantes para nosotros en el futuro”, me dijo. En otros tiempos, podría haberse traído un vial del virus en su viaje de regreso. “Cuando era joven, la gente ponía muestras en sus maleta, o en los bolsillos de su abrigo, pero ahora los protocolos de bioseguridad son estrictos, así que ya no se puede hacer”. 

A diferencia de las investigaciones de Heeney, que abarcan toda una familia del virus, la mayoría de los proyectos de vacunas están centrándose sólo en el que provoca la enfermedad COVID-19, pero siguen el mismo enfoque básico y aún experimental: sintetizar el ADN o el ARN, meter ese material genético en una vacuna y hacer que construya antígenos una vez inyectado en el cuerpo (sólo encontré un par de proyectos a la manera antigua, empleando una forma debilitada de todo el virus). Heeney es plenamente consciente de que estas vacunas de ADN y ARN aún pueden fracasar en los ensayos. “Hay cementerios llenos de las candidatas a vacunas virales fracasadas”, dice. Pero si solo una tiene éxito estaremos entrando “en un maravilloso mundo nuevo para las vacunas”.

Una regulación que requiere meses o años

Para un extraño, el diseño de una vacuna de ADN o ARN en un laboratorio parece una ciencia fría y ordenada, llevada a cabo por técnicos en trajes esterilizados, ordenadores y máquinas que emiten un leve zumbido. La siguiente etapa, cuando la vacuna tiene que sortear los ensayos clínicos, está llena de las complicadas incertidumbres de la biología humana. En otras palabras, la tecnología genética ha transformado en semanas un primer tramo que antes llevaba años, pero el segundo tramo sigue siendo tan largo como siempre.

Los ensayos que exige la regulación requieren meses o incluso años porque no pueden ir más rápido que la velocidad a la que los humanos metabolizan las vacunas, entre otras cosas. Pero también porque hay mucho en juego y porque es imposible predecir cómo reaccionará nuestra compleja fisiología ante una nueva vacuna. Los ensayos son necesarios para saber si una vacuna es segura así como para determinar su dosis, su eficacia y sus efectos secundarios. En EEUU, el 90% de los medicamentos no logra superar estos ensayos. El principio que domina todo el proceso es extremar la precaución; una vacuna que resulta inesperadamente dañina es la peor pesadilla de la industria.

En la literatura médica, los accidentes del pasado brillan como señales rojas de advertencia. En 1942, más de 300.000 soldados estadounidenses fueron inoculados con una vacuna contra la fiebre amarilla contaminada con el virus de la hepatitis B. Murieron casi 150. En el texto de referencia de la disciplina, Vacunas de Plotkin, escrito por el médico Stanley Plotkin, hay una sombría referencia al “incidente Cutter”, un episodio de 1955 en el que un fabricante llamado Laboratorios Cutter no desactivó bien al virus en su vacuna contra la polio: provocó unos 40.000 casos de polio, paralizó a 260 personas y mató a 10.

Las estrictas normas de EEUU para regular las vacunas surgen, en parte, por el caso de los Laboratorios Cutter. La empresa sobrevivió pero tuvo que pagar millones por los daños causados. El incidente sirvió como precedente para las demandas que se presentaron durante las tres décadas siguientes con padres argumentando que sus hijos habían quedado discapacitados por el mal funcionamiento de una vacuna.

Preocupadas por la resolución de demandas multimillonarias, algunas farmacéuticas abandonaron por completo el negocio de las vacunas y otras subieron sus precios para cubrir posibles costes legales futuros. Para mantener las vacunas a un precio asequible y las campañas de vacunación regulares, el gobierno de EEUU tuvo que crear un fondo de compensación que aliviaba a las fabricantes de vacunas de la mayor parte de la responsabilidad.

Precedentes históricos en años electorales

En medio de una pandemia, hay tantos factores en torno al desarrollo de una vacuna (políticos, empresas, científicos, dinero, miedo, esperanza...) que siempre existe el riesgo de apresurar los ensayos o de planificar mal la campaña de vacunación. Algo así ocurrió en 1976, año de elecciones como 2020, cuando un brote de gripe porcina estalló en febrero en un puesto militar de Nueva Jersey y un soldado murió. En comparación con el coronavirus, ahora parece un brote menor pero en aquella época hizo tambalear al gobierno del presidente Ford, que ya había heredado el escarnio de la renuncia de Nixon dos años antes. Al gobierno le preocupaba que el virus causara una enorme pérdida de vidas en otoño, el punto álgido de la temporada de gripe. Según las estimaciones oficiales, un millón de estadounidenses podían morir.

Ford anunció la vacunación para todo el país y ordenó a los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades que diseñaran un plan de 136 millones de dólares para lograrlo. Ignoró el consejo de Albert Sabin, uno de los héroes de la vacuna contra la poliomielitis, que consideraba innecesaria la vacunación porque no había ninguna epidemia inminente. También ignoró las advertencias de los ensayos clínicos, según los cuales entre los 2,6 millones de dosis de uno de los fabricantes había una cantidad desconocida de vacunas contra un virus de la gripe totalmente diferente.

El Congreso eximió a todas las compañías de responsabilidades si la vacuna dañaba a alguien y en octubre comenzaron con la vacuna de 40 millones de estadounidenses. A mediados de diciembre se descubrió que la inyección aumentaba ligeramente el riesgo de contraer el síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad neurológica paralizante, y la campaña de vacunación se abandonó poco después. Pero cerca de 450 personas habían enfermado del síndrome Guillain-Barré.

Es imposible saber cuántos de esos casos fueron provocados por la vacuna. Como también es imposible saber si la vacuna evitó o no una epidemia de gripe porcina. La otra opción, nada de vacuna y una pandemia devastadora, fue eliminada del campo de lo posible. En la memoria de los estadounidenses, el legado de esta vacuna fue la parálisis de cientos de personas.

La tentación por acelerar los ensayos clínicos

Con el coronavirus, la tentación de acelerar los ensayos de las vacunas ya es evidente. A principios de marzo, Donald Trump sugirió usar “una vacuna sólida contra la gripe... para el coronavirus”. No es posible, le informaron los científicos. Cuando dijo que una vacuna estaría lista en pocos meses, le informaron de que para ese momento las vacunas sólo estarían listas para ser probadas. Normalmente, los ensayos en humanos se realizan tras muchas fases de pruebas en animales, pero al menos dos compañías (una de ellas, Moderna) han decidido hacer los dos tipos de ensayos en paralelo. Los científicos con los que hablé, sin embargo, no dejaron de decirme que las pruebas no podían apresurarse. 

“Habrá muchos ensayos, y tenemos que estar preparados para algunos fracasos”, dijo Heeney. Acercándose a su webcam, como para reforzar su argumentación, añadió: “Tenemos que evitar prometer demasiado, porque si hay un accidente con una de esas primeras vacunas, si alguien se enferma y llega al Daily Mail, 'Nueva vacuna amenaza la supervivencia' o algún otro título ridículo, entonces la gente no querrá ponerse ni siquiera las siguientes vacunas que sí funcionen, caminamos sobre el filo de la navaja con esto”.

Entre las peculiaridades de esta pandemia, además, figura la circunstancia de que nosotros, la población en general, podemos ser determinantes en la calidad de los ensayos. Según Sarah Gilbert, inmunóloga del Instituto de Investigación de Vacunas Edward Jenner (Universidad de Oxford), si hay un gran porcentaje de la población contagiada antes de que la vacuna pueda probarse en humanos, los ensayos serán difíciles de llevar a cabo.

El equipo de Gilbert está desarrollando otra posible vacuna para el coronavirus SARS-CoV-2 a partir de una vacuna anterior ideada para el coronavirus del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS, por sus siglas en inglés). A mediados de marzo, Gilbert tuvo que poner una respuesta automática en su correo electrónico. “Por favor, no me contacten para ofrecerse como voluntario”. Cuando su equipo estuviera listo para seleccionar a candidatos para los ensayos, escribió, lo anunciarían en su web.

A Gilbert le preocupa que, en el pico de la infección, el virus rebote tan rápidamente entre la población que “no se pueda examinar a los voluntarios”: “Para cuando tengas sus resultados, pueden haber estado expuestos”. Hacer los ensayos cuando haya pasado el pico también es problemático porque entonces muchas personas habrán desarrollado inmunidad natural y la transmisión también habrá disminuido, explica. Es difícil saber cómo funciona un ensayo de la vacuna si los individuos no están expuestos al virus en absoluto. “Es la inmunidad de grupo, buena para la población, pero más difícil para probar una vacuna”, explica.

El mejor escenario posible sería retrasar el pico de la pandemia, empujarla a través del verano y hacia agosto, para darle unos meses a los científicos durante los que desarrollar sus pruebas. “Así que nos alegraría mucho”, dice Gilbert poniéndose seria, “si todos hicieran lo que se les dice y se quedaran en casa”. 

“El coronavirus domina nuestros días”

En algún momento de marzo, el paso del tiempo empezó a ser algo confuso para Heeney. Todo sucedía tan rápido y sus semanas estaban tan llenas que las fechas estaban perdiendo su significado. Durante nuestra conversación tuvo que echar mano de su correo electrónico para recordar, aunque fuera de manera aproximada, en qué momento había ocurrido uno de los pasos de su investigación.

“El coronavirus domina nuestros días”, me dijo. Heeney se despierta antes del amanecer para analizar los datos científicos y los artículos de las revistas. “Hay llamadas en conferencia y todo este papeleo para tratar con seguridad los patógenos, la necesidad de ampliar el laboratorio para trabajar en la vacuna... Ya no hay rutina, en este momento esto es como el salvaje oeste”. 

Como todos los científicos, Heeney dedica parte de sus días a pensar en la financiación. Todos estos proyectos de vacunas que buscan su camino hacia los ensayos pueden detenerse por falta de dinero. Los ensayos son caros y también el gasto para fabricar y comercializar las vacunas. “Si se van a fabricar dosis suficientes para todo el mundo, se necesitarán miles y miles de millones de dólares”, asegura Heeney.

A principios de esta semana, la ONG de investigación biomédica Wellcome Trust calculó ese número: para financiar y producir suficientes vacunas para vencer la pandemia hará falta poner otros 3.000 millones de dólares en toda la industria. La mayor parte de ese dinero se destinará a ensayos y producción, cuyos costes por lo general son asumidos por las farmacéuticas.

Después de los años 80, cuando una serie de fusiones dejaron a la industria en manos de unas pocas empresas gigantescas, la producción de vacunas cayó completamente bajo el influjo de las fuerzas del mercado, sujetas a la lógica que llevó a Goldman Sachs a formular, en un informe de 2018, la siguiente pregunta: “¿Curar a los enfermos es un modelo de negocio sostenible?” (No lo es, concluyeron los analistas.) 

Según Peter Jay Hotez, decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en el Baylor College of Medicine de Houston, las enfermedades derivadas de la pobreza y que requieren vacunas baratas, como el cólera, suelen ser ignoradas. También, las de enfermedades poco comunes o las de enfermedades que van y vienen. Si bien son los contribuyentes los que financian la mayoría de las investigaciones en vacunas, a los titanes de la industria farmacéutica con capacidad de producirlas a escala les cuesta comprometerse cuando una vacuna tiene poca probabilidad de generar beneficios.

“Nuestro sistema para hacer vacunas está roto”, me dijo Hotez. Según Hotez, si el negocio de las vacunas no funcionara así, ya tendría lista una vacuna para la COVID-19, basada en un proyecto anterior que se malogró por falta de financiación. La historia de la vacuna de Hotez es toda una parábola, y permite vislumbrar un futuro altamente posible para todo el trabajo en vacunas que se está desarrollando contra el coronavirus.

Vacunas que caen en saco roto

Cuando estalló el SARS en 2002, los científicos y las empresas se pusieron a trabajar en una vacuna. Pero como después de 2004 no se informó de ningún caso nuevo de SARS, la investigación se interrumpió. La vacuna desarrollada por Sanofi nunca pasó de los ensayos clínicos. En teoría, dice Hotez, las vacunas debían haber sido probadas en las primeras fases de los ensayos y dejadas en reserva para futuras emergencias. Entre 2011 y 2016, Hotez y su equipo diseñaron una posible vacuna para el SARS y consiguieron que el Instituto de Investigación del Ejército Walter Reed preparara 20.000 dosis para probar en humanos. Pero ninguno de los financiadores habituales de Hotez le dio dinero para estos ensayos.

“El SARS se cayó de la lista de prioridades”, me dijo María Elena Bottazzi, una de las colaboradoras de Hotez en Baylor. “Tuvimos otras prioridades que atender, como el ébola o el zika”. La atención de la industria se desvía fácilmente, dice Hotez. “Es como un partido de fútbol de niños pequeños. Cuando el balón va en una dirección, todos los niños corren tras él. Luego va en otra dirección, y todos los niños corren en esa dirección”.

Todavía no está claro para las empresas que puedan calcular los márgenes de beneficio de una vacuna. ¿Desaparecerá la enfermedad antes de que se apruebe una vacuna? ¿Funcionarán las vacunas de ADN o ARN? ¿Se inoculará a todo el mundo, y harán una súper caja con miles de millones de dosis, o las vacunas se destinarán sólo a unos pocos grupos de riesgo, como trabajadores de la salud o cualquier persona mayor de 40 años? 

“En algún momento, las empresas tendrán que tomar la decisión de meterse o no meterse”, dice Jason Schwartz, que investiga sobre política de vacunas en la universidad de Yale. “Y entonces tendrán que calcular si el riesgo vale la pena”. Una forma de hacer que valga la pena es inflando los precios, algo que las compañías farmacéuticas siempre han estado dispuestas a hacer. A principios de este mes, EEUU aprobó un paquete de gastos para el coronavirus en el que deliberadamente se dejaban fuera controles de precios para las vacunas. 

Pero las empresas farmacéuticas también son indispensables, dice Charlie Weller, que dirige el programa de vacunas en Wellcome Trust (la noche en que Weller habló conmigo por teléfono tuvo que interrumpir la conversación durante un minuto para consolar a su hija pequeña, que había estallado en lágrimas al enterarse de que su padre, como trabajador esencial, tenía que seguir yendo a la oficina). Las empresas farmacéuticas pagan la mayoría de los ensayos clínicos, invierten en expertos y en equipos, y sacan los medicamentos al mercado. Asumen el derecho de fijar los precios y decidir qué vacunas vender porque dicen ser también las que asumen los mayor riesgos financieros. “Si tenemos que estar preparados para más enfermedades X, tenemos que repensar toda la estructura que está debajo”, me dijo Weller. “Tenemos que hacer que el riesgo sea compartido”. 

La “reserva de investigación” de vacunas

Hace dos años se fundó la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI, por sus siglas en inglés) precisamente para eso: compartir parte del riesgo financiero de la investigación y prolongar la investigación también en los períodos bajos entre dos epidemias. Los fondos del CEPI, unos 740 millones de dólares, vienen de filántropos y de gobiernos.

Melanie Saville, su directora de desarrollo de vacunas, me dijo que ahora mismo estaban financiando ocho proyectos de vacunas para el COVID-19, pero que el dinero de la CEPI para este tema se agotaría a finales de marzo. Si no hay nuevas donaciones, ninguna de las vacunas que están financiando avanzará más allá de la primera fase de los ensayos.

Una de las ambiciones de la CEPI es crear su propia “reserva de investigación” de vacunas con las que han pasado dos de las tres etapas de ensayos clínicos y esperan su momento en la cámara frigorífica. Todo el mundo espera que nunca sean necesarias, pero podrán ser producidas si hacen falta pasando a la etapa final de los ensayos (que necesita un brote real) y siendo producidas. 

La CEPI, dice Saville, no tiene instalaciones de almacenamiento ni clínicas propias, de modo que esas reservas se quedarían en las instalaciones de sus fabricantes. Una pena, pensé. Por un segundo, me había imaginado un almacén de vacunas en algún lugar del Ártico, un archipiélago de Svalbard contra las enfermedades, una bóveda titánica que multiplicaría por millones el tamaño de los gérmenes que pretendía combatir. 

Una semana después de mi conversación con Heeney por Zoom, lo volví a llamar. Me dio un número de teléfono en su universidad de Cambridge. Al fin, había decidido ponerse en cuarentena en una habitación. “No es que haya estado en riesgo pero si uno de nosotros cae, caemos todos como fichas de dominó”, me dijo. No paró de elogiar a los miembros de su equipo, “personas brillantes y de mucho talento que aún viven en casa pero que están tratando de vivir vidas aisladas, como monjes en un monasterio”.

Cuando Heeney se mudó a su habitación, limpió todas las superficies. Un día regresaba de buscar una taza de café y vio que dos hombres habían entrado a cambiar la batería de la alarma de incendios. “Fue una locura, pensé, 'aquí estoy tratando de mantener bajo el factor riesgo, ¿había que hacer esto justo ahora?'”.

Su laboratorio sigue haciendo ensayos con ratones. Es un proceso largo, explica. “Se toman cultivos de tejido de los ratones y se estudian. Obtenemos todos estos datos, para poder ver lo que funciona y lo que no”. Es demasiado pronto para saber cuál de los proyectos de vacunas que rondan por ahí tendrá éxito, dice “Es bastante sorprendente que ya haya vacunas en ensayos. Los ensayos nos dirán lo que necesitamos saber, mi preocupación es que con este coronavirus hay que tener cuidado hasta con el último detalle. Pero espero estar equivocado. De verdad que espero estar equivocado”, concluye.

Traducido por Francisco de Zárate

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