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Nuestros primos no tan lejanos: ¿Qué nos dicen los neandertales sobre nuestra propia humanidad?

Modelo de mujer neandertal construido por los artistas holandeses Andrie y Alfons Kennis.

Nikhil Krishnan

30 de septiembre de 2023 21:58 h

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Hay un tipo de humano que todos conocemos: personas que dan la cara por un pobre diablo atormentado. A veces, ese pobre diablo es un individuo, digamos un boxeador enano. A veces, es un país, amenazado por un vecino mayor o por la subida del nivel del mar. A veces, es una tribu de un pueblo indígena cuya tierra y salud están en peligro. A veces, es un idioma reducido a sus últimos hablantes nativos.

No hace falta que el pobre diablo sea un humano: hay especies de insectos o, incluso, hongos que tienen sus defensores. Pero lo que todos estos casos tienen en común es que siguen vivos, aunque sea por poco. La gracia de defenderlos es evitar su extinción. ¿Pero qué pasa si es demasiado tarde? ¿Puede haber defensores de lo extinto?

En el último par de años han aparecido abundantes trabajos de divulgación científica sobre un tipo de seres humanos que una vez poblaron Eurasia: los “neandertales”. Parece ser que se extinguieron hace 40.000 años. Esa cifra ―40.000― es un tótem para los especialistas en los neandertales, al igual que otra cifra más conocida ―65 millones― para los aficionados a los dinosaurios.

Lo que distingue a estos nuevos trabajos no es solamente lo que nos cuentan sobre una subespecie extinta de los humanos, sino la sorprendente pasión que despiertan sobre el asunto. A sus autores les enfurece que se hayan popularizado ideas sobre los neandertales tan alejadas de la novedosa investigación paleontológica, una investigación que nos ha acercado a los neandertales más que nunca en 40.000 años.

En la ficción especulativa de HG Wells, Philip K. Dick, Isaac Asimov, Michael Crichton, William Golding, e incluso, sorprendentemente, William Shatner, los neandertales tendían a ser unos bestias o unos hippies, salvajes o brujos. Un grupo de música formado en los años 90 del siglo XX llamado The Neandertals era conocido por cantar letras ordinarias vestidos con piel animal. Una vez, una crítica empleó la frase “tele-neandertal” para referirse a la televisión para gamberros machistas. El hecho de que no necesitemos una explicación para esta referencia indica precisamente lo extendido que está ese estereotipo.

Dimitra Papagianni y Michael A. Morse, autores de una fascinante encuesta reciente sobre la ciencia neandertal, The Neanderthals Rediscovered (El redescubrimiento de los neandertales), escriben con la esperanza de poder “restaurar parte de la dignidad de aquellos a quienes reemplazamos”. ¿Pero qué podrían querer decir con eso? Como ya no hay neandertales por aquí, la lucha por su dignidad corre el riesgo de parecer no solo quijotesca, sino absurda. ¿Qué implica indignarse en nombre de los muertos, que ya no están aquí para preocuparse -si es que alguna vez lo hicieron- por su propia dignidad?

Hombre nuevo

Algunos datos básicos sobre los neandertales ahora están bastante bien asentados. De las muchas especies de homíninos, ellos fueron los dominantes desde hace unos 400.000 años hasta hace 40.000 años. [“Hominino” es el término que la ciencia ha otorgado a todo miembro del género homo y que incluye a todas las criaturas similares al humano, pero excluye, por ejemplo, a los gorilas]. Sus cerebros eran grandes; su fuerza corporal, considerable. Se han hallado restos de sus cuerpos extensamente diseminados por Europa, incluso tan al sur como en Gibraltar.

Por qué ya no hay neandertales entre nosotros continúa siendo una pregunta controvertida. Hay muchas hipótesis plausibles e infinidad de conjeturas relacionadas con su psicología y su comportamiento, pero nada que se acerque a un consenso por el momento.

Nuestras conjeturas sobre los neandertales comenzaron en 1856, cuando los trabajadores de una cantera de piedra caliza cerca de Düsseldorf descubrieron una cueva llena de huesos, huesos en cantidades anómalas. Un naturalista local, con una intuición asombrosa, pensó que los huesos debían de ser de algún tipo de humano primitivo. Los envió en una caja de madera, con acompañante, a un anatomista en Bonn, que los inspeccionó y llegó a la misma conclusión.

En 1863, el profesor William King, entregó un breve estudio a la Asociación Británica para el Fomento de la Ciencia, en el que argumentó de forma vehemente que los huesos pertenecían a una criatura para la que todavía no teníamos nombre. Añadió su propuesta: Homo neanderthalensis.

¿Por qué ese nombre? El valle en el que se descubrieron los huesos había sido uno de los lugares que más le gustaba visitar a un erudito y amante de la naturaleza del siglo XVII cuyo apellido había sido originariamente Neumann, antes de que sus ancestros se rebautizaran a sí mismos “Neander” a imitación de lo clásico. “Neander” significa hombre nuevo en griego, “thal” es valle en alemán. El Valle del Hombre Nuevo: “¿Puede haber un apodo más apropiado para el lugar en el que descubrimos otro tipo de humano?”, pregunta Rebecca Wragg Sykes, autora de Kindred: Neanderthal Life, Love, Death and Art (Nuestros parientes: vida, amor, muerte y arte de los neandertales).

El descubrimiento de aquellos huesos, y el nombre otorgado en 1863, tuvo lugar en un momento en el que Europa estaba empezando a aceptar las teorías de Charles Darwin. Habían pasado sólo cuatro años desde la publicación de El origen de las especies y estaba empezando a ser más difícil negar que la Tierra tuviera más años ―muchos más años― de lo que se suponía hasta entonces.

Aquel nombre, Homo neanderthalensis, hizo dos cosas a la vez: planteó que nosotros, orgullosos miembros del Homo sapiens, no habíamos sido siempre los únicos miembros de nuestro género. Pero el parentesco que reconocía en un suspiro, se lo retiraba al neandertal en otro: aunque fueran humanos, los neandertales eran humanos de otro tipo. Eran como nosotros, de hecho, se parecían más a nosotros que los chimpancés, a los que estábamos empezando a reconocer como parientes. Pero ellos no dejaban de ser otros.

Quizá ese fuera el comienzo de la negación de la dignidad de los neandertales que tanto molesta a sus defensores en el siglo XXI.

El archivo de fósiles estaba comenzando ya a mostrarnos lo diferente que era el mundo de mediados del siglo XIX frente a aquel que habitaron los neandertales. Había animales que ya no están entre nosotros: enormes reses rumiantes llamadas “uros”, elefantes de colmillos rectos, rinocerontes con lana y el alca gigante, un ave gigantesca similar al pingüino que se extinguió en torno a la época de los descubrimientos en el Valle de los Neandertales.

Aquel mundo, apenas un abrir y cerrar de ojos en tiempo geológico, “bullía de homininos”, como dice Wragg Sykes con sincero entusiasmo: el Homo antecesor, Homo bodoensis, Homo heidelbergensis… muchos de ellos habitaron la Tierra precisamente durante la misma época. Hay al menos media docena ahora que son ampliamente reconocidos y se van descubriendo más todo el tiempo.

A los neandertales se habían unido en fechas mucho más recientes, por ejemplo, especies como el Homo floresiensis, al que se refieren de forma irritante como “hobbits” tras el descubrimiento de un esqueleto diminuto en Indonesia en 2003. En 2010, obtuvimos pruebas decisivas sobre los Denisovanos, otro hominino, en Siberia. Desde entonces, las filas de los homininos se han alargado más aún al incluir al Homo naledi (Sudáfrica) y Homo luzonensis (Filipinas).

Nadie duda de que habrá nuevos trabajos arqueológicos, especialmente en África, que aportarán aún más homininos. Pero todo este desfile de humanos arcaicos comenzó con el más famoso de nuestros compañeros homininos: los neandertales.

¿Tan diferentes a nosotros?

La defensa más reciente de la dignidad de los neandertales publicada en inglés es The Naked Neanderthal (El neandertal desnudo), del paleoantropólogo francés Ludovic Slimak. En ella, cuenta que se topó con un antropólogo de Stanford que bromeó mientras proyectaba una diapositiva del cráneo de un neandertal: “Si subiera a un avión y viera que el piloto tiene una cabeza como esa, me bajaría”, dijo. Un académico ruso fue más categórico, insistiendo en que los neandertales eran, simplemente, “diferentes”. ¿Diferentes en qué sentido? “Ludovic”, le dijo al autor, “no tienen alma”.

¿Qué se supone que quiere decir eso exactamente? Al margen de la inútil metáfora, el científico ruso debía de referirse a que hay capacidades psicológicas que nosotros, los Homo sapiens, tenemos: capacidades diferenciadoras de nuestra humanidad, de las que carecían los Homo neanderthalensis. ¿Pero cuáles eran? Esa es una cuestión científica que debe encontrar respuesta en la investigación, en lugar de ser un asunto de mera especulación filosófica.

Ya no queda duda de que el estereotipo del neandertal como estúpido hombre de la caverna se basaba en un error garrafal. Marcellin Boule, un francés pionero en este asunto, tiene mucho que decir: frente a un espécimen bien conservado en una cueva francesa en 1908, eligió reconstruir, sin razones científicas evidentes, sus piernas y su espina dorsal de forma encorvada. Una ilustración ampliamente difundida, que muestra un cuerpo reconstruido de un neandertal de forma más similar a un simio que a un humano, dio pie al extendido malentendido sobre los neandertales: con dificultad para expresarse, encorvado, lento y, por todo ello, otro. Por ello, inferior.

Al igual que otros defensores de la dignidad de los neandertales, el biólogo evolutivo Clive Finlayson, autor de El neandertal inteligente y El sueño del Neandertal, estaba exasperado por la influencia cultural que había tenido la reconstrucción sin base científica de Boule. Armado con cráneos mejor preservados y menos ideas preconcebidas sobre la inferioridad de los neandertales, Finlayson estaba en disposición de mostrar por qué se han sobreestimado nuestras diferencias anatómicas con los neandertales. En 2016, llegó a encargar a un par de artistas forenses la reconstrucción completa de cuerpos neandertales basada en un par de cráneos descubiertos en Gibraltar, todo un hallazgo de restos de neandertales.

Las reconstrucciones de “Flint” y “Nana”, orgullosamente erguidos, eran como él esperaba: asombrosamente humanos, tal y como nos saldría decir. “Los exagerados rasgos anatómicos del cráneo” ―escribe Finlayson― “realmente desaparecen una vez que le pones piel y carne al hueso”. El filósofo Ludwig Wittgenstein escribió una vez que la mejor imagen del alma humana es el cuerpo humano. Reconocer el alma, la dignidad de los neandertales puede que empiece por reconocer lo parecidos que eran sus cuerpos a los nuestros.

Entonces, ¿la diferencia entre neandertales y sapiens radica en algo relacionado con la inteligencia? ¿Pero cómo podemos comparar exactamente nuestra inteligencia con la de seres que no están aquí para hacer un test de coeficiente intelectual? La respuesta parece estar en deducir, a través de sus restos arqueológicos, lo que eran capaces de hacer.

Lo que llama enseguida la atención de las nuevas investigaciones sobre los neandertales es que se haya conseguido sacar tanta información de tan poco. Incluso en Francia, donde la investigación sobre los neandertales está en ebullición, Slimak nos recuerda que “no hay operación relacionada con los neandertales que haya aportado un nuevo cuerpo de neandertal desde finales de los años 70”. Pero los científicos han aprendido a apañarse con el escaso rastro que dejaron tras de sí. Un hueso y una piedra aquí, una cueva allá, han sido suficientes para contarnos infinitamente más de lo que sabíamos cuando aparecieron los primeros esqueletos de neandertales en Alemania.

Más inteligentes de lo que se suponía

Una hipótesis de los años 60 del siglo pasado ofrece un ejemplo claro del tipo de pruebas que se pueden aportar sobre la inteligencia de los neandertales. Un equipo, liderado por el arqueólogo de Cambridge Charles McBurney, estaba excavando junto a un acantilado en el Canal de la isla de Jersey. Una excavación de principios del siglo XX ya había sacado a la luz restos ―en forma de dientes― de presencia neandertal. Pero en la base del acantilado encontraron una cantidad ingente de huesos de mamut y rinoceronte. ¿Por qué estaban allí?

La asistente de McBurney sobre el terreno, Katharine Scott, adelantó una hipótesis fascinante. ¿Podrían estar esos huesos allí porque los mamuts hubieran caído hacia la muerte desde la parte alta del acantilado que daba a aquel cementerio? Scott apuntó a pruebas, recogidas de sociedades supervivientes de cazadores-recolectores, sobre la existencia de “carriles” empleados para matar a una gran cantidad de bisontes.

Los cazadores nativos americanos, que eran conocidos por practicar este tipo de caza, empleaban fuegos controlados en los pastos para dirigir a los animales hacia el precipicio, con cazadores colocados estratégicamente para que los animales no se quedaran quietos. ¿Acaso los neandertales habían empleado técnicas de caza parecidas?

Papagianni y Morse proponen que, si la hipótesis de Scott es correcta, ésta atribuiría a los neandertales unas capacidades cognitivas bastante avanzadas. Para lograr cazar así, “tendrían que coreografiar y ejecutar una serie de movimientos complejos, lo que sería una prueba de su habilidad para planear con antelación y comunicar dicho plan”. Esto sugiere una imagen de los neandertales como especies bien organizadas, cooperantes en la caza, con sistemas de comunicación avanzados.

La imagen anterior de los neandertales sugería que, como mucho, tenían una ligera noción del fuego: quizás fueran capaces de aprovecharlo cuando lo descubrieron, pero eran incapaces de generarlo cuando era necesario. Sin embargo, es bastante improbable esta hipótesis: la idea de que una especie sin apenas pelaje pudiera sobrevivir en Europa durante los periodos glaciares, cuando parece que prosperaron, es difícilmente sostenible si esa especie no tenía experiencia con el fuego.

Y así lo sugiere, de hecho, la documentación arqueológica. Los lugares donde se han realizado excavaciones arqueológicas están llenos de trozos de piedras que ofrecen pruebas de haber sido usadas para hacer fuego. Los restos de carbón en estos lugares indican que les encantaba usar pinos ricos en resina para la combustión, lo que sugiere que tenían claros sus gustos, basados en una larga trayectoria de experimentación. Puede que incluso aprendieran a aprovechar huesos para alargar el tiempo de vida del fuego y así calentarse mientras dormían.

El estudio de los antiguos fuegos de los neandertales es un triunfo en sí mismo de la ciencia moderna. Se llama “fuliginocronología” ―un trabalenguas― y consiste en una técnica gracias a la que una cueva llena de hollín se convierte en un archivo, un verdadero libro de visitas de la presencia de los neandertales. Un fuego en una cueva deja una marca en forma de “rayas a nano escala”, lo que, como aclara Wragg Sykes, son “básicamente diminutas estratigrafías escritas en el hollín (…) formadas cuando los fuegos de los neandertales residentes ‘ahumaban’ el techo y las paredes, lo que dejaba finas capas de hollín”.

Cuando un grupo de neandertales abandonaba la cueva y llegaba otro, y encendía un nuevo fuego, el patrón del hollín producía una especie de código de barras único. Es prácticamente imposible que todos estos fuegos sean la obra de una especie con una ligera idea sobre su funcionamiento. En otras palabras: los neandertales, caminaban erguidos, hacían caza mayor y sabían cómo controlar el fuego. Nada que ver con el estereotipo de estúpidos hombres de la caverna.

ADN neandertal

El año pasado, se otorgó el premio Nobel en Fisiología y Medicina al científico que ha aportado mucho para determinar cuán humanos eran los neandertales. Svante Pääbo, un genetista sueco, fue pionero en el estudio de la “paleogenética”, comenzando por el descubrimiento de cómo se podía extraer ADN de un abanico de fuentes: no sólo antiguos huesos y dientes, sino también sedimentos en cuevas. Las técnicas que pulieron él y sus compañeros nos han permitido saber infinitamente más sobre los neandertales, sus cuerpos, sus hábitos y sus hábitats, de lo que sus descubridores en el siglo XIX habrían podido imaginar.

Quizá lo más curioso del libro de Pääbo de 2014, El hombre de neandertal: en busca de los genomas perdidos, sea todo el espacio que dedica a dar explicaciones sobre el peor enemigo para un paleogenetista: la contaminación. Pääbo nos lleva a través de la minuciosa búsqueda de una limpieza absoluta en el laboratorio y los métodos que ayudarán a distinguir el verdadero ADN neandertal de muestras contaminadas con, por ejemplo, el del propio investigador.

Después de haberse curtido intentando extraer ADN de momias egipcias a finales de los años 70, Pääbo comenzó a aplicar sus métodos a cuerpos todavía más antiguos. Sus métodos culminaron con una serie de triunfos. Primero, consiguió extraer ADN mitocondrial del trozo de un hueso antiguo, lo que le permitió publicar, en 1997, la primera secuencia de ADN neandertal. Trece años más tarde llegó la publicación del genoma completo de los neandertales, basado en ADN extraído de sólo tres individuos.

El genoma ofreció un importante apoyo a lo que previamente era solo una hipótesis: que el Homo sapiens y los neandertales tuvieron un ancestro común, que vivió hace unos 600.000 años. Más importante todavía: demostraba que, cuando los primeros Homo sapiens caminaron desde su hogar original en África hasta Eurasia, se encontraron con neandertales allí y las especies se cruzaron.

Los neandertales estaban entre los ancestros genéticos de los europeos modernos y los asiáticos (aunque no de los africanos modernos). A día de hoy, los euroasiáticos siguen teniendo entre un 1,5 y un 2,1% de ADN neandertal.

En contra de lo que es habitual para un artículo sobre investigación genética, los resultados de Pääbo alimentaron titulares obscenos en los tabloides. La revista Playboy entrevistó a Pääbo acerca de su investigación y publicó un reportaje de cuatro páginas titulado “Amor neandertal: ¿Te acostarías con esta mujer?”. La sucia mujer neandertal de la Amazonia que aparecía en la ilustración no se diseñó para ser objeto de deseo.

Mientras tanto, los hombres escribían a Päabo ofreciéndose como voluntarios para que “examinaran su herencia neandertal”, quién sabe si en busca de una base científica para sus ideas estereotipadas sobre los rasgos neandertales: “grandes, robustos, musculados, algo brutos, y quizá un poco simples”. La mayoría de quienes le escribieron fueron hombres, aunque también hubo alguna mujer convencida de que su marido era un neandertal.

Otras personas que han leído esta investigación han encontrado una fuente de alivio en las conclusiones de Pääbo. Quienes se preguntaban qué les había pasado a los neandertales hace 40.000 años, habían tenido la tentación de recurrir a una oscura especulación durante mucho tiempo: quizá nosotros, los Homo sapiens, con nuestras armas superiores y nuevos microbios, los habíamos matado hasta extinguirlos.

Pero las conclusiones de Pääbo arrojan a esta historia, que de otra manera sería trágica, algo de luz: los neandertales siguen vivos, tan vivos como el Homo sapiens arcaico con el que se cruzó esta especie. Siguen vivos en nosotros ―y el cliché resulta oportuno―, sus herederos híbridos. El rastro vital que dejaron está en nuestros genes, en la frustrante vulnerabilidad de los euroasiáticos modernos con ADN neandertal, que se queman con el sol y desarrollan la enfermedad de Crohn.

A lo mejor es más seguro restaurar su dignidad de esta manera: verlos no como víctimas de nuestros ancestros, sino como nuestros ancestros.

No todos los investigadores de los neandertales se sienten igual de cómodos con los estudios de ADN. Ludovic Slimak cree que los neandertales no viven más “en nosotros” de lo que un lobo extinto vive en un caniche que comparte secciones del genoma de un lobo arcaico.

Desde el punto de vista de Slimak sobre esta cuestión, la idea reconfortante de que no hubo una extinción, sino solo una “dilución”, equivale a no saber ver que los neandertales eran en efecto “otro” tipo de humanidad, ni mejor ni peor, y desde luego no “sin alma”. “Esa humanidad”, escribe con brutal brevedad, “se extinguió, se extinguió completamente”.

Puede que los investigadores, ansiosos por enfatizar lo mucho que los neandertales se parecían a nosotros, estén motivados por las mismas encomiables aspiraciones de aquellos que pensaban que podrían luchar contra el racismo negando la existencia de cualquier diferencia real entre los grupos humanos. Pero eso, propone Slimak, es racista en sí mismo. “Racismo es la negación de la diferencia… Racismo son esas imágenes de indios de las llanuras atados y vestidos con trajes con chaleco: como nosotros”. Cree que es el rechazo a una diferencia inherente, o “alteridad”, un término popular en la filosofía francesa y la teoría científica inspirada en ella.

El viejo concepto de los neandertales como estúpidos hombres de las cavernas ciertamente no hace justicia a lo que indican las pruebas. Pero al menos tuvieron la gentileza de permitir a los neandertales ser diferentes a nosotros. El reto, argumenta Slimark, es no dignificar a los neandertales haciéndolos, en la práctica, idénticos a nosotros, una especie de “ersatz sapiens” (sapiens de sustitución). El reto es dejarles su dignidad a la vez que siguen siendo ellos mismos, un tipo de humano distinto, un tipo de humanidad distinta.

Reconocerles su dignidad

La inevitable referencia a la “humanidad” en estos debates nos fuerza a enfrentarnos a una cuestión filosófica más profunda sobre a qué nos referimos exactamente con “humano” en primer lugar. Agustín Fuentes, un primatólogo estadounidense, escribe que la lección moral de fondo de nuestras nuevas investigaciones sobre los neandertales es que ahora debemos “volver a conceptualizar al humano para reconocer nuestra diversidad, complejidad y diferencias contemporáneas como parte de un relato con cientos de miles de años de vida, amor, muerte y arte”.

Los actuales defensores de los neandertales parecen, efectivamente, poner la tarea ante nosotros para que haya un “reconocimiento” de los neandertales. Pero a Slimak le preocupa que el concepto de “reconocimiento” esconda lo que realmente está pasando: una proyección. Y esta proyección, aunque provenga de las motivaciones igualitarias más encomiables, sigue siendo una distorsión y una falta de respeto a la dignidad en la diferencia.

Parece haber peligros en ambas direcciones, peligros que la analogía con el racismo saca a la luz. Estos debates evocan conversaciones que nos persiguen desde que Colón llegó al Nuevo Mundo en 1492. Es una parte esencial de nuestras conversaciones sobre el colonialismo que haya bastantes personas entre los colonizados ―y bastante representación de sus formas de vida― que han sobrevivido, o sus descendientes, como para dar sus propias respuestas a estas cuestiones sobre similitudes y diferencias.

Es importante destacar que no todas las personas en una nación colonizada han dado la misma respuesta a estas preguntas. Quizá no deberíamos dar por hecho que haya una sola respuesta correcta.

Es sorprendente cómo nos pueden afectar las informaciones sobre la extinción de los neandertales, lo mucho que mueve a científicos de la sobriedad habitual de sus escritos a discursos de un lirismo al que no estamos acostumbrados. Siendo una científica responsable, Wragg Sykes es consciente de que “adscribir cualquier nivel de espiritualidad formal a los neandertales iría mucho más lejos de la evidencia arqueológica”.

Pero está segura de que tenemos suficientes pruebas como para decir que “ellos también experimentaron todas las maravillas sensoriales de la vida. Quizá cuando los fotones de un atardecer con la tripa del sol color salmón saturara sus retinas o la canción quejumbrosa de un glaciar con millas de altitud llenara sus oídos, los cerebros de los neandertales tradujeran esto a algo que los dejara sobrecogidos”. Su “quizá” muestra su conciencia de que todo esto es especulación, a lo mejor incluso un deseo, no ciencia ―por ahora.

Los neandertales no pueden hablar. Aunque insistamos con nuestras preguntas a sus huesos, sus genes y sus corazones, nunca podremos estar seguros de que la voz que responde no es sólo la nuestra, que nos devuelve el eco desde una vieja cueva. Pero a lo mejor el error reside en pensar que la pregunta '¿son diferentes a nosotros?' tenga realmente respuestas. Quizás la respuesta correcta a esa pregunta sea, simple y llanamente, 'Sí'. Quizás la mejor forma de concederles su dignidad sea tratándolos como nos tratamos unos a otros, al menos en un aspecto: permitiéndoles ser un rompecabezas.

Al darle vueltas a cómo eran, estamos revelando algo sobre nosotros mismos. ¿Por qué a algunos de nosotros les preocupan criaturas que se extinguieron hace tanto tiempo? No hay duda de que parte de la respuesta es que las preguntas sobre los neandertales representan preguntas sobre nosotros mismos.

La vieja elección del escritor de ficción entre una representación de los neandertales como matones y otra como el prototipo de hippy sin duda refleja inquietudes sobre la naturaleza humana que nos han perseguido en el último par de siglos de nuestra historia: ¿Estamos hechos para la guerra o para la paz?

Esto va más allá de la proyección de una preocupación narcisista. Los científicos contemporáneos parecen estar divididos entre aquellos que creen que la dignidad de los neandertales pasa por el reconocimiento de que era parecidos a nosotros, y aquellos que creen que pasa por reconocer que eran diferentes. Resulta sorprendente que los bandos estén de acuerdo al pensar que la dignidad ―o el respeto, o algo por el estilo― tiene dueño, y que el hecho en sí mismo necesite una explicación.

¿Pero de verdad es todo tan excéntrico? ¿De verdad es más raro querer que se haga justicia a los extintos neandertales de lo que es querer que un amigo condenado erróneamente sea exonerado a título póstumo? Pensadores denostados en vida como chiflados o raros, han sido reivindicados varios siglos después de su martirio por personas exultantes porque al fin se había hecho justicia.

Es, acaso, parte de la naturaleza humana resistirse a la idea de que nuestros intereses mueren con nosotros: una parte de nuestra naturaleza, una parte bonita de ella. Y hace que uno se pregunte: cuando las civilizaciones del Homo sapiens se hayan reducido a huesos y escombros, ¿nuestros sucesores en este planeta estarán igual de ansiosos, cuando excaven entre nuestros montones de basura de plástico, por darnos lo que nos merecemos?

 

Traducido por María Torrens Tillack.

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