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Estados Unidos sigue tensando la cuerda con Irán: qué busca y qué puede pasar

Hace un año, Trump decidió anunciar la salida unilateral de Estados Unidos del acuerdo nuclear que se había firmado entre las potencias del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas —Rusia, China, el Reino Unido y Francia— y Alemania con Irán. Su argumento principal era que Teherán no respetaba los acuerdos firmados y por ello se había convertido en una amenaza de primer nivel para la seguridad estadounidense, cuando ninguno de los organismos encargados de monitorizar el cumplimiento de estos acuerdos habían concluido tal cosa; al contrario, certificaban que Irán estaba siguiendo escrupulosamente con lo acordado.

Quedaba así herido de muerte uno de los tratados que más tiempo y esfuerzo había costado alcanzar en los últimos tiempos. Irán había pasado de ser un país a la defensiva y que amenazaba con convertirse en potencia nuclear a un aperturismo inédito y que había renunciado de forma clara y pública a hacerse con armas nucleares. El consenso alcanzado en la comunidad internacional para lograr este compromiso de Irán también es digno de mención: las principales potencias del planeta lo aprobaron, así como la propia ONU, algo que en estos tiempos es más excepción que norma.

La impugnación del acuerdo por parte de Trump tampoco resultó extraña. Lo llevaba advirtiendo tiempo —aunque sus argumentos se construyesen sobre premisas falsas—, y su llegada a la Casa Blanca supuso la vuelta a puestos clave de la Administración estadounidense de lógicas neoconservadoras afines a la “Guerra contra el Terror” emprendidas por el presidente Bush a principios de siglo. Irán, por tanto, se convertía en el nuevo rival a batir.

John Bolton, el asesor de Seguridad Nacional del presidente, ha dedicado buena parte de su trayectoria política a minar el poder del régimen de los ayatolás, y tal fijación ha tenido una evidente influencia en la actual política exterior de Estados Unidos. Otros focos de tensión como Corea del Norte o Venezuela han tenido un cariz más coyuntural, mientras que la presión sobre Irán tiene una estrategia, unos plazos y unos objetivos claros y definidos.

El resultado no ha sido otro que una presión constante y creciente de Estados Unidos sobre Irán. En cuanto Washington renegó del acuerdo con Teherán, comenzaron a gotear una serie de medidas orientadas a estrangular poco a poco la ya de por sí débil economía del país, bastante dependiente de los hidrocarburos. La más importante ha sido la prohibición a terceros países de importar petróleo y gas natural de Irán, lo cual evidencia los esfuerzos que está acometiendo Estados Unidos en aislar política y económicamente a Irán.

Es innegable que estas sanciones, que de facto suponen un bloqueo económico al país, han tenido un impacto considerable en la economía persa y también en su estabilidad política. Rouhani, el actual presidente, revalidó el cargo en las elecciones de 2017 gracias, especialmente, a haber logrado que se firmase el acuerdo, con todas las implicaciones positivas que eso tenía para la correcta marcha del país. En buena medida el acuerdo nuclear era a su vez un freno dentro del propio Irán para la rama más dura del régimen, partidarios de la autarquía y de la militarización del país.

Pero los vientos de la geopolítica han cambiado. Irán, impotente ante la escalada de sanciones estadounidenses y la inacción del resto de la comunidad internacional por paliar los efectos de la jugada estadounidense, decidió dar hace una semana un plazo de 60 días antes de retirarse totalmente del acuerdo, lo que supondría —o supondrá, yendo al escenario más probable— la muerte definitiva del pacto.

La respuesta de Trump a este anuncio de Teherán ha sido desplazar uno de los cuatro grupos aeronavales que tiene activos —el del USS Abraham Lincoln— al golfo Pérsico con la intención de presionar —o disuadir— a Irán, además de tener justo enfrente de las costas iraníes, en Baréin, la base de la Quinta Flota. Es precisamente en este grupo aeronaval en el que se encontraba la fragata española Méndez Núñez en una operación de adiestramiento conjunto —algo muy habitual en fuerzas navales aliadas—, una situación idéntica a la que se dio hace unos meses cuando corrió el bulo de que esta fragata iba a participar en un ataque estadounidense a Venezuela por encontrarse en aguas cercanas.

Estos mismos días también se han producido incidentes que pueden aumentar la tensión. En el puerto emiratí de Fujaira —en el golfo de Omán— varios buques aparecieron con el casco dañado por lo que parecían ser explosiones o impactos de proyectil. Aunque las miradas apuntan a Irán, lo cierto es que todavía no se conoce quién o qué puede estar detrás de estos sucesos, y tampoco parece demasiado probable —por lo provocativamente ilógico de la jugada— que Teherán haya atacado buques fuera de sus aguas.

La guerra propagandística está servida en cada parte, ya que Estados Unidos también ha hecho público un informe del Pentágono con planes para desplegar 120.000 soldados ante un hipotético conflicto con Irán —una cifra insuficiente tanto para una invasión del país como para confrontar las fuerzas armadas iraníes—.

No cabe duda de que viviremos meses de tensión. Para la Administración Trump puede ser complicado vender el mensaje de una retirada de Oriente Próximo —Siria y Afganistán, especialmente— mientras se tensa la cuerda de un conflicto con Irán, sobre todo si consideramos que en noviembre de 2020, Trump se enfrenta a las presidenciales. Para el lado persa tampoco es un camino exento de complicaciones: que retomen la carrera nuclear parece algo seguro.

En buena medida también aprenden de las lógicas de Trump y sus antecedentes, como el de Corea del Norte: si consiguen el arma nuclear, Estados Unidos se sentará a negociar. De igual manera, la facción más moderada, aquella que defendía un acercamiento con Estados Unidos, perderá peso político en el país, ya que Trump le ha dado parcialmente la razón al ala más dura del régimen iraní.

Incluso más allá del emparejamiento entre Irán y Estados Unidos, la situación se vuelve más complicada. Arabia Saudí, enemigo acérrimo de Irán y declarado rival del país en su disputa como potencia regional en Oriente Próximo, ya ha declarado que no dudarán en buscar también el arma nuclear si Irán se relanza en su carrera atómica, y a pesar de que un proyecto así es caro en el aspecto económico y científico, Arabia Saudí tiene los recursos necesarios para emprenderlos.

Por tanto, de aquí a unos años podríamos acabar viendo dos nuevas potencias nucleares que llevan buscándose las vueltas demasiado tiempo en la región apoyando a grupos enfrentados en los conflictos de Yemen, Siria o Irak.

Sea como fuere, conviene empezar a salir de las lógicas tradicionales del conflicto. El concepto de guerra que podemos tener hoy en mente está ya obsoleto, relegado a los conflictos del siglo XX o a lugares que, por carecer de recursos económicos o materiales, no han podido aún dar el salto a las nuevas formas de hacer la guerra. Las invasiones mediante tropas sobre el terreno son enormemente más costosas en términos humanos, económicos y políticos que recurrir a la guerra económica o la ciberguerra. Provocar el colapso interno de Irán es el nuevo modus operandi de Estados Unidos. Es la guerra del siglo XXI.