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Asalto a América: España no fue diferente (Correctivo para Inocencio Arias)

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El alto concepto que los españoles tenemos de nosotros mismos nos hace incurrir en nacionalismos fuera de definición, españolismos más o menos castizos y, de paso, hostilidades contra nuestros siempre aborrecidos compañeros de la historia, franceses e ingleses. Esto lo practicamos con singular convencimiento cuando se trata de América, de su invasión y ocupación, de la colonia, de la mezcla de razas, de la evangelización y de las independencias del siglo XIX, toda una cadencia de hechos históricos en la que, pese a tal, mantenemos nuestra postura entusiasta e inamovible: nosotros, los españoles, hemos hecho todo eso mejor, mucho mejor que franceses, ingleses, holandeses... y si acaso -sabiendo que siempre necesitamos amigos- corriendo parejas con los portugueses. Bueno, pues no.

Leía yo, hace nada, al cachazudo y desinhibido Inocencio Arias (de Albox, Almería, pero muy murcianizado), Chencho para sus amigos, compadres, contertulios y para la pléyade de periodistas que lo han conocido durante su larga vida como diplomático, especialmente durante los años en que dirigió la Oficina de Información Diplomática (OID). Y leía que atacaba al héroe Bolívar, a cuento del (insignificante) episodio en el que Felipe VI no se levantó como signo de respeto ante el desfile de la espada del caudillo. Y lo zahería con el estilo -burdo, resentido y maleducado- del españolista tardocolonial que nunca perdona a los que le sacudieron la badana y se separaron de la metrópoli siguiendo los designios de la historia. Y así, don Inocencio (que Dios sabe por qué dominios ultras discurre su mente abigarrada) dedicaba diez insultos, diez, a Bolívar: cruel, sanguinario, genocida, despótico, vidrioso, implacable, cruel (sí, dos veces), ni tan valiente (más o menos, cobarde), ni tan buen estratega (digamos que incompetente) y farsante; le acusa, además, de hacernos “canallescas putadas”, de “violar abyectamente las leyes de la guerra” y de “cabrón despiadado”, pese a que los españoles “fuimos un tanto brutales”.

Sí, sí, un discurso impropio de diplomático tan rodado como este Arias que, con la jubilación ha ido trocando la sabiduría del tiempo en la desinhibición de la libertad, los conocimientos que se le suponen en historietas infumables y el tacto obligado de un personaje público (que lo es), en soltura pedestre sin compostura.

Don Inocencio Arias ha resultado ser lo que nadie entrevió en sus mejores años, sin duda aquellos en los que era el amo de la OID y era capaz de engatusar a UCD (1980-82), al PSOE (1985-88) y al PP (1996-97), a fuer de ambiguo, divertido y un punto exótico, cualidades que ha ido perdiendo para quedar en conservador carca, reaccionario españolista y hasta colonialista nostálgico. Era cuando suscitaba una gran simpatía en el mundo periodístico, de lo que da fe este cronista. Ya empezó a mostrar su (ocultable) ideología siendo directivo del Real Madrid, etapa de la que recuerdo un memorable (por lo ridículo) debate con el economista Ernest Lluc, defendiendo uno al madridismo y el otro al barcelonismo, y pretendiendo ambos hacer poco menos que metafísica de unos hechos -la rivalidad y las diferencias y cualidades de los dos famosos clubes- que no merecen la menor atención intelectual.

Ahora es un monárquico juancarlista inaccesible al rubor, nacionalista decimonónico ignorante de la historia y revisor del colonialismo español, al que resume así, tan doctamente: “la colonización española resiste favorablemente la comparación con los otros países”; para lo que, como digo, aporta, de entre la abundantísima silva de trabajos seculares y de altura, una lengua deslenguada y una cultura inculta. El pillo de don Inocencio se queda con las ganas de contarnos que, frente a franceses e ingleses, los españoles podemos alardear, como ventaja indiscutible, de esa gran epopeya del mestizaje, ya que siempre fuimos mucho más correosos, lascivos, racistas, violadores e irregulares en general, de lo que, con no mucha discreción, y una pícara sonrisa, solemos enorgullecernos. Me he imaginado a Arias de colonial y realista general trasnochado, en el campo de batalla y enfrentado a un ejército de criollos independentistas, encorvado por el peso de las condecoraciones ganadas aniquilando indígenas, para acabar, tras afrentoso combate, ofreciendo su espada derrotada a un caudillo cualquiera de esa América insuflada por el viento de la Historia. Un nostálgico sin causa, que no sabe que, entre Cortés y la “bestia caníbal de Moctezuma”, como sentencia, hay que ir y estar con Moctezuma, aunque se comiera crudos a los niños, que también en esto hay que “renunciar a aplicar juicios de valor del siglo XXI a hechos transcurridos en el siglo XVI” (como nos previene Chencho como criterio universal para estudio del pasado). Y pedirle que abandone cualquier fantasía histórica por aquellos militares que esperaban sostener un Imperio decrépito con los entorchados de sus crueldades.

El alto concepto que los españoles tenemos de nosotros mismos nos hace incurrir en nacionalismos fuera de definición, españolismos más o menos castizos y, de paso, hostilidades contra nuestros siempre aborrecidos compañeros de la historia, franceses e ingleses. Esto lo practicamos con singular convencimiento cuando se trata de América, de su invasión y ocupación, de la colonia, de la mezcla de razas, de la evangelización y de las independencias del siglo XIX, toda una cadencia de hechos históricos en la que, pese a tal, mantenemos nuestra postura entusiasta e inamovible: nosotros, los españoles, hemos hecho todo eso mejor, mucho mejor que franceses, ingleses, holandeses... y si acaso -sabiendo que siempre necesitamos amigos- corriendo parejas con los portugueses. Bueno, pues no.

Leía yo, hace nada, al cachazudo y desinhibido Inocencio Arias (de Albox, Almería, pero muy murcianizado), Chencho para sus amigos, compadres, contertulios y para la pléyade de periodistas que lo han conocido durante su larga vida como diplomático, especialmente durante los años en que dirigió la Oficina de Información Diplomática (OID). Y leía que atacaba al héroe Bolívar, a cuento del (insignificante) episodio en el que Felipe VI no se levantó como signo de respeto ante el desfile de la espada del caudillo. Y lo zahería con el estilo -burdo, resentido y maleducado- del españolista tardocolonial que nunca perdona a los que le sacudieron la badana y se separaron de la metrópoli siguiendo los designios de la historia. Y así, don Inocencio (que Dios sabe por qué dominios ultras discurre su mente abigarrada) dedicaba diez insultos, diez, a Bolívar: cruel, sanguinario, genocida, despótico, vidrioso, implacable, cruel (sí, dos veces), ni tan valiente (más o menos, cobarde), ni tan buen estratega (digamos que incompetente) y farsante; le acusa, además, de hacernos “canallescas putadas”, de “violar abyectamente las leyes de la guerra” y de “cabrón despiadado”, pese a que los españoles “fuimos un tanto brutales”.