Coincido con algunos de los más distinguidos miembros de la judicatura murciana -el juez Ángel Garrote, el fiscal José Luis Díaz Manzanera, entre otros- en esa afirmación, tan realista como escabrosa, de que “la solución al problema del Mar Menor no es judicial”, aunque mi postura ya la he expresado criticándola, al tiempo que lo explicaba: en primer lugar porque es verdad que se trata de un problema intrínsecamente político, o ecopolítico, y que deben de ser las instancias políticas las que lo arreglen, y en segundo lugar porque, ante la incapacidad, dolosa y perversa del Gobierno autonómico, y la actitud permanentemente delicuescente de la CHS, dependiente del Gobierno central, el poder judicial debe unirse al clamor y la actitud impaciente del movimiento social (ecologista, ciudadano) para paliar una situación a la que nos han llevado (a la ciudadanía y al Mar Menor, claro) una panda de gamberros ambientales que, además, se muestran incorregibles, tanto por incompetencia como por mala fe, permitiendo y amparando unas actividades agroeconómicas letales.
Y esta actitud responsable del poder judicial, que echamos tanto en falta en numerosos conflictos ambientales pasados y presentes, ha de verse en este proceso tan singular, cumpliendo correcta y justamente, tanto los fiscales como los jueces. Si, como ha dicho Díaz Manzanera, el 'caso Topillo' constituye “la instrucción más compleja en la historia procesal murciana”, ha de responderse con un trabajo complejo y unas decisiones -a la hora de la sentencia- complejas, que abarque todo el espectro de asuntos a enjuiciar y no eluda asumir los necesarios elementos de ejemplaridad y pedagogía.
En primer lugar, el tiempo no debe dilatarse: el que la vista oral del juicio del desastre de Aznalcóllar/Doñana de 1998, vaya a celebrarse a los 25 años de producidos los hechos, hace temblar, porque en estos asuntos de tipo ambiental es de directa aplicación el principio popular de que “una justicia lenta no es verdadera justicia”, dado que aboca en inutilidad, total o parcial. Que pidan la ayuda que necesiten, jueces y fiscales implicados, y que se mueva el presidente del TSJ, Pascual del Riquelme, que me parece verlo de adorno (y que me perdone si, por el contrario, se está dejando la piel, como le correspondería, en este molesto, complejo y peligroso asunto). Las instancias superiores, Tribunal Supremo y Consejo General del Poder Judicial, deben conocer de esta tragedia del Mar Menor, ya que alcanza a sus territorios competenciales y deben mostrarse a la altura de las circunstancias.
Es el momento de advertir de que la sociedad murciana militante no va a consentir que se repita el espectáculo (por chapucero, injusto, inquietante) del trato judicial que se dio a las imputaciones del fiscal Valerio en 2004 sobre los desmanes en el Noroeste, episodio en el que ya figuraban personas y sociedades que vuelven a estar presentes en el 'caso Topillo' (aunque puede que con denominaciones alteradas). Tema que viene a colación porque en el Noroeste se está produciendo lo mismo que tenemos en el Mar Menor, con la diferencia -ciertamente menor- de que en lugar de la albufera martirizada, tenemos los acuíferos envenenados. Advertencia a tiempo: no sigan mirando para otro lado cada vez que se les plantean los abusos del Noroeste, y que Díaz Manzanera vigile la incorregible tendencia de su subordinado De Mata a no entrar en ese área minada (Moratalla y Caravaca, en primer lugar). Que ya están haciendo, unos y otros, lo mismo que durante decenios sobre el Mar Menor: nada.
Ándense con cuidado al contar los daños ambientales de la laguna, que parecen haberse evaluado en unos 30 millones de euros, sin duda por un perito ignorante que no se ha molestado en recurrir -como criterio certísimo- a lo que las Administraciones ya han evaluado para lograr el “vertido cero”, que son más de 600 millones, o a lo que ya vienen gastando o previendo, que es de ese mismo orden. Y no se dejen dominar por el vértigo, llegado el momento de echar cuentas: que son miles de millones las ganancias del empresariado agrario del campo de Cartagena que se han obtenido a costa de pudrir el Mar Menor. Espero que lo entiendan, y que no opten por la (facilísima) providencia de echar esa carga sobre las mal llamadas 'espaldas del Estado', tan socorridas, ya que son las nuestras (incluyendo las de jueces y fiscales).
Y que ataquen, se escandalicen y amplíen su visión y percepción, que no se amilanen ante el planteamiento de la necesidad de acometer una “Causa general por el agua en la Región”, o “por la agricultura intensiva”, que viene a ser lo mismo, escurriendo el bulto con los “hechos puntuales y probados”, y ateniéndose, exclusivamente, a la letra de la imputación originaria (aunque sigo creyendo que esta da pie para mucho). Les pagamos para que se lo curren a conciencia y, si no es mucho pedir, brillen profesional y cívicamente, que su trabajo es el de la Justicia, esa entelequia en la que, sin embargo, sigue siendo necesario creer.
Coincido con algunos de los más distinguidos miembros de la judicatura murciana -el juez Ángel Garrote, el fiscal José Luis Díaz Manzanera, entre otros- en esa afirmación, tan realista como escabrosa, de que “la solución al problema del Mar Menor no es judicial”, aunque mi postura ya la he expresado criticándola, al tiempo que lo explicaba: en primer lugar porque es verdad que se trata de un problema intrínsecamente político, o ecopolítico, y que deben de ser las instancias políticas las que lo arreglen, y en segundo lugar porque, ante la incapacidad, dolosa y perversa del Gobierno autonómico, y la actitud permanentemente delicuescente de la CHS, dependiente del Gobierno central, el poder judicial debe unirse al clamor y la actitud impaciente del movimiento social (ecologista, ciudadano) para paliar una situación a la que nos han llevado (a la ciudadanía y al Mar Menor, claro) una panda de gamberros ambientales que, además, se muestran incorregibles, tanto por incompetencia como por mala fe, permitiendo y amparando unas actividades agroeconómicas letales.
Y esta actitud responsable del poder judicial, que echamos tanto en falta en numerosos conflictos ambientales pasados y presentes, ha de verse en este proceso tan singular, cumpliendo correcta y justamente, tanto los fiscales como los jueces. Si, como ha dicho Díaz Manzanera, el 'caso Topillo' constituye “la instrucción más compleja en la historia procesal murciana”, ha de responderse con un trabajo complejo y unas decisiones -a la hora de la sentencia- complejas, que abarque todo el espectro de asuntos a enjuiciar y no eluda asumir los necesarios elementos de ejemplaridad y pedagogía.