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Ecologistas postmodernos

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La postmodernidad -decía yo en mis clases para suscitar la sonrisa y el interés de los alumnos- es el periodo histórico y cultural que sigue a la modernidad… Y así, sobre un hilo continuador y, a la vez, una cadencia de interesantes cuestionamientos, la etapa postmoderna ha fundado su estructura diferencial afirmándose en los grandes cambios que, en las sociedades modeladas por el capitalismo, ha habido que constatar a partir de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, desde la década de 1960 (con el hito, no por manido menos oportuno) de Mayo del 68.

Y como el ecologismo surge en esa década de 1960 y asume como esencia propia el análisis crítico y militante, tan duro como impaciente, de la larga modernidad que venía desde los siglos XV y XVI en Occidente -con la colonización, el imperialismo, el saqueo del planeta y el sometimiento, más o menos logrado, de todas las demás culturas-, decimos que se trata de un fenómeno típicamente postmoderno.

Esta filiación, en relación con el momento histórico así llamado, no tiene por qué implicar identificación, entre otros motivos porque lo postmoderno es objeto de todo tipo de definiciones y, por supuesto, revisiones y rechazos, cosa de intelectuales que hilan fino. Se trata de una ubicación en coordenadas temporales útiles y razonables, y no hay por qué entrar en ociosas sutilezas. El ecologismo es postmoderno a fortiori, como resultado, crítico y sincrético, de posos e impulsos acumulados durante siglos.

Con el pacifismo y el feminismo, el ecologismo forma el trío de movimientos sociales típicos de la postmodernidad, respondiendo, los tres, a realidades consolidadas pero insufribles, a las que declaran su firme hostilidad: la carrera de armamentos y el horror atómico, el papel sometido de la mujer y la destrucción implacable de la naturaleza. Los ecologistas nos situamos, pues, en ese frente, en el que pretendemos además constituir una cosmovisión, es decir, una comprensión del mundo y la sociedad que sea global, tan amplia como unitaria y unificadora.

El ecologismo postmoderno ha de habérselas con otro rasgo destacadísimo de la postmodernidad, la tecnologización generalizada e invasiva, siempre encaminada al mayor lucro del capitalismo. Un capitalismo, postmoderno por supuesto, que ha movido la historia de la modernidad acumulando abusos, humillaciones y genocidios, con la persistente acción depredadora hacia la naturaleza.

El ecologismo actual se nutre del potencial crítico que resulta de su oposición a los muchos y muy pretenciosos “logros de la modernidad”, como la expansión implacable y dogmática -manu militari- de las ideologías económicas, culturales y políticas de Occidente, la exaltación de todo esto de la mano del racionalismo filosófico, la alocada carrera de la Revolución industrial hacia la destrucción del planeta, etc., etc. Para lo que ha ido elaborando armas e instrumentos que desenmascararon lo esencial de esa “herencia” pretendidamente brillante, a la luz siempre de los destrozos y los crímenes que asume como daños inevitables o incluso como descarada justificación. Para esto nacieron la economía ecológica y la ecología política: para deslegitimar las dos creaciones esenciales de Occidente: el capitalismo productivista (en su fase ideológica “postmoderna”, es decir, neoliberal) y la democracia liberal (con su dependencia de lo económico y sus trapacerías sin cuento).

Este ecologismo, tal y como se expresa en los tiempos recientes, ya recibió un estimulante impulso hacia su protagonismo actual con la obra de Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (1964), aquella advertencia hacia la sociedad tecnologizada que movió a una intensa alarma humanista, que luego aumentó con el desarrollo de la sociedad digital (que primero fue llamada, ingenuamente, “sociedad de la información”) y sus insidias, globalmente incompatible con el desarrollo humano.

Postmodernidad (1996), de David Lyon, es un trabajo, breve y denso, que explica muy bien esta idea. Conviene, en todo caso, leer La condición postmoderna, “texto seminal” en el que François Lyotard estableció, en 1979, lo que entendía por tal, y que debe tenerse siempre a mano. Añadiré, como recomendación a la lectura, solamente otros dos textos de mérito que buscan, en el plano teórico, el anclaje del ecologismo en el pensamiento filosófico: uno es Ecocinismos (2011), de José Alberto Cuesta, que ha estudiado con gran minuciosidad el pensamiento de la escuela que fundaran Antístenes y Diógenes de Sínope, desmenuzando su proximidad con el ecologismo; y otro es Los cien ecologismos, de Ignacio Quintanilla y Pilar Andrade, que vengo leyendo por encargo de la editorial que lo publicará en breve, y que desarrolla el enorme esfuerzo que supone “extraer” cuanto de ambiental hay, más o menos disperso o desestructurado, en la historia del pensamiento.

La postmodernidad -decía yo en mis clases para suscitar la sonrisa y el interés de los alumnos- es el periodo histórico y cultural que sigue a la modernidad… Y así, sobre un hilo continuador y, a la vez, una cadencia de interesantes cuestionamientos, la etapa postmoderna ha fundado su estructura diferencial afirmándose en los grandes cambios que, en las sociedades modeladas por el capitalismo, ha habido que constatar a partir de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, desde la década de 1960 (con el hito, no por manido menos oportuno) de Mayo del 68.

Y como el ecologismo surge en esa década de 1960 y asume como esencia propia el análisis crítico y militante, tan duro como impaciente, de la larga modernidad que venía desde los siglos XV y XVI en Occidente -con la colonización, el imperialismo, el saqueo del planeta y el sometimiento, más o menos logrado, de todas las demás culturas-, decimos que se trata de un fenómeno típicamente postmoderno.