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Diplomáticos, ofio de brillo y temple

(I) Al principio fue el Sáhara

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Un amigo diplomático, que me ha recordado los años en que cultivé mis contactos y relaciones con este tipo humano, de mérito e interés, que es el diplomático de carrera, me recrimina la (cierta) dureza que he empleado con el ministro español de Exteriores, José Manuel Albares, tanto por la tensión Occidente-Rusia como en sus relaciones con Marruecos a cuento del Sáhara, criticando un trabajo que él considera más diplomático que político. Yo le he dicho que no, que es más político que diplomático, y que si fuera puramente diplomático tendría que atenerse mucho más a las (aparentes, formales) reglas de la diplomacia y del Derecho Internacional. Pero el caso es que me ha dejado con el runrún y la reconquija (porque no me gusta ser injusto con nadie, y cuando critico me reviso antes y después), así que he decidido escribir algo más suave y proporcionado, con mi sincero elogio, directo o indirecto, a la profesión diplomática.

El primer diplomático que yo conocí era el embajador de Argelia en España, Mohammed Jelladi, al que gustaban mis artículos en Triunfo y El País sobre el Sáhara (y contra Marruecos, claro), y de ello se derivó, también, el primer almuerzo que yo disfruté, invitado por él, en una residencia diplomática: un recuerdo especialmente grato dada la categoría personal, a más de diplomática, del embajador. Era durante 1977 y como nos hicimos amigos, meses después pude contar con sus muy cualificadas informaciones (vuelto él a Argel e instalado en su Ministerio), cuando el semanario La Calle me envió a investigar el apuñalamiento de Antonio Cubillo, líder independista canario. Tanto mis informantes en Argel (donde me movía muy bien debido a mis frecuentes viajes camino del Sáhara Occidental) como el propio Jelladi me confirmaron en lo que todos sospechábamos: los servicios secretos españoles planearon el atentado, que resultó frustrado (Cubillo se salvó, pero hubo de seguir viviendo en silla de ruedas), resultando que uno de los dos terroristas era un tal Espinosa, agente doble (o triple), murciano por más señas.

En relación con el Sáhara también conocí muy buenos diplomáticos dentro del Frente Polisario, aunque no lo fueran de carrera: me refiero a Mohammed Salek, su hombre en Argel, o a Ahmed Bujari, que representó muchos años a su pueblo y país en la ONU.

De mis viajes a Argel recuerdo el que tuvo como principal objeto asistir a una cumbre árabe del llamado Frente de Rechazo (de Estados enfrentados a Israel y a Egipto, que había capitulado y reconocido al Estado sionista), y con ese motivo quise entrevistar al entonces (que parecía sempiterno) ministro de Exteriores argelino, Abdelaziz Buteflika, brillante diplomático y mano derecha de Bumedián desde que se iniciaran ambos en la guerra contra Francia; sus guardaespaldas impidieron ese atrevimiento directo mío, y me quedé con las ganas. A cambio, ese mismo día conseguí que me concediera una entrevista el primer ministro de la República Saharaui, Mohammed Lamín, al que yo profesara una admiración instintiva, pero esa vez fui yo el que quedó mal, porque la cita coincidía con la hora de mi regreso a Madrid, y opté por coger el avión. Creo recordar que era febrero o marzo de 1978.

Como varios de los estudiantes palestinos de Políticas de la Complutense optaron por trabajar en embajadas árabes, tuve la oportunidad de viajar a Trípoli en septiembre de 1981, gracias a la gestión de mi compañero y amigo Alí el Helou, que se iniciaba de diplomático en la embajada libia. La semana que pasé en Libia, con decenas de periodistas y políticos de todo el mundo, estuvo dedicada a los fastos de la conmemoración del golpe de Gadafi contra la monarquía de los Senussi (1969), fiesta llamada de la Victoria (An-Nasr), y de ella recuerdo muchas cosas: la abundancia de indostánicos en todos los trabajos callejeros para la fiesta, los tremendos e incendiarios discursos, diarios, de Gadafi (la 6º Flota estadounidense acababa de derribarle dos aviones Mig en lo que se llamó 'incidente de la Sirte', sobre el Mediterráneo, y los ánimos estaban exaltados); la abundancia de orientales (coreanos del norte o vietnamitas) a bordo de los carros de combate en los desfiles interminables, la arquitectura española (siglo XVI) de la fortaleza de Trípoli; los campos de naranjas cultivados por yugoslavos…¡Los libios no trabajaban, sino que vivían pensionados! Y tampoco se me olvidan las penas sufridas por la abstinencia impuesta a rajatabla (así como la avalancha hacia los bares del aeropuerto de Roma al regreso de tan inmisericorde país...)

El editar y dirigir el boletín Actualidad Árabe Política y Económica en 1985-1988, me permitió relacionarme con la práctica totalidad de los embajadores árabes en Madrid, y con muchos diplomáticos. De ello se derivaron muy interesantes experiencias, incluidas diferentes estancias en varios países árabes; lo que seguiré contando.

Un amigo diplomático, que me ha recordado los años en que cultivé mis contactos y relaciones con este tipo humano, de mérito e interés, que es el diplomático de carrera, me recrimina la (cierta) dureza que he empleado con el ministro español de Exteriores, José Manuel Albares, tanto por la tensión Occidente-Rusia como en sus relaciones con Marruecos a cuento del Sáhara, criticando un trabajo que él considera más diplomático que político. Yo le he dicho que no, que es más político que diplomático, y que si fuera puramente diplomático tendría que atenerse mucho más a las (aparentes, formales) reglas de la diplomacia y del Derecho Internacional. Pero el caso es que me ha dejado con el runrún y la reconquija (porque no me gusta ser injusto con nadie, y cuando critico me reviso antes y después), así que he decidido escribir algo más suave y proporcionado, con mi sincero elogio, directo o indirecto, a la profesión diplomática.

El primer diplomático que yo conocí era el embajador de Argelia en España, Mohammed Jelladi, al que gustaban mis artículos en Triunfo y El País sobre el Sáhara (y contra Marruecos, claro), y de ello se derivó, también, el primer almuerzo que yo disfruté, invitado por él, en una residencia diplomática: un recuerdo especialmente grato dada la categoría personal, a más de diplomática, del embajador. Era durante 1977 y como nos hicimos amigos, meses después pude contar con sus muy cualificadas informaciones (vuelto él a Argel e instalado en su Ministerio), cuando el semanario La Calle me envió a investigar el apuñalamiento de Antonio Cubillo, líder independista canario. Tanto mis informantes en Argel (donde me movía muy bien debido a mis frecuentes viajes camino del Sáhara Occidental) como el propio Jelladi me confirmaron en lo que todos sospechábamos: los servicios secretos españoles planearon el atentado, que resultó frustrado (Cubillo se salvó, pero hubo de seguir viviendo en silla de ruedas), resultando que uno de los dos terroristas era un tal Espinosa, agente doble (o triple), murciano por más señas.