Salimos de la autovía en Pobladura del Valle, atraídas por su campanario en espadaña, coronado con un nido de cigüeña. El valle del río Órbigo, con su vegetación y arbolado exuberantes, es como una isla de verdor en mitad de este horizonte que huye hasta perderse de vista.
A las tres de la tarde, el sol descarga su metralla sobre estas grandes extensiones amarillas y verdes en las que parece que se hubiera derramado una sangría de amapolas. Necesitamos un poco de frescor y sombra. En la carretera nacional, un hostal llamado Las Nieves, una construcción abandonada, resulta una incongruencia. A continuación, integradas en colinas marrones, pueden verse unas cuevas que albergan viviendas y bodegas. Sus chimeneas asoman como si fueran montículos.
-Parecen un poblado prehistórico -comenta Lady Chorima, mi copiloto- o una aldea de gnomos. Qué raro se hace ver los Peugeots y Toyotas aparcados en las puertas.
Nada más entrar en el pueblo, observamos una terraza ocupada por gente de paso y un cartel que anuncia una de las atracciones etnográficas del lugar: el museo del Whisky Vafer.
-¿Güisqui, aquí? -pregunto, intrigada.
-Pues sí -responde Chori, consultado su móvil-. Según la Wiki, se trata de un bar con 2500 botellas en exposición. ¿Quieres visitarlo?
-¡Ni harta de vino!
-Pues la siguiente atracción -continúa ella- es aún más curiosa: en este lugar de tierra adentro, ¡hay un museo naval! Es un museo de maquetas, vale, pero cuenta con la segunda maqueta más grande del mundo, la del acorazado «Hood». Tengo hambre -concluye.
Avanzo por la Avenida de Madrid, giro hacia la iglesia y un poco más allá encontramos una explanada, como un ruedo de grama, sombreada por varios árboles, con un palco al fondo: la Plaza del Parque. Aparco a la sombra de un pino. Este parque solitario, concurrido solo por el cuco, las palomas y bandadas de golondrinas y gorriones, es el sitio perfecto para comerse el bocata. Hay bancos, columpios y un tobogán que conviven con balancines y tiovivos de los años ochenta. Esta sinfonía de pájaros se perturba de vez en cuando por el ruido de algún coche o autocaravana.
- ¿Dónde está la gente? -pregunto entre bocado y bocado-. ¿Por qué la mayoría de las casas parecen vacías? Anda, pregúntale a Bixby.
-Según el último censo oficial, aquí viven 168 hombres y 170 mujeres -responde Bixby.
- ¿Y los niños? -pregunta Chori-. ¿De dónde sale la idea de una “Plaza del Parque”?
Pero Bixby se aturulla con las respuestas.
-Me interesa el tema -comenta Chori- porque en el ensayo de Thoreau que estoy leyendo… Éste que ves -dice sacando un librito con una foto en la portada donde se ven unos troncos de araucarias.
Es Camiñando, una traducción gallega de Elva Souto editada por Axóuxere.
-En el prólogo, Pablo Seoane dice así -y empieza a leer-: “el parque es la mala conciencia ciudadana, conmemoración y fantasma de la selva recordada o presentida, residencia de yonquis, trastornados y sujetos atravesados por una pulsión erótica dañina o suicida, territorio también de la infancia que juega al fútbol o a matarse bajo la mirada metálica de los próceres de la patria, que a su vez cumplen con su elevado destino de letrina y palomar…”
-Tal cual -comento entre risas-. Así recuerdo los parques de mi infancia.
-Según el propio Thoreau -continúa ella-, una ciudad sobrevive por los bosques y campos que la rodean. Y deberíamos considerarnos, más que miembros de la sociedad, una parte integrante de la naturaleza.
-En pueblos de este tamaño parece algo más que obvio, ¿no?
-Los parques infantiles -interviene Bixby, sin que nadie le haya pedido información- se importaron de los EEUU a principios del siglo XX. El presidente Roosevelt aprobó las primeras disposiciones para crear un entorno de juego seguro a la infancia, fuera de las calles...
Sigue durante un buen rato, hasta que la cortamos.
-Los parques -opina Chori- son como una parte del desarrollo urbano que en los núcleos pequeños no siempre llega a completarse.
-Chori -susurro-, tu I.A nos está espiando.
-Si, es entrometida. Voy a silenciar el micrófono.
-¡No puede ser!
Al terminar la comida, nos acercamos a ver las cigüeñas. La iglesia está cerrada. Aunque reformada, no presenta muy buen estado. Alguien ha escrito en uno de los muros: “¿Dios existe?”. En Google Maps encontramos una reseña sobre su magnífico retablo del S. XVII. Al parecer, hace 65 años decidieron tirar el cuerpo central, sólo se salvó el ábside y la espadaña. En el tejado se siente crotorar a las cigüeñas.
-Mira -comenta Chori alzando una pluma negra y alargada-, es tan elegante como su propietaria. Va a ser mi recuerdo de la visita -dice levantado la cabeza hacia los pináculos, desde donde nos observan.
Al frente de la iglesia está el Ayuntamiento, un edificio nuevo y anodino, a su alrededor hay un conjunto de viviendas bajas, entre ellas una muy amplia, de dos pisos, en cuya fachada han colgado el cartel de Plaza Mayor: las nubes se cuelan por los huecos de las ventanas y el tejado inexistentes. Saludamos a un lugareño que acaba de salir de la casa de al lado, un octogenario con la cara cuarteada, delgado y de aspecto ágil. Lleva un sombrero y una mochila. El vecino, en lugar de devolvernos el saludo, se aleja renegando por una calle que muere en el valle.
Después de hacer un par de fotos regresamos al coche, en este tramo del viaje vamos escuchando The Ofarim Story, de Esther y Abi Ofarim: salimos de Pobladura tarareando “Dirty Old Town” mientras tomo hacia la Torre del Valle, o sea en dirección contraria.
-Por razones familiares -le digo a Lady Chorima, que sigue cantando-, me interesan todos los pueblos que llevan “Torre” en el nombre.
-Ya, total está al lado -dice con total despreocupación.
En este viaje de regreso marcaremos un nuevo récord: 13 horas de viaje entre Madrid y la Costa da Morte. Cruzamos un puente y dejamos a la derecha el Arroyo del Reguero Grande del Valle, con sus senderos y vergeles aledaños. Chori observa los mástiles y las aspas de los eólicos, a lo lejos, en el horizonte.
-Son como los fantasmas de la España vaciada -murmura.
En un plano más corto se levantan los dos silos de una fábrica de piensos. Benavente queda a unas pocas torres de electricidad. Junto a los sistemas de riego por pivote, esos ciempiés gigantes y metálicos, cada vez más estaciones solares y eólicas colonizan estas tierras.
En la entrada a la Torre del Valle nos volvemos a encontrar con el lugareño.
-Un poquito huraño, el vecino.
-Yo haría lo mismo -afirma Chori.
Nos reciben las fachadas de adobe de antiguas casas decrépitas y de casas vulgares, quizá vacías también. Nos detenemos al pie de Nuestra Señora de Alba de la Asunción, una iglesia con el mismo tipo de campanil ocupado por las cigüeñas, aunque esta parece cerrada desde hace mucho. Subimos hasta la puerta lateral cubierta de margaritas y amapolas sobre fondo amarillo de gramíneas. El cementerio anexo está rodeado de una pared de ladrillo sin enlucir. Las tumbas, con sus lápidas de mármol gris, recientes y bien mantenidas, contrastan con el estado de la iglesia.
-Los vecinos que entierran aquí a su gente, ¿creerán en Dios? -bromeo.
Lady Chorima se encoge de hombros. Avanzamos entre cardos de flores lilas para llegar hasta un atrio recubierto de hierbas de manzanilla. La fachada de Alba de la Asunción es refugio de palomas y pájaros migrantes. Sin pensarlo, he disparado sobre el espíritu santo: lo veréis en las fotos que acompañan esta nota. Frente a la puerta principal han crecido dos árboles jóvenes que ofrecen algo de sombra.
-Una, aunque es atea, se queda pensando que estaría bien salvar estos lugares -le digo-. Si quiera por consideración hacia las aves que viven en ellas.
-¡Amebas! -responde ella-. Digo, hostia, ¡amén!
¡Viva la feria, viva la plaza, viva la ilusión!
¡Vivan los cerros pintarrajeados de mi comarca, viva la canción, viva la ilusión!
¡Viva la vida y los amores de mi comarca…!
(Esther & Ari Ofarim, Die Ofarim-Story)