En 1975, cuando era veinteañera, Rosmarie Wydler-Wälti participó en la ocupación durante semanas del lugar donde se iba a construir una central nuclear cerca de Basilea, su ciudad. Una década después, estaba en la primera línea de las protestas, algunas violentas, por el vertido en el Rin tras el incendio en la empresa química Sandoz. Rosmarie, que ahora tiene 74 años, es la co-presidenta de la asociación que acaba de ganar en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo un caso pionero contra el Estado suizo por no proteger la salud de mujeres como ella afectadas por la crisis climática.
Cuando se encontró a la puerta del tribunal de Estrasburgo con Greta Thunberg, de 21 años, casi nadie conocía a Rosmarie. La “noticia” era que la activista sueca más famosa del mundo le daba las gracias a esta mujer desconocida para la mayoría, pero que ha logrado con su asociación de más de 2.500 mujeres un triunfo en los tribunales que dará lugar a otras querellas y pondrá a gobiernos como el de su país bajo más obligaciones legales vinculantes.
Rosmarie se define como feminista y activista medioambiental y está acostumbrada, en realidad, a ver resultados de sus acciones. La planta nuclear a las afueras de su ciudad contra la que protestaba nunca se construyó: el proyecto se canceló en 1988 entre las protestas, los costes y el accidente de Chernóbil. El accidente de Sandoz, cuya causa nunca se aclaró, llevó a nuevos estándares de seguridad y legislación europea para la protección del Rin. Tal vez por ello, Rosemarie no ha dejado de protestar pidiendo responsabilidades y acciones concretas. Ha protestado en Davos y no ha parado de idear campañas igual que sus colegas de asociación y generación. Hace unos meses, el corresponsal de medioambiente del Guardian se dio un paseo por los Alpes con algunas de ellas para hablar de la querella y del calor que hace también en Suiza en verano. El periodista contaba esta semana que, aunque tiene la mitad de edad que muchas de ellas, las señoras estaban más en forma que él y resistieron mucho mejor la caminata.
En nuestro mundo tan entregado al espectáculo efímero y vistoso en las redes y donde las voces más contundentes suelen captar nuestra atención es más fácil fijarse en los discursos de una joven enfadada o en los activistas que arrojan sopa a la Mona Lisa que en personas como Rosmarie, que llevan toda la vida protestando, a veces de manera también espectacular, pero casi siempre de forma colectiva y ligada a causas muy concretas. La concreción de su caso -contra un solo país y por la falta de protección a las mujeres mayores, especialmente afectadas por los efectos del calor- ha sido una de las claves de su victoria. Sin duda, llamaba más la atención el grupo de niños y adolescentes que se querellaban contra Portugal y otra treintena de países, pero el tribunal de Estrasburgo no admitió a trámite su caso. Demasiados países, demasiado general.
Este caso climático en Estrasburgo, además, nos recuerda el valor en particular de las mujeres de esa generación en toda Europa, las que eran veinteañeras en los años 70, entraron en el mundo laboral cambiante en esa época de crisis, avances y persistente desigualdad, lucharon de manera concreta por cambiar el mundo y, de hecho, lo consiguieron. Desde luego, en España, pero también en países como Suiza, que pese a su riqueza y aparente desarrollo ha sido durante años uno de los más atrasados en igualdad y derechos sociales (las mujeres no tuvieron derecho de voto hasta 1971 en las elecciones federales, y un cantón se resistió hasta 1990).
La entrega de todas las generaciones a la juventud hace a menudo pensar que la de ahora es la más revolucionaria y la que entiende mejor el progreso, pero a menudo no es así. Y la verdad es que estas señoras suizas setentonas nos han dado a las más jóvenes una buena lección.