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Afganistán, el fracaso de la seguridad mundial

EFE/EPA/MANUEL ELIAS / UNITED NATIONS

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Irak, Libia y ahora Afganistán ponen al descubierto que la política de seguridad mundial, dirigida por las administraciones norteamericanas y la OTAN es, desde la autodisolución del Pacto de Varsovia en 1991, el único sistema de seguridad multinacional que actúa en el escenario internacional sobrepasando el mandato explícito de la Carta de las Naciones Unidas.

El mayor esfuerzo, para evitarle a la humanidad el flagelo de la guerra, se produjo finalizando la segunda Guerra Mundial, cuando los aliados que se enfrentaron al eje alemán-italiano-japonés, comprometieron un nuevo sistema de seguridad internacional basado en la Carta de las Naciones Unidas.

En su preámbulo condensaba su compromiso: Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles……

Y tras el preámbulo, se articulaban las bases del nuevo derecho internacional, que pretendía evitar el horror y la devastación que producen las guerras.

En el capítulo I, sobre Propósitos y Principios, en su artículo 2 establece: Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.

El incumplimiento de ese principio básico de las diferentes Administraciones Norteamericanas y la OTAN, desde su intervención en Yugoeslavia en 1999, ha desencadenado en diferentes zonas del mundo, procesos de desestabilización y conflictos armados que nunca se debieron producir de haberse respetado la Carta de las Naciones Unidas.

Como respuesta a los ataques terroristas de Al-Qaeda del 11 de Septiembre de 2001 en Nueva York, el entonces Presidente de los EEUU, George Bush, teorizando un nuevo concepto de seguridad, el de la doctrina de agresión positiva, por el que EEUU tenía derecho de tratar como terroristas a aquellos países que permitían mantener en su suelo grupos terroristas, atacaba en octubre de ese mismo año Afganistán junto al Reino Unido. A esa operación militar conocida como libertad duradera, se unieron más tarde fuerzas de la OTAN y en diciembre expulsaban a los talibanes del poder, replegándose éstos a las zonas rurales o Pakistán. Hamid Karzai fue seleccionado en una Conferencia en Bonn para dirigir la Administración Provisional Afgana y en las elecciones de 2004 fue elegido Presidente de la República Islámica de Afganistán. 

Según Amnistía Internacional, los 19 años de guerra han causado más de 150.000 muertos -casi 60.000 serían militares y policías afganos- y 1,2 millones de personas desplazadas.

A la doctrina de agresión positiva, Bush añadiría más tarde el concepto de guerra preventiva por el que sostenía que los EEUU podían derribar regímenes extranjeros que representasen una supuesta amenaza a los intereses de los EEUU. La guerra preventiva fue un argumento utilizado en Núremberg (1945) por la defensa de los criminales nazis intentando legitimar la invasión de Polonia.

Y con esa falsa legitimación, EEUU atacó en marzo de 2003 a Iraq.

El entonces Secretario General de las Naciones Unidas Kofi Annan afirmó en 2004: “Desde nuestro punto de vista y el punto de vista de Carta de la ONU, [la guerra] fue ilegal”. Una guerra que, basada en mentiras, solo ha servido para destruir un país, hacerlo retroceder 50 años en su bienestar y justificar la creación del autodenominado Estado Islámico. Un estudio de la Universidad Johns Hopkins, publicada en la revista The Lancet en 2006, estimaba en 655.000 muertos los producidos por  la guerra. A pesar de ser el tercer exportador de petróleo y uno de los cinco países con mayores reservas, los 39 millones de habitantes no pueden disfrutar de los niveles de vida de países exportadores debido a la devastación que produjo la intervención militar que dejaron a la mayoría de la población en la pobreza, sin servicios básicos como la electricidad o el agua potable y  sin un sistema sanitario universal y eficaz.

Después de Afganistán e Irak le llegó el turno a Libia en 2011.

En 2009, Libia ocupaba el puesto número 49 en el ranking del Índice de desarrollo Humano (IDH), que tiene en cuenta tres variables: vida larga y saludable, conocimientos y nivel de vida dignos. La esperanza de vida en aquel año en Libia era de 72,13 años, su tasa de mortalidad del 4,7% y su renta per cápita era de 6.112 euros.

Con el puesto 49 del IDH se situaba a la cabeza de los países africanos muy por encima de Sudáfrica que ocupaba el puesto 118, Egipto con el 112 o Marruecos con el 127.

Pero en 2011, se sucedieron en Libia movilizaciones contra el entonces presidente Gadafi y éstas derivaron en enfrentamientos armados al facilitar Francia y Egipto armamento a los rebeldes con el consentimiento de los EEUU.

EEUU, Reino Unido y Francia se convirtieron en la fuerza aérea de los rebeldes al bombardear las posiciones del gobierno de Gadafi desde el 19 de marzo y el 31 de marzo la OTAN asumía el mando conjunto de las operaciones en Libia. 

El resultado es conocido: derrota del gobierno, ejecución extrajudicial, tras ser torturado de Gadafi, y Libia convertida en un territorio sin ley, fragmentado en diversos grupos militares, enfrentada la parte oriental y la occidental con apoyos respectivos de diferentes países extranjeros.

Y, como en Irak, lo que escondía esa intervención militar contra el gobierno de Gadafi era su riqueza petrolera, gasística y la mayor reserva acuífera de África.

En la actualidad, y debido al caos político interno, Libia produce un millón de barriles de petróleo diarios, medio millón todavía por debajo de los que se producían con el gobierno de Gadafi.

 Una década de guerra y enfrentamientos entre milicias ha acabado con las infraestructuras del país, se estima que la inversión necesaria para reconstruir el país supondrán más de 380.000 millones de euros durante los próximos cinco años, que deberán ir a infraestructuras críticas como el suministro de energía, agua corriente y telecomunicaciones.

Y ahora Afganistán, tras la retirada de las tropas de ocupación, se ha vuelto a talibanizar ocupando estos todo el territorio sin apenas resistencia, diluyéndose las instituciones del gobierno del Presidente Ashraf Ghani, desertando sus fuerzas policiales y militares y exiliándose el Presidente Ghani y sus colaboradores a Tayikistán

El fracaso estadounidense y de la OTAN en Afganistán, como en Irak o Libia es el fracaso de un sistema que atenta directamente contra la Carta de las Naciones Unidas, contra el Derecho Internacional al intervenir contra la integridad e independencia de los Estados.

Es cierto que existen muchos estados en el mundo que no cumplen con los derechos humanos más elementales, que en muchos estados islámicos a la mujer se la  excluye de la vida civil, no pueden viajar sin autorización de un familiar, no pueden conducir ni recibir educación o ejercer alguna profesión. Pero esa realidad ha de ser resuelta en todos y cada uno de esos estados con la cooperación internacional a través de las instituciones de las Naciones Unidas.

EEUU y la OTAN no se hacen responsables de estos fracasos, pero la sociedad civil y el movimiento pacifista internacional deberían asumir la responsabilidad de contribuir a la construcción de una alternativa a ese sistema de seguridad basada en la desmilitarización progresiva y el respeto escrupuloso a la Carta de las Naciones Unidas.

Los gobiernos miembros de la OTAN deberían tomar nota, asumir sus responsabilidades de estos fracasos y facilitar la disolución de la OTAN para construir un nuevo sistema de seguridad humana, sin armas de destrucción masiva, reduciendo los ejércitos nacionales y el gasto e investigaciones militares para dar paso a ese nuevo sistema desmilitarizado.

En cualquier caso, en la próxima cumbre de la OTAN a celebrar en España en 2022 tendremos oportunidad de recordárselo en las calles y las plazas.

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