Hace unos días Feijóo propuso debatir sobre el encaje de Cataluña en España, planteando para ello la necesidad de un pacto de Estado. Tardaron pocas horas en hacerle rectificar el aparato del PP y algunos barones territoriales, que negaron existiera un problema político de encaje de Cataluña, que, dijeron, “ya está perfectamente definido en la Constitución”. No hay problema territorial, no hay problema catalán, lo que hay es únicamente la vulneración de la Ley por los dirigentes del procés, que deben cumplir por ello. Sin más. Por no hablar de Vox, que simplemente eliminaría la autonomía de Cataluña. El nacionalismo esencialista español siempre ha tenido una mala relación con la identidad nacional catalana y ni ha querido ni ha sabido tener otra política hacia ella que no fuera su negación, su rechazo, bajo la premisa de que el problema de Cataluña no tiene solución, y en muchos casos simplemente preguntándose acerca de cuál es su “solución definitiva”.
Y es lamentable porque en España tenemos, en efecto, un problema territorial no sólo porque una parte importante de la sociedad catalana haya estado apoyando a partidos independentistas, con mayorías en el Parlamento autonómico, sino porque, según las encuestas, más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña se encuentran insatisfechos con la forma en que se reconoce su identidad y creen necesaria en distintos grados una profundización en el modelo territorial. Por tanto, en lo que históricamente se ha llamado el encaje de Cataluña en España.
Esta situación nos remite de nuevo al debate entre Ortega y Azaña cuando se aprobó el Estatuto de Cataluña en 1932. Como es sabido, Ortega consideraba que “el problema catalán es un problema que no se puede resolver”, solo cabe conllevarlo entre catalanes y españoles, la famosa conllevanza. Mientras que Azaña, gran valedor en su momento de la autonomía de Cataluña, afirmaba que la cuestión de la identidad de Cataluña y su reivindicación era un problema político que el legislador debía abordar. Y frente a los que pedían “una solución definitiva” a las aspiraciones de Cataluña, con una clara percepción del sentido de la historia contestó: “La solución que encontremos, ¿va a ser para siempre? Pues ¡quién lo sabe! 'Siempre' es una palabra que no tiene valor en la historia y, por consiguiente, que no tiene valor en la política”.
La cuestión catalana viene de lejos. Sin remontarse a 1714 con la Guerra de Sucesión, a lo largo del siglo XX la reivindicación de la identidad nacional catalana ha sido una constante de nuestra historia. El llamado encaje de Cataluña en España nunca ha sido fácil y ha pasado por diferentes etapas y formas de integración. La Constitución de 1978, con la creación del Estado de las autonomías, fue un avance importantísimo, que ha permitido una convivencia estable durante casi cuarenta años, una generación y media, y hoy es importante renovarlo para que permita seguir conviviendo pacífica y establemente al menos dos generaciones más.
Pero desde 2015 existe un conflicto político que tiene que ver con ese encaje y cuya expresión más importante no se llama ERC, ni Junts ni Puigdemont, sino la existencia de dos millones de catalanes y catalanas que en medio del procés apoyaban posiciones independentistas, cuando pocos años antes apenas llegaban a la mitad. Ahora, gracias a las políticas del Gobierno de Pedro Sánchez, han disminuido significativamente, hasta el punto de que en las elecciones generales del 23J han votado a partidos independentistas menos de un millón de personas. El objetivo de una política al servicio de la unidad de España debe ser intentar que estos partidos independentistas se integren en la política española, pero, sobre todo, es convencer a una parte muy importante de los ciudadanos de Cataluña de que es posible y positivo sentir la doble identidad, catalana y española. Y eso no pasa por la represión, sino impulsando la vía política a través del diálogo, la negociación y el acuerdo entre las partes que permita superar la situación actual.
La Resolución del 40 Congreso del PSOE lo señalaba con mucha claridad: “La mejora de la convivencia en el seno de la sociedad catalana y el mejor encaje del autogobierno catalán con el resto de España constituyen objetivos de primer orden para los y las socialistas. El Gobierno de España ha impulsado y seguirá impulsando, de forma decidida y valiente, la agenda del reencuentro entre catalanes/as y entre Cataluña y el resto de España, fomentando el diálogo, el entendimiento y el pacto dentro de la ley, como el único camino viable para avanzar con esperanza de éxito en aquellos propósitos”.
Hay que avanzar en muchos ámbitos, pero creo que hay dos especialmente significativos. El primero es el de profundizar en el reconocimiento de la identidad nacional de Cataluña en el marco de la plurinacionalidad de España. Ésta es sin duda hoy posición mayoritaria entre los socialistas, recogida en documentos y resoluciones congresuales y en declaraciones de sus dirigentes. La Declaración de Granada de julio de 2013 hablaba de federalismo y de “las diferentes aspiraciones nacionales que conviven en España”; el 39 Congreso socialista y la Declaración de Barcelona de julio de 2017 se refieren al “carácter plurinacional” de España y reiteran la propuesta de un modelo federal.
La Constitución de 1978 utilizó la expresión de “nacionalidades y regiones”, pero ya entonces el ponente socialista Gregorio Peces Barba, en el debate constitucional, manifestó que nación y nacionalidad eran lo mismo y por ello habló de “España nación de naciones”, lo que compartieron otros dos ponentes de la Constitución, Solé Tura y Roca Junyent. Pero también la han defendido otros destacados dirigentes socialistas, como Alfonso Guerra en 1979 en el debate en el Congreso del Estatuto de Cataluña; Luis Gómez Llorente en un libro en 2004; Felipe González y Carme Chacón en un artículo en El País el 26 de julio de 2010; Josep Borrell en su libro 'Los Idus de Octubre'; Miquel Iceta en diversas publicaciones, incluso Pedro Sánchez en octubre de 2016, entre otros muchos. Todos ellos bajo el principio de que la única nación soberana es España –residiendo, por tanto, la soberanía en el conjunto del pueblo español– y de la garantía por el Estado de la igualdad de derechos de todos los españoles y españolas, cualquiera que sea el territorio en el que vivan.
El segundo ámbito es el de profundizar el actual Estado autonómico mediante una reforma constitucional federal, cuestión sobre la que se ha pronunciado de forma clara el PSOE, tanto en la citada Declaración de Granada de 2013 como en la Declaración de Barcelona de 2017 y en los 39 y 40 Congresos, con propuestas concretas que incluyen la mejora del autogobierno de Cataluña, además de técnicas y principios de colaboración y cooperación entre el Estado y las comunidades autónomas. Un federalismo en mi opinión asimétrico, en que unas comunidades, por sus hechos diferenciales históricos, ejerzan más competencias que otras, sin que ello suponga en ningún caso una desigualdad en los derechos de los ciudadanos.
Esta propuesta de los socialistas, aún no posible, de reforma federal de la Constitución y la del propio Estatuto de autonomía de Cataluña en clave de plurinacionalidad, permitiría en un momento determinado una votación por los catalanes y catalanas de un acuerdo que profundice en el autogobierno de Cataluña. Éste es el sentido de celebrar una consulta en Cataluña, no el de que los catalanes voten sobre independencia sí o no, sino que lo hagan sobre un acuerdo previo de reforma del Estatut y fortalecimiento del autogobierno. Nada nuevo. Cualquier otra afirmación o interpretación que vienen haciendo las derechas y sus voceros además de interesada es simplemente falsa.
Y mientras no sean posible tales reformas, se trata de tender puentes y buscar espacios de entendimiento que ayuden a avanzar en la convivencia entre catalanes, que generen distensión y permitan superar los factores político-emocionales que conllevan las condenas penales. En la legislatura anterior se dio un primer paso muy importante, el de los indultos, que según el PP iba a producir la ruptura de España, pero cuyos efectos han sido tan positivos para la convivencia cívica y política. Hoy en Cataluña la tensión social ha disminuido de forma notoria, y políticamente ahí está el excelente resultado electoral del PSC el pasado 23J.
Pero hay que seguir avanzando en las mismas políticas. Tras los indultos a los líderes del procés, quedan cientos de personas de segundos y terceros niveles –se habla de más de 1.400– sometidas a procesos judiciales, además del propio Puigdemont, que requieren una solución que cualquier Gobierno debe abordar. Y es en este contexto en el que se plantea la posible opción de la amnistía, como forma de ejercer el Estado democrático el derecho de gracia, el perdón, y como solución a un aspecto del conflicto que sigue vivo.
No es una solución fácil, pero en el momento actual puede ser necesaria. Se dice, en parte con razón, que si no fueran necesarios los votos de Junts para la investidura de Pedro Sánchez y la formación de un Gobierno de izquierdas que continúe la labor de la anterior legislatura, no se habría planteado la amnistía. Digo que sólo en parte, porque el procés es anterior a las últimas elecciones y porque, en definitiva, los resultados electorales hacen necesario abordar ya la cuestión catalana y el problema de la plurinacionalidad y, más ampliamente, el modelo territorial español.
Aparte de aspectos emocionales que siguen vivos contra el proceso independentista y de la campaña que las derechas política y mediática, y también la judicial, están promoviendo para intentar desgastar al futuro Gobierno de Pedro Sánchez, la posible amnistía suscita dos debates. Uno, el de su constitucionalidad, sobre el que se vienen pronunciando distintos juristas con diferentes interpretaciones. Hace unos días el profesor Tomás de la Quadra recogía en El País una brillante argumentación de la amnistía y del derecho de gracia como parte de la tradición constitucional española, singularmente de las constituciones más democráticas de los dos últimos siglos, señalando además que sería su justificación la que permitiría o no pasar el último filtro de constitucionalidad.
Pero el segundo debate, en mi opinión más importante, es precisamente el de sus efectos y, por ello, el de su justificación. Algunos de los que se oponen a una hipotética aplicación de la amnistía a los responsables del procés en sus diferentes niveles, consideran que significaría eliminar el carácter delictivo de las conductas amnistiadas. Pero tal interpretación, desde luego interesada, es completamente errónea. La amnistía no podría nunca legitimar el procés y la declaración de independencia, ni deslegitimar la actuación del Estado democrático que aplicó el Art. 155 de la Constitución. Cuando se aprobó la amnistía de 1977, que incluyó los crímenes del franquismo, bajo ningún concepto supuso la legitimación del golpe militar ni de la Dictadura. La hipotética amnistía no supondría negar que se ha vulnerado la Constitución y el ordenamiento jurídico, sino únicamente anularía sus efectos, las condenas.
Lo importante es, pues, su justificación, la finalidad que una ley de amnistía de esta naturaleza recogiera. En mi opinión hay desde luego una muy importante, el interés general de España en la mejora de la convivencia primero entre los catalanes, pero además y sobre todo entre Cataluña y el resto de España, integrando a las fuerzas políticas catalanas a la gobernación de la España democrática, y avanzando prudentemente en el problema de la cuestión territorial, de la renovación del pacto constitucional. La política como vía para la resolución del conflicto, con transparencia, sin ocultamientos, con espíritu crítico, didáctico y constructivo. Por ello, aunque debería ir acompañada de la renuncia a la unilateralidad, me parece menos importante que haya quien no esté dispuesto a renunciar a ella, porque lo relevante es el efecto general de apaciguamiento del conflicto.
Por último, es evidente que cualquier reforma de la Constitución debe formar parte de los consensos básicos en los que ha de participar el Partido Popular. Está en su mano superar una visión esencialista de la nación española que le impida no entender la reivindicación de la identidad nacional catalana, para entre todos construir un nuevo pacto que renueve el de 1978. Como sí la entendió en su momento Adolfo Suárez.