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Sin 'educación' no puede haber Educación

La ministra de Educación, Isabel Celaá.
25 de diciembre de 2020 06:01 h

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La Ley Orgánica de Modificación de la LOE (LOMLOE) aprobada el pasado 19 de noviembre en el pleno del Congreso por la exigua cantidad de 177 votos y conocida por el vulgo como la Ley Celaá, es para muchos la peor ley educativa de las ocho que hasta el momento ha visto la democracia española, al igual que para otros lo fue la Ley Wert, la LOGSE, la LOCE o cualesquiera otras confusas siglas. Todos, es decir, ninguno, tienen razón. Opinar ―hasta la fecha― es gratis, y la educación es una de estas cuestiones fundamentales de las que todo humano viviente parece ser catedrático e insigne experto de alcance interestelar. 

La educación es esencial para el bienestar y la prosperidad de un país. Sería magnífico que todas estas personas sabias predicaran con el ejemplo y expresaran sus opiniones, si no con conocimiento de causa, pues eso sería más bien pedir demasiado, sí al menos con un poquito de ello, de educación. Porque la soflama política y mediática con la que ha sido recibida esta nueva norma está siendo de todo menos educada. La LOMLOE, es cierto, ha sido utilizada como moneda de cambio en las negociaciones del PSOE con Podemos y ERC para la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, y de ahí que exhiba un sesgo izquierdista mayor de lo que probablemente hubiera deseado la propia ministra y el presidente del Gobierno, pero eso tampoco implica que tenga que ser mala per se. Veamos en verdad cómo puede afectar esta ley a los 8,2 millones de escolares de España. 

Aseguran sus detractores que la Ley Celaá pretende cerrar las escuelas de educación especial donde son atendidos miles de niños con distintos grados de discapacidad, lo que obligará a derivar a estos niños a colegios ordinarios; que el Gobierno pretende que un profesor que carece de la formación necesaria atienda las necesidades de niños con discapacidades severas mientras da clase simultáneamente a otros treinta críos; y que ni estos podrán avanzar ni aquellos serán atendidos como necesitan. Y, por si fuera poco, y esto sí que es verdad, que no detalla cómo ni quién financiará esa adaptación de los centros. 

Pero la realidad es que esta medida está basada en un informe de la ONU que concluía que era necesaria la integración de los niños con necesidades educativas especiales, para que dejaran de ser enseñados en centros aislados y desprestigiados. Y no, desde luego que la nueva norma no acabará conduciendo a la desaparición de las escuelas especiales, sino que lo que se quiere es adaptar en el plazo de diez años las escuelas tradicionales para que puedan acoger a más niños con discapacidad y que asistan a los centros de educación especial tan solo aquellos escolares que no puedan ser atendidos en los centros ordinarios por necesitar una educación muy específica, dado el alcance de sus disfunciones. 

La LOMLOE elimina el carácter vehicular (expresión que aparece por primera vez en 2013, en la Ley Wert) del español o castellano, por lo que los niños cuyas familias quieran que sus hijos utilicen la lengua de Garcilaso como herramienta principal en su instrucción verán cercenados sus derechos, dice parte de la turba. Lo estaban ya, pero la ley oficializa la discriminación de los niños castellanohablantes al privarles de asidero legal para reclamar su derecho a recibir al menos parte de su educación troncal en español. En la práctica, autonomías como la catalana habían arrinconado ya el castellano de las aulas frente a la pasividad de los distintos gobiernos del PP y del PSOE. Así, la Asamblea por una Escuela Bilingüe de Catalunya analizó hace unos meses 2.214 programas educativos de las escuelas públicas catalanas y no halló ninguno en el que la lengua vehicular fuese el castellano, por lo que en realidad el artículo de la ley Celaá no cambia nada. Esquerra, nadie lo niega, amenazó con no apoyar los Presupuestos si este requerimiento no era incluido, pero le va a dar lo mismo, pues la tozuda realidad demuestra que los alumnos catalanes, vascos o gallegos dominan el idioma de Quevedo al menos igual de bien que el resto de españoles. Y así será siempre, por cierto, pues nadie puede ser tan obtuso de renunciar a una comunicación tan bella y precisa con más de seiscientos millones de personas.

Otro lugar común de estos días es que la Ley Celaá hunde aún más el ya ínfimo nivel de exigencia de las escuelas públicas españolas y permite a los alumnos pasar de curso sin límite de suspensos. Es falso. Es posible que el ala más radical de Podemos así lo hubiera deseado, pero lo único que aporta la nueva norma al respecto es que se permitirá aprobar bachillerato con un suspenso, algo que ha creado notable escándalo, pero que es práctica habitual en los claustros de los centros desde que la presión social determina que a los niños hay que aprobarlos porque sí, lo merezcan o no, y de esto hace ya un par de décadas. 

Por otro lado, los más devotos piensan que esta ley viola el artículo 27 de la Constitución que reconoce la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a que sus hijos reciban “la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Quizás Iglesias y Sánchez lo pretendieran, pero los acuerdos con el Vaticano de 1979 ―que el Gobierno quiere renegociar― impiden suprimir de la oferta de asignaturas la Religión, aunque ahora esta materia no tendrá una alternativa. Aparecerá ―si el alumno la escoge― en el boletín de notas, pero no computará, lo que provocará que muchos estudiantes que la elegían para mejorar su nota en bachillerato ―en vez de Francés o Dibujo Técnico, por ejemplo― no la cursen, lo que puede suponer una pérdida de puestos de trabajo de profesores de Religión, que no son funcionarios a pesar de que les paga el Estado, sino indefinidos o temporales designados a dedo por el obispo correspondiente. Pero, faltaría más, cada familia podrá seguir escogiendo la formación religiosa y moral que estime oportuna.

Y hemos dejado lo mejor para el final, como en una buena película de Disney. Según el parecer de sus críticos más feroces, la LOMLOE pone fecha de defunción a la escuela concertada. La elimina, la extingue. La extermina. Afirman que esta ley confunde educación pública con educación estatal, pues la pública incluye tanto las escuelas gestionadas por el Estado como las concertadas, que son tan públicas como las estatales, solo que son regidas por profesores, fundaciones u otro tipo de organizaciones. Según ellos, lo que pretende la Ley Celaá es acabar con la libertad de elección de los padres y con la libertad de enseñanza, para que la única educación pública posible en España sea la impartida directamente por el Estado y se pueda así adoctrinar a los futuros votantes desde bien pequeñitos. 

Pero eso no es verdadero. El gran objetivo de esta ley es lograr una equidad en la escuela española que hoy día no existe. En la actualidad, nueve de cada diez niños sin recursos y ocho de cada diez hijos de inmigrantes están escolarizados en la escuela pública, pese a que esta instruye al 67,1% del alumnado (la concertada al 25,5% y la privada al 7,4%). Por eso la ley establece que prime al escolarizar a un niño la cercanía al centro. Cada autonomía fijará para cada escuela un cupo de alumnos con necesidades especiales ―las ratios serán menores en zonas sensibles―, habrá “plazas vivas” para matriculaciones durante el curso (muchas veces de inmigrantes), no se podrá ceder suelo público para construir un colegio privado o los procesos de admisión serán más transparentes. Asimismo, el Gobierno quiere frenar la sangría de cuotas irregulares que pagan los padres, muy extendidas en la enseñanza concertada, que además las familias se desgravan, aunque esté prohibido.

Y nada más. Y nada menos. Y cada cual que opine lo que quiera, pero que se instruya y se informe un tanto antes de la abrir la boca para enarbolar con desmanes varios una u otra bandera en representación de uno u otro estilo y contenido educativos. Y que mimemos a nuestros niños. Y a su educación. Porque sin ellos no hay presente ni habrá futuro.

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