Se estrenó en el cargo con un exabrupto irrespetuoso para con los jueces de este país, una ocurrencia impropia de quien, por su alta responsabilidad, se esperaba inteligencia, respeto y mesura. A los jueces se les controla con el palo y la zanahoria, se atrevió a decir. Una torpeza. Naturalmente, él tenía el palo y disponía de la zanahoria. No hubo retractación, ni rectificación, ni matización alguna. Nada. Mal comienzo. No solo era ello signo inconfundible de su talante, sino también de su concepción de la judicatura española como grey funcionarial, gobernable con método tan hosco como tosco. Las asociaciones judiciales, indignadas, salieron al paso calificando su “metáfora” de “grosería inaceptable”, “torpe y denigrante manifestación”, y, en consecuencia, le negaron, con toda la razón, “aptitud para seguir ostentado el cargo de presidente del Consejo General del Poder Judicial” (CGPJ) al tiempo que le invitaban a la renuncia al cargo. Pinchaban en hueso. La soberbia no dimite. Allí quedaba la grotesca imagen del auriga togado, sobre un carro tirado por una larga asnada también togada, conducida reciamente -que no rectamente- a base de palos y zanahorias. Nunca un alto cargo había desairado a los jueces ante la opinión pública de esa manera. Quien falta al respeto no puede aspirar después a ser respetado por los agraviados.
No podíamos imaginar entonces que, después de todo, aquel exabrupto era una escueta pero reveladora tarjeta de presentación, precursor aviso de lo que había, porque, en rigor, no había más; aquel era el resumen de lo más abultado de su programa, que no era sino el proyecto de una indisimulada repoblación de los tribunales con magistrados afines, de genotipo genuinamente conservador.
Si es que en algo se aprecia y valora lo que el CGPJ ha de ser, Lesmes nunca debió acceder a su presidencia. Importa sobremanera recordar lo que el Informe N.°10 (2007) del Consejo Consultivo de Jueces Europeos dice a propósito de las condiciones que deben adornar a quien presida el órgano de gobierno de los jueces; ha de ser “persona imparcial alejada de los partidos políticos”. Es obvio que en el caso de Lesmes esta prevención fue desdeñada por el ministerio que lo apadrinó (el calamitoso Gallardón) y los vocales que lo votaron. Basta con ver su trayectoria. Fue Director General de Objeción de Conciencia (1996-2000) y después de Relaciones con la Administración de Justicia (2000-2004), cargos que desempeñó durante el gobierno de José María Aznar y bajo la jefatura de ministros del ramo: Margarita Mariscal de Gante, José María Michavila y Ángel Acebes.
Hay que afirmar, pues, algo más que una simple cercanía al Partido Popular; sirvió durante ocho años a sus gobiernos con todo lo que ello comporta de inevitable retícula envolvente y viscosa, trenzada de contactos y contagios, influencias, ascendientes y privanzas. Con el gobierno de Zapatero, volvió al ejercicio de la jurisdicción. En 2010 fue promovido a magistrado del Tribunal Supremo y, más tarde, bajo el gobierno de Mariano Rajoy, es nombrado presidente del TS y del CGPJ.
Es evidente que el abandono de tan prolongada actividad política no devuelve al ejercicio profesional a un hombre inmaculado, sin adherencia alguna. Quien viene precedido de este historial de indisimulados vínculos políticos en el dilatado desempeño de cargos al servicio de una opción política, con una muy activa implicación, carece de idoneidad para presidir un órgano llamado a personalizar y defender la independencia judicial. Dicho de otro modo, por su trayectoria, Lesmes venía ya desprovisto ab origine de la auctoritas que el cargo requiere. Tal vez por eso quiso investirse desde el primer momento de una inelegante potestas, expresada en la vulgar metáfora de los palos y las zanahorias. Sucede, por otra parte, que después, a lo largo del ejercicio de su mandato, ha sido incapaz de recuperar para el CGPJ el prestigio que de forma continuada ha venido perdiendo, mandato tras mandato, siempre a manos de sus propios integrantes. Es más, en la época Lesmes, ha alcanzado lamentables cotas de deterioro.
Resulta lamentable saber que quien desempeñó tan alta magistratura durante años era en su día identificado por la prensa como el candidato del Ministerio de Justicia (Gallardón). Y resulta en verdad extravagante que en la presidencia del órgano al que corresponde la defensa de la independencia del poder judicial se coloque a una persona patrocinada y apadrinada por el ejecutivo al que además ha servido meses antes en cargo de libre designación. Y para empeorar las cosas, aquel ministro, con escandalosa deslealtad a su electorado, llevó a cabo una reforma del órgano de gobierno de los jueces que no solo nada tenía que ver con la promesa electoral, sino que diseñó un CGPJ de corte presidencialista para uso y manejo del nuevo presidente, al que dotó de una inusitada capacidad de maniobra para crear un hábitat judicial propicio.
A mi juicio, el presidente del CGPJ ha de ser persona, hombre o mujer, dotada de sabiduría -en el sentido de la “frónesis” griega- con “auctoritas”, y, por tanto, respetada en la Carrera Judicial, sin vinculación o adherencia alguna a formaciones políticas, ni antecedentes en el desempeño de cargo político de designación en gobiernos anteriores, que no aspire a capitanear facciones dentro del Consejo, sino que sea capaz de aunar voluntades, árbitro en la disidencia, respetuoso con la dignidad de la función judicial, comprometido seriamente con la mejora de la justicia y decididamente valeroso a la hora de defender y alzaprimar la independencia del Poder Judicial.
Lesmes, que venía lastrado por el improcedente patrocinio del Ejecutivo, carecía de esas cualidades. La procelosa historia de este Consejo está colmada de desaciertos, omisiones, silencios y nombramientos sorprendentes, que han proyectado hacia la sociedad y los jueces en general un perfil más político que judicial de su presidente.
Es incumbencia del CGPJ asegurar resultados de excelencia en su importante cometido de nombramientos. No ha sido así; su presidente y buen número de sus vocales no pocas veces han permitido de modo consciente que intereses espurios y un afrentoso mercadeo se hayan antepuesto al mérito y la capacidad, lo que vale tanto como decir que han antepuesto intereses particulares a los generales de la Administración de Justicia. Fue conocido a nivel nacional el malhadado episodio del nombramiento del presidente de la Sala Tercera del TS, hecho contra viento y marea, contra razón y justicia. Muchas veces han gozado de preferencia para puestos jurisdiccionales destacados quienes sumaban méritos asociativos y eran por ello aupados por sus correligionarios aun a sabiendas de la concurrencia de candidatos de mayor mérito que quedaron injustamente preteridos; otras veces fueron las filias y fobias o el amiguismo, y no el mérito y la capacidad, los que decidieron los nombramientos.
Este CGPJ, con Lesmes al frente, es el que ha desatendido la reiterada petición de los jueces de una fijación de las cargas de trabajo. No se hizo, y no sería precisamente por falta de tiempo. Ha sido un injustificable e incalificable desdén al colectivo judicial. Eso sí, llegadas las vacas flacas, Lesmes se apresuró a pedir un “esfuerzo adicional” para vadear las dificultades planteadas por la pandemia del coronavirus. ¿Acaso no sabía que ese esfuerzo era ya una constante en el trabajo diario de los jueces?
Loado sea el momento de su ya muy demorada dimisión. Lo celebro; y me consta que son legión quienes comparten este sentimiento. Espero que al marchar no se haya olvidado de retirar cuantas varas y zanahorias quedasen aún almacenadas en el cuarto oscuro del Consejo.
La desastrosa era Lesmes ha llegado a su fin. Goodbye, Lesmes, goodbye.