Este es de esos artículos que te hacen perder amistades por doquier, a pesar de que les aseguro que he intentado ponerle el máximo de tacto, incluso algo de cariño.
A nadie le gusta –a mí tampoco– que le pongan ante el espejo y salir poco favorecido. Si además el espejito te devuelve el perfil como si fuera el de tu adversario, en ocasiones enemigo –que palabra tan fea–, la cosa ya cabrea. Lo comprendo.
Hace ya algún tiempo que me asalta con cierta frecuencia una sensación extraña. Cuando escucho las cada vez más crispadas arengas patrióticas o veo en medios y redes los exabruptos que las acompañan se me cruzan los cables y me cuesta identificar al emisor.
Esta percepción se ha desbordado a raíz de los pronunciamientos –en su acepción más literal de alzamiento– que frecuentan la derecha extremosa y la extrema derecha, con el argumento-excusa de la amnistía. En algunos momentos me he visto transportado en el tiempo al pasado cercano de los CDR independentistas, a raíz de la conversión de la revolució dels somriures en la reacció dels enrrabiats.
En el trasfondo de la escena, la llamada de Aznar a la rebelión de los aparatos del Estado, “el que pueda hacer que haga”, me resuena como si fuera el eco del “apreteu, apreteu, feu bé en apretar” de Quim Torra.
No se trata solo de que los discursos nacionalistas se parezcan mucho unos a otros. Ya lo dice Jorge Drexler en su preciosa milonga del moro judío: “No hay pueblo que no se haya creído el pueblo elegido” También constato que las formas con las que se defienden son en ocasiones clónicas e indistinguibles.
Por supuesto no pretendo decir que todos son iguales –me desagrada profundamente esta descalificación de brocha gorda–. Pero tampoco se trata ahora de abrir una disquisición sobre diferentes tipos de nacionalismos. Entre otras cosas porque en ocasiones se difumina la frontera y se llegan a confundir.
La mía es una reflexión más modesta. Escuchar a alguien hablar de Gifré el Pelós como fundador de la nación catalana o establecer un hilo conductor entre el Decreto de Nueva Planta con la realidad del siglo XXI me produce la misma sensación que oír a alguien reivindicar el carácter ancestral de la nación española nacida en Covadonga o las arengas de Aznar alertando del riesgo de nueva invasión de España por el islam.
Además, estoy convencido de que eso mismo les sucede a los que construyen estos marcos mentales. A unos les parece anacrónico que los tirios hablen de los tiempos de Felipe V y a otros escuchar de los troyanos referencias a las esencias de la hispanidad y cristianización de América.
Los nacionalistas excluyentes, como sucede con los intolerantes y los que promueven la crispación, siempre son los otros. Y solo se indignan frente a las salidas de tono ajenas. Quizás porque con el nacionalismo pasa como con el fútbol. Los que se comportan como hooligans fanáticos siempre son los del equipo contrario. Los nuestros, son entusiastas y fervorosos defensores de nuestros colores o de nuestra patria –cada uno la suya por supuesto–.
Y si en algún momento nos asalta alguna duda, para eso están las respectivas divisiones acorazadas mediáticas, para disiparlas. Del papel de la comunicación en la hooliganizacion del clima social ya hablaremos otro día, que si lo hago en el mismo artículo no podré ni salir a la calle.
Hablando de hooligans, ¿se han fijado en cómo se confunden los esperpénticos personajes que brotan de las manifestaciones contra la amnistía y los hiperventilados CDR de las manis indepes? Parecen sacados de la misma factoría y hechos con la misma horma.
Ambos nacionalismos coinciden hasta en lo de construir estereotipos de los otros. Yo siempre he creído que, afortunadamente, estas actitudes son minoritarias y no representan al conjunto de las ideas que defienden. Eso es lo que decían para defenderse los independentistas respecto a sus hiperventilados, mientras que a algunos de sus críticos les encantaba presentarlos como la expresión colectiva del independentismo. Exactamente igual, pero a la inversa, a lo que ahora sucede con los enfervorizados nacionalistas españoles disfrazados de constitucionalistas.
Todas estas reflexiones me daban vueltas por la cabeza de manera desordenada hasta que cogieron forma al escuchar el debate sobre la reforma del Reglamento del Senado. El portavoz del PP la defendía para salvaguardar la democracia y el portavoz de Junts la descalificó, con acierto pero con poca auctoritas, como filibusterismo parlamentario.
De golpe, se me aparecieron las imágenes del verano del 2017, cuando los grupos independentistas presentaron y consiguieron aprobar una reforma del Reglamento del Parlament de Catalunya, por cierto también en nombre de la democracia.
En aquel momento, hace seis años, se usó la astucia para sostener la ficción de la declaración unilateral de independencia. En su ingenuidad creyeron que así podían burlar los mecanismos de control del Estado, entre ellos los del Tribunal Constitucional.
La cosa tiene su gracia, vista desde hoy, claro, cuando ya se han calmado los ánimos por estos lares. Modificaron el calendario del período de sesiones para comenzar el 16 de agosto en vez del 1 de septiembre porque pensaban que así podían acelerar los procedimientos parlamentarios y llegar a tiempo del ya anunciado 1 de octubre –pónganle ustedes el nombre que quieran a lo que se hizo ese día–.
Luego no pudieron utilizar esa trampa para acelerar la tramitación parlamentaria porque no había acuerdo entre ellos sobre quién debía correr con el riesgo de desobedecer las resoluciones del Tribunal Constitucional.
Al final, como ni tan siquiera les servía la reforma exprés del reglamento, tiraron campo a través, se inventaron un reglamento que nunca existió para dar apariencia de legalidad a la aprobación de las antidemocráticas leyes de desconexión en los nefastos plenos del 6 y 7 de septiembre 2017.
Ahora la historia se repite en el Senado, aunque los protagonistas sean el PP intentando atrasar la aprobación de la ley de amnistía y Vox exigiendo su bloqueo.
Resulta curioso comprobar cómo ambos nacionalismos usan el filibusterismo parlamentario de manera clónica. Unos y otros –no solo ellos– aún no han entendido que en democracia las formas son también el fondo de su esencia. Y que modificar las reglas y procedimientos de las instituciones para imponer sus posiciones es una manera de degradar la democracia.
Por supuesto no se me ocurre pensar que unos y otros sean lo mismo. Aunque no solo les une el filibusterismo parlamentario. Constato que piensan y actúan de la misma manera cuando se trata de defender la nación en contra de la democracia.