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Opinión - España: una democracia atascada. Por Rosa María Artal

El blanqueamiento de la ultraderecha

30 de noviembre de 2021 22:33 h

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El 4 de noviembre pasado, durante una entrevista a Macarena Olona en La noche en 24 horas de TVE, la portavoz de Vox en el Congreso de los Diputados espetó a una periodista: 

-¿A quién te estás refiriendo como partido de extrema derecha?

-A su partido –respondió la informadora.

-¿Y cuál es el motivo por el que te refieres a Vox como de extrema derecha? –insistió la diputada.

-Porque se encuadra en los parámetros en los que se encuadran los partidos de extrema derecha en toda Europa.

-Entenderás que con esa respuesta tan abierta, imprecisa y vaga… no sé a qué otros partidos de extrema derecha te estás refiriendo en Europa, ni quién fija esos parámetros. Te pido por favor que indiques por qué me estás calificando como una política de extrema derecha.

Un episodio parecido tuvo lugar días después en Chile, en un encuentro del candidato del Partido Republicano, José Antonio Kast, con corresponsales extranjeros poco antes de ganar la primera vuelta de las elecciones presidenciales. “Dicen que soy extremo, pero ¿extremo en qué? No me traten de ultraderecha, porque no lo soy”, increpó a un periodista que le invitó a definirse ideológicamente. Kast, hijo de un ex oficial nazi y abierto admirador de Pinochet (“si estuviera vivo, votaría por mí”, ha alardeado), tiene un discurso muy similar al de Vox en inmigración y otras materias. No sorprende que Santiago Abascal lo haya felicitado con un efusivo tuit tras su victoria electoral del domingo pasado.

Estos incidentes no son anecdóticos. Forman parte de una ofensiva de la ultraderecha para esquivar encasillamientos que la sitúan en el borde del sistema y avanzar así en un proceso de normalización política que le está permitiendo amplificar sus mensajes en los medios, ensanchar su base electoral y ser vista con naturalidad como potencial aliada para coaliciones de gobierno, cuando no como gobernante con plenos poderes, como sucede en Polonia, Hungría y Brasil, como acaba de ocurrir en Estados Unidos y como puede pasar en Chile. 

Mal que le pese a la diputada Olona, el esquema derecha/izquierda –procedente de la Revolución Francesa, cuando los partidarios de la monarquía se sentaban a la diestra del presidente de la Asamblea y los opositores a su siniestra– sigue siendo el referente por excelencia de identificación ideológica, por mucho que hayan cambiado las coyunturas con el paso del tiempo. En el barómetro del CIS de noviembre se pidió a los encuestados que ubicaran a los líderes de los principales partidos políticos en una escala entre 1 (“lo más a la izquierda”) y 10 (“lo más a la derecha”), y Abascal quedó de lejos como el más radical: un 55,9% lo calificó con un 10 y otro 12,8% con un 9. ¡Qué le vamos a hacer! Lo que no puede Vox es echar mano de las denominaciones convencionales para arremeter contra sus adversarios –“izquierda castrochavista”, “derechita cobarde”- y ofenderse porque casi siete de cada diez españoles, y no solo una periodista, lo sitúan en el extremo de la derecha.

En ámbitos académicos hay abierta una discusión sobre el calificativo apropiado para las formaciones como Vox, pero no en la línea que satisfaría a Olona: las alternativas son 'ultraderecha', 'extrema derecha' o 'derecha radical populista', expresión acuñada por el experto holandés Cas Mudde para distinguirla de la derecha declaradamente antisistema. Sin embargo, más que la etiqueta, lo que preocupa a los estudiosos es el fondo del asunto: la creciente integración en la vida política de partidos que un par de décadas atrás habrían hecho saltar las alarmas de la sociedad y provocado ríos de tinta en los periódicos si hubiesen obtenido una votación significativa en unas elecciones. Algunos son viejos partidos de origen fascista o filonazi que se han sometido a operaciones de cosmética democrática –Agrupación Nacional en Francia, FPÖ en Austria-, otros surgieron como derecha tradicional y se radicalizaron -el húngaro Fidez, el polaco Libertad y Justicia–, otros han surgido al calor de la crisis financiera de 2008 –el español Vox, el alemán AfD–. Todos tienen en común que abrazan, al menos formalmente, las reglas del juego democrático y mantienen al mismo tiempo discursos que chocan frontalmente con valores tradicionales de la democracia liberal. 

La estrategia de normalización de dichas formaciones no es nueva. En su libro “Where have all the fascists gone?” (¿Dónde se han ido todos los fascistas?), el profesor israelí Tamir Bar-On conecta este proceso con la 'Nouvelle Droite' ('Nueva derecha'), doctrina que popularizó a finales de los años 60 el francés Alain de Benoist para “humanizar” las ideas del fascismo y hacerlas más digeribles en el nuevo escenario político europeo. A partir de los años 80 la ultraderecha empezó a experimentar algunos avances electorales, aún muy tímidos, y en 1983 se produjo un hito en su proyecto de blanqueamiento: el FPÖ, con apenas el 5% de los votos, entró en el Gobierno de Austria de la mano del socialdemócrata Bruno Kreisky. Sin embargo, es en el siglo XXI cuando se ha acelerado la 'normalización', en el marco de un fenómeno que Mudde ha bautizado como “la cuarta ola de la ultraderecha”. El FPÖ se ha convertido en socio habitual del centro-derecha; Fidez y Justicia y Libertad mandan en Hungría y Polonia; Vox es el tercer partido en el Congreso español y sostén del PP en gobiernos regionales; AfD es el tercer partido en el Parlamento alemán y son crecientes las presiones de los barones territoriales de la democracia cristiana para levantarle el 'cordón sanitario'; SD también quedó de tercero en las últimas elecciones suecas.

Los discursos de esta familia de partidos siguen un mismo patrón, aunque con adaptaciones a las particularidades y coyunturas de cada país. Por ejemplo, AfD, que en algún momento intentó relativizar el Holocausto, se cuida hoy de exhibir cualquier vínculo con el nazismo, mientras que Vox mantiene devaneos con el franquismo para asegurarse la fidelidad de los nostálgicos de la dictadura. En su ensayo ‘El ascenso de la ultraderecha en Europa’, el politólogo Cesáreo Rodríguez-Aguilera identifica tres ideas fundamentales en torno a las que giran los mensajes ultras: la exaltación chauvinista y étnica de la nación –que lleva asociados el rechazo a la globalización, la aversión a la Unión Europea y la defensa de la “civilización cristiana”-; la xenofobia anti-inmigrante, en particular hacia los musulmanes –recuérdese la campaña infame de Vox contra los menas menores de edad–, y el populismo anti-estabishment, que se manifiesta en la supuesta defensa del “pueblo real” frente a unas imprecisas “élites” que caricaturizan como voraces, corruptas e insensibles.

En su libro ‘Política del miedo: la desvergonzada normalización del discurso de la ultraderecha’, la experta austríaca Roth Wodak cita además el antisemitismo, abierto o latente, que aflora en la elección del magnate judío George Soros como encarnación de los explotadores inescrupulosos –Abascal lo sacó a colación en la moción de censura contra Sánchez-, y el desprecio al feminismo y cualquier iniciativa con perspectiva de género, reflejo de unas organizaciones compuestas mayoritariamente por hombres ‘sin complejos’. Otros temas distintivos del discurso ultra son la seguridad ciudadana en su vertiente represiva, el furibundo anti-izquierdismo –que ha llevado a Vox a negar la legitimidad a un gobierno surgido de las urnas- y el menosprecio a lo que entienden por corrección política.

Todo este cóctel se envuelve en un lenguaje agresivo, cuyo objetivo es fracturar la sociedad en bandos enemigos, como lo evidenció Vox al considerar “de los nuestros” a unos militares retirados que en su chat hablaban de fusilar a “la mitad de los españoles” que no piensan como ellos. Wodak demuestra con casos concretos cómo la ultraderecha ha convertido en norma la provocación y el escándalo con el fin de marcar la agenda informativa y cómo recurre a la tergiversación descarada de los datos, cuando no a la mentira flagrante, para crear 'realidades alternativas'. Otra de las características de la ultraderecha, según la experta, es la propensión al victimismo, con el que busca colocarse en el centro de una pretendida persecución ideológica. Todo vale en su estrategia de agitación permanente. Incluso jalear, como ha hecho Vox en las protestas de Cádiz, a sindicatos cuya existencia cuestiona por ser organizaciones “de clase”.

Sí: existen parámetros bien definidos por los académicos para identificar a los partidos de ultraderecha, y Vox encaja a la perfección en ellos. El interrogante es qué consecuencias deparará en el futuro su creciente blanqueamiento político. Tal como apunta Beatriz Acha Ugarte en su ensayo 'La ultraderecha en Europa occidental', la normalización de la ultraderecha no se ha traducido en su absorción dentro de la política mainstream, como esperaban algunos. “Su nuevo estatus como fuerzas establecidas y consolidadas se mantiene indiscutible debido tanto a su desarrollo electoral sostenido como a su nueva condición de sostén de gobiernos e incluso integrante de gabinetes. Supuestamente, esto debería haber venido acompañado de un proceso de moderación y/o integración en la política convencional, pero, al menos desde una perspectiva ideológica, este proceso no parece haberse producido aún”, señala. Los expertos coinciden en que lo que se está produciendo más bien es una radicalización de la política, sobre todo de la derecha tradicional, ya sea por su dependencia de los partidos ultras para gobernar o por su necesidad de disputarles los votantes.

Todo se está desarrollando, formalmente, dentro de cauces democráticos. Sin embargo, la deriva autoritaria en Polonia y Hungría, o las turbulencias que vivió Estados Unidos a raíz de la derrota electoral de Trump, son señales inquietantes de lo que puede suceder si los demócratas no reaccionan con la contundencia que exigen las circunstancias. Respuestas clásicas contra el ascenso de los partidos ultras, como su aislamiento político mediante cordones sanitarios, no solo podrían resultar insuficientes en el largo plazo, sino que son hoy cada vez más ignoradas, como vemos en España, donde el PP asume a Vox como un aliado natural. Los expertos coinciden en que el modo más eficaz de contener a la ultraderecha es desmontando su andamiaje argumental, y ello se consigue recuperando el vigor de la democracia y logrando un sistema económico más justo tras décadas de neoliberalismo. “El objetivo último de todas las respuestas a la ultraderecha debería ser el reforzamiento de la democracia liberal”, sentencia Mudde en su libro ‘La ultraderecha hoy’.

La historia europea reciente nos enseña, con toda su brutalidad, cómo unas sociedades autocomplacientes, modernas y civilizadas pueden saltar por los aires de un momento a otro porque sus líderes, en circunstancias excepcionales de incertidumbre, se muestran incapaces de reaccionar a tiempo frente a la fatiga de la democracia y el sentimiento de zozobra de los ciudadanos.