La portada de mañana
Acceder
El Supremo amplía la investigación de los correos de la pareja de Ayuso
La Generalitat reconoció por escrito que el seguimiento de ríos es su responsabilidad
Opinión - Lobato, en su laberinto. Por Esther Palomera

Catalunya, un país de colonos, 'botiflers' y traidores

16 de agosto de 2022 22:10 h

0

Algunos de los nacionalistas catalanes que más dicen amar a Catalunya son paradójicamente los que tienen una visión más deplorable del país por el que aseguran estar dispuestos a casi todo. Para ellos, Catalunya parece haberse convertido en un país habitado sobre todo por colonos, botiflers y traidores.

Un lugar ciertamente abominable, pues: a la altura de las visiones más anticatalanas que pueblan las mentes de los nacionalistas españoles excluyentes.

En la cosmovisión de algunos de estos nacionalistas catalanes de pedra picada, los electores del PP, Ciudadanos, Vox y los sectores socialistas más apegados al PSOE siempre han sido arrojados a la categoría de “colonos”. Estas visiones jamás conectaron con la famosa definición de Jordi Pujol según la cual “es catalán todo aquel que vive y trabaja en Catalunya”. No: estos partidos representan a los ocupantes, como los unionistas en Irlanda del Norte, asociación que ya se ha normalizado en el lenguaje político cotidiano.

Como era imposible poder encasillar al sector histórico catalanista del PSC -los Maragall, Nadal, etc.- como “colonos”, puesto que su catalanidad es incuestionable incluso aplicándoles las tesis racistas más radicales, estos sectores nacionalistas les colocaron la etiqueta de “botiflers”. Esta palabra retrotrae a los catalanes que apoyaron a los Borbones en la Guerra de Sucesión que culminó en 1714, mito fundacional del nacionalismo catalán contemporáneo, pero hoy se endosa sobre todo a los partidos de base federal -“de obediencia española”, en metalenguaje nacionalista- como el PSC, pero también Iniciativa per Catalunya y ahora los comunes: en esta extraña jerga, vendrían a ser algo así como catalanes anticatalanes.

A pesar de que en su uso común botifler se ha convertido ya en sinónimo de “traidor”, en realidad un matiz importante separa ambas palabras en el diccionario del buen patriota: el botifler es un catalán que abraza explícitamente la causa española -ya sea borbónica en 1714 o federalista ahora-, mientras que el “traidor” dice servir a la causa catalana -según esta visión, hoy  asociada obviamente a la independentista-, pero en cambio esconde una impostura fatal. Y ahí encajan a la perfección los independentistas que supuestamente han renunciado a luchar de verdad para “culminar el mandato del 1 de octubre”.

El gran drama de estos nacionalistas más exaltados, los guardianes de esta extraña jerga, no es la existencia de colonos o botiflers, cuya malignidad dan por supuesta, sino que de repente el propio campo independentista se ha llenado de “traidores”: lo son, por supuesto, los de Esquerra Republicana (ERC), que se han vendido por un plato de lentejas, pero ahora ya también los de la CUP, que con la excusa de la anticorrupción hacen el juego al Estado y a su lawfare en la defenestración de Laura Borràs del Parlament, y hasta muchos de los propios compañeros de Junts per Catalunya que aspiran a reciclar la tradición convergente que antes contribuyeron a arrojar al “basural de la historia”. 

En realidad, esta corriente nacionalista que por todos lados ve colonos, botiflers y traidores siempre ha existido, pero solía moverse básicamente por circuitos más culturales y folklóricos, siempre en los márgenes de la política institucional. La novedad es que en el impresionante acelerador de partículas que resultó ser el procés estas posiciones históricamente minoritarias conquistaron nada menos que la presidencia de la Generalitat -con Quim Torra, en la anterior legislatura- y del Parlament, con Laura Borràs, en la presidencia de la Cámara hasta ahora.

¿Cómo se explica que Torra, exmilitante de una facción minoritaria de un pequeño partido como Unió Democràtica y luego miembro de la formación extraparlamentaria Reagrupament, y Borràs, autoproclamada “hija política del 1 de octubre” -ergo: totalmente fuera de la política antes de 2017-, hayan logrado ocupar nada menos que la primera y la segunda figura institucional de Catalunya? Básicamente: por el brutal derrumbe político de Convergència Democràtica (CDC), el partido fundado por Jordi Pujol, a lo largo de la última década.

Estos círculos nacionalistas arrauxats solían orbitar sobre todo alrededor de ERC cuando este era un partido caótico e imprevisible, condicionado siempre por congresos asamblearios donde cualquier colla podía liarla parda. De hecho, la marea antipolítica que propulsó el procés anidó primero en el interior de ERC coincidiendo con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut y el fin del Gobierno tripartito, en 2010. El núcleo dirigente alrededor de su entonces secretario general, Joan Puigcercós, tuvo que afrontar un doloroso dilema: entregar el partido a esta coalición de exaltados antipolítica o fortificarlo frente a esta marea pagando el alto precio de una segura debacle electoral. 

Puigcercós y su equipo optaron por lo segundo y, efectivamente, la caída fue tal que todos -Puigcercós, Xavier Vendrell, Joan Ridao, Josep Huguet, etc.- tuvieron que abandonar la política, pero a cambio preservaron un partido serio que hoy, una década después, dirige la Generalitat, es el primer partido en el campo independentista y compite con el PSC por el liderazgo de la izquierda. El éxito de Oriol Junqueras y Pere Aragonés es en buena parte deudor de este harakiri de Puigcercós y los suyos para preservar la ERC ortodoxa expulsando a estas corrientes independentistas -como Reagrupament-, alejadas de toda cultura institucional y de gobierno. 

Cerrada a cal y canto la fortaleza de ERC, estos círculos fueron encontrando acomodo en los sucesivos artefactos surgidos del descalabro de Convergència Democràtica (CDC), el partido de Jordi Pujol, aprovechando la eterna y desnortada huida hacia adelante para borrar las huellas de la corrupción. El proceso de descomposición de lo que hace solo una década era todavía el gran partido de orden y hegemónico de Catalunya ha sido tan extraordinario que las mareas antipolíticas propulsadas por los padres y las hijas del 1 de octubre pudieron hasta quedarse las mejores habitaciones de la vieja “casa común del catalanismo” aunque estuviera en amenaza de derribo.

Sin embargo, la “etapa termidoriana del procés” -en expresión del periodista Francesc Valls- parece haber empezado ya, con el intento de recuperación de la tradición convergente en Junts y la progresiva pérdida de complejos en ERC: Torra ya es solo un expresidente aislado y sin ni siquiera partido, mientras que Borràs todavía juega a ser presidenta del Parlament en las redes sociales, pero en el mundo real pronto va a sentarse en el banquillo por presunta corrupción. 

Obviamente, todo es culpa de tantos enemigos de Catalunya. De fuera, pero sobre todo de dentro. Debe de ser desesperante para los que dicen amar tanto Catalunya constatar que más del 90% de sus habitantes son ahora colonos, botiflers o traidores. Y todavía más tener que cargar con esta cruz desde chozas insalubres de la polvorienta Soweto del apartheid sin que el mundo reaccione, por mucho que algunas tengan piscinas con vistas a la Costa Brava.