“Un detalle romántico puede ser enviar flores, regalar un libro o hacer cosas que ella nunca esperaría que tú hicieras”. El alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, habló el martes de romanticismo en El Hormiguero. El problema llegó cuando Almeida concretó a qué se refería con eso de hacer algo que tu pareja no espera. Podría ser preparar un fin de semana o un plan sorpresa que crees que le gustará a la otra persona. Un viaje. Cocinar su tarta favorita aunque se te den fatal los postres. Llevarla a un lugar especial para ti. Pero no, Almeida se refería a otra cosa: a recoger un tendedero donde él y su mujer cuelgan su ropa y que está en medio de la cocina. “Voy a quitarlo y que se lleve la sorpresa”, contaba.
Sería difícil encontrar a una mujer que considere que quitar la ropa del tendedero es un gesto romántico hacia su pareja. O fregar un baño. O llevar a un familiar al médico. O pensar en las comidas de la semana y en lo que hace falta para ejecutarlas (y cocinarlas). Son, más bien, tareas de cuidados cotidianas imprescindibles para vivir que socialmente seguimos interiorizando como propias de las mujeres, aún hoy, aunque nos parezca mentira. Tan propias, para nosotras, y tan ajenas, para algunos, que hay a quien le parece que si ellos se encargan de esos trabajos están haciendo algo extraordinario, un gesto que les honra, una actitud que hay que agradecer.
De ahí, que incluso haya quien considere romántico comportarse como un adulto funcional, como le pasa a José Luis Martínez Almeida. Lo que se entiende como normal en nosotras, a ellos les convierte en hombres buenos, atentos, cuidadores, detallistas. Unos románticos.
Es en esa valoración diferente que, incluso a veces sin querer, le damos al trabajo no remunerado que hombres y mujeres hacemos, donde puede verse con claridad hasta qué punto seguimos considerando excepcional que los hombres se hagan cargo de las tareas domésticas y de cuidados, materiales y emocionales. Solo así un hombre puede considerar que dar una sorpresa a su pareja consiste en retirar la ropa de un tendedero.
Una de las trampas del espejismo de la igualdad en el que vivimos sucede cuando los hombres se comparan con sus abuelos o bisabuelos. Para que una comparación sea acertada hay que hacerla utilizando las mismas magnitudes. Cuando los hombres adultos contemporáneos miran hacia atrás, el reflejo les beneficia: frente a unos abuelos y bisabuelos proveedores que tenían carta blanca para desentenderse de los cuidados y de las emociones, el avance es indudable.
Los hombres actuales dedican más horas a tareas domésticas y de cuidados (en mayor medida a las primeras), tienen permisos por nacimiento iguales e intransferibles, y verles haciendo la compra, llevando a sus hijos al colegio o al médico, o limpiando su casa es algo habitual.
El problema es cuando nos olvidamos de que esa comparación no relaciona las mismas magnitudes. Si comparamos a los hombres contemporáneos, no con sus antepasados, sino con las mujeres con las que comparten época, entonces, el resultado es menos alentador. Los hombres siguen dedicando muchas menos horas que las mujeres a los cuidados no remunerados, modifican mucho menos sus carreras para adaptarlas a esas necesidades, y son más reacios a detectar y valorar las tareas intangibles que también son necesarias para que la vida cotidiana funcione.
Puede que detrás de los cuidados haya amor. O puede que no. Puede que simplemente haya conciencia de que las necesidades –la de alimentarnos, vestirnos, curarnos, consolarnos, sostenernos, limpiar, descansar– no se cubren solas. Aunque es una anécdota, la ropa por recoger del tendedero de Almeida en medio de su cocina tiene también una carga simbólica. La que nos muestra hasta qué punto los hombres que mandan o que gobiernan –¿y no es gobernar atender a las necesidades y derechos de las personas?– pueden vivir de espaldas a lo más básico y sentirse excepcionales por hacer aún menos de lo que le corresponde.