La portada de mañana
Acceder
El Supremo amplía la investigación de los correos de la pareja de Ayuso
La Generalitat reconoció por escrito que el seguimiento de ríos es su responsabilidad
Opinión - Lobato, en su laberinto. Por Esther Palomera

Franco ya está fuera; ahora, a contarlo bien

Ya esta Franco con sus ropones color heces fecales en forma de melena fuera de Cuelgamuros y ahora se trata de saber qué hacemos con ese lugar estéticamente siniestro y que debe ser contado de manera democrática, con rigor histórico, para saber lo que pasó.

Desgastado por el uso el adjetivo 'histórico', resulta en este caso del todo pertinente. Histórico en el sentido de que nunca antes ocurrió algo semejante: que el dictador fuera exhumado y trasladado a un cementerio, lejos de las víctimas cuya muerte propició; histórico, en el sentido de algo con mucha importancia, relevante, de gran trascendencia. Bien empleado aquí histórico. Se trata de ver cómo se cuenta ahora la historia.

Por ejemplo, esa cúpula de Cuelgamuros, con más de cuatro millones de teselas, en la que aparecen falangistas de pelo en pecho y camisa azul, requetés marrones con boina roja y borla amarilla, bandera ondeante, estética Saénz de Tejada y de Lezama (y de las JONS, claro). Esa cúpula es una síntesis del régimen nacional católico que estuvo vigente durante cuarenta años de dictadura y solo puede ser explicada por una guía con fundamentos democráticos; que cuente al visitante que Franco tenía tan elevado concepto de sí mismo, se sentía tan mitad monje y tan mitad soldado, tan cruzado, (mágico de Playtex) como para poner en las pesetas rubias su autodefinido : “Caudillo de España por la Gca (Gracia) de Dios”. Ahí es nada bajo palio.

El edificio en cuestión da miedo. Esta hecho para dar miedo, para que pidas perdón por los pecados, incluso por los no cometidos. Aquellos angelotes sin cara que hacen pequeños a una porción de gigantes, aquellas pilas bautismales de dimensiones olímpicas, aquella distancia entre el suelo y el cielo, hay algo, que se quería más alta que la del Vaticano, más alta aún que la proyectada por Herrera, que a su vez pretendía ganar a la de san Pedro en Roma.

“¡Más alto, Muguruza!”, le decía el dictador al primer arquitecto, vasco, del valle, que se murió antes de acabar la obra, es posible que para no seguir aguantando al dictador convertido en maestro de obras decidiendo en visitas sorpresa hasta dónde debía llegar el alicatado en el risco.

Se trata ahora de explicar al visitante cómo en un país que se moría literalmente de hambre, después de las bajas de la guerra, después de la escabechina de los fusilamientos de Franco, de las muertes por hambre, que fueron como una segunda guerra, con muertos sin balas; cómo en medio de aquella penuria se erigió semejante delirio onanista y berroqueño. Cómo en una país paupérrimo, en 1940, con la guerra aún caliente, un dictador megalómano regurgita un decreto en el que se decide que lo urgente es construir aquel monstruo arquitectónico, que costó un dineral, cinco mil millones de pesetas, que se podrían haber empleado en hospitales, escuelas o sopa caliente.

El visitante que llegue hoy al templo puede quedar impresionado por las dimensiones, por aquella estética tenebrante, pero corre riesgo de marcharse sin una idea cabal de lo que aquel templo significa en la historia de España.

Hay quien se pone estupendo y pide volar aquello, como si fuera el más consecuente de la historia. ¿Volar a 33.000 restos mortales? ¿y luego pedirse unas cañas? Hay quien dice que , como mínimo, la cruz, de 150 metros de alto y 46 de brazos, debe ser también volada. Cuántas más voladuras, más se viene arriba el denunciante.

Como es un horror, volemos también Auschwitz, con sus decenas de miles de judíos exterminados. O la escuela Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, donde se torturaba antes de asesinar tirándolos de un avión al río de la Plata a los opositores a la dictadura de Videla. Volar también la Escuela S-21 de Camboya, lugar de exterminio maoísta de decenas de miles de camboyanos. Lo cierto es que todos aquellos lugares del horror siguen abiertos con su halo de exterminio y con una explicación ajustada a la historia. Son lugares de la memoria. Lugares a los que uno acude entre retortijones, pero en los que se explica bien la historia.

No hay que volar Cuelgamuros, hay que explicarlo con rigor histórico y mirada democrática, para que se sepa lo que ha sido una parte de la historia de España y, en concreto, la de un régimen nacional-católico, que se inauguró fusilando en masa y se clausuró fusilando el 27 de Setiembre de 1975, sólo dos meses antes de la muerte del dictador. Poco antes del “hecho biológico”, como eufemísticamente lo calificaba el equipo médico habitual, el de las heces fecales en forma de melena, que cada día emitía un parte médico en una agonía que hoy no dudaríamos en calificar como encarnecimiento terapéutico.

Franco sigue muerto y no parece que vaya a resucitar el próximo 20 de Noviembre. El objetivo largamente deseado por miles de españoles, así mayores como jóvenes, ha sido conseguido y uno ya no se tropieza con esa tumba de un dictador al lado de sus víctimas, con esa anomalía para la democracia. Se ha hecho lo que había que hacer.

Lo reconoce el propio nieto del dictador: “esto es como un dictadura”, prueba del nueve, en palabras de un franquista, de lo correcto de la exhumación. Por cierto, si esto es como una dictadura, señor nieto apandador, alegre esa cara.

Ahora hay que poner a Primo de Rivera en otro lugar de Cuelgamuros. Como sea, cuanto antes, echar al prior Cantera y a sus mariachis de aquel templo. Desacralizarlo. Convertirlo en un museo explicativo, con uso informativo del buen material gráfico existente. Explicarlo para que se sepa lo que pasó y por qué pasó. Nada de volarlo.

Queipo de Llano, prepárate, que igual sales en la segunda parte.