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Halcones de la política e histriones de la ética

Daniel Fuentes Castro

A finales de enero de 1919, al poco tiempo de terminar la primera guerra mundial, el sociólogo alemán y profesor de economía política Max Weber impartió una conferencia en la Universidad de Múnich titulada “Politik als Beruf” (la política como vocación), continuación de “Wissenschaft als Beruf” (la ciencia como vocación) impartida en el mismo foro el curso académico precedente, en los mismos días que tenía lugar en Rusia la revolución bolchevique.

Ambos ensayos se publicaron en versión extendida en julio de aquel mismo año, apenas unos días después de haberse firmado el Tratado de Versalles, en el que el propio Weber participó en calidad de consultor. No se tradujeron al inglés hasta después de la segunda guerra mundial, pero terminaron por convertirse en un clásico de las ciencias sociales. Hoy, en un contexto que poco tiene que ver con el de entonces, algunas de aquellas reflexiones siguen extraordinariamente vigentes.

En “Politik als Beruf”, Weber se pregunta cuáles son las cualidades que permiten a un político estar a la altura del poder que ejerce. Cita las tres siguientes: la pasión, entendida como la voluntad manifiesta de servir a una causa determinada; el sentido de la responsabilidad, entendido como la lucidez para considerar las consecuencias que se derivan de nuestros actos; y la mesura, entendida como la capacidad de mantener la calma y guardar distancia con las personas y los hechos que rodean la acción política.

A la falta de pasión, de sentido de la responsabilidad y de mesura, Weber añade la vanidad como el mayor de los peligros para el político. Cegado por ella, dice, el político corre el riesgo de convertirse en un histrión y de tomarse a la ligera las consecuencias de sus actos, demasiado ocupado por la impresión que pueda causar a los demás.

Weber afronta el espinoso asunto de las relaciones entre ética y política recordando que si hay algo de lo que la ética en sentido general no se ocupa es, precisamente, de las implicaciones de nuestros actos (se actúa de acuerdo con unos principios y, solo subsidiariamente, se atiende a sus consecuencias). En su razonamiento, no obstante, establece una distinción fundamental entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

El seguidor de la ética de la convicción, fiel a sus principios, lucha por mantener siempre encendida la llama de sus ideales. La misma llama que, con igual convicción subjetiva, otros se esfuerzan en apagar. El problema surge cuando las decisiones políticas tomadas en defensa de unos principios, sean estos los más nobles, resultan en consecuencias calamitosas. Porque no es cierto que las buenas acciones no puedan engendrar más que el bien, y las malas acciones no puedan engendrar más que el mal.

Por su parte, el político que conduce sus acciones guiado únicamente por la ética de la responsabilidad corre el serio riesgo de sucumbir al inmovilismo. Los grandes cambios sociales que han requerido poner fin al statu quo del momento no se han hecho exclusivamente desde la razón. Porque no es cierto que las políticas responsables correspondan siempre a los principios morales de mayor nobleza.

Sobran ejemplos de este conflicto a lo largo de la Historia, como la revolución rusa de 1917 que inspiró a Weber estas y otras reflexiones; o la desastrosa división de la izquierda española durante la década de 1930, que hoy deberíamos tener bien presente (escindida entonces en anarquistas, comunistas y socialistas, todos convencidos de su verdad, sin mesura ni sentido de la responsabilidad); o los numerosos episodios históricos en los que se ha apelado al orden como garante de una estabilidad institucional que no hacía sino preservar los privilegios de algunos a costa del bienestar común.

El momento actual de la política española

Desde hace varios meses, se viene librando en España un nuevo pulso entre los defensores de la ética de la convicción y los partidarios de la ética de la responsabilidad que, por exceso de tacticismo y falta de mesura, parecen empeñados en abocarnos a la mayor crisis institucional de las últimas cuatro décadas.

No faltan llamamientos interesados a la responsabilidad, a menudo entendida como un cheque en blanco, que provienen en muchos casos de los mismos halcones que han contribuido a que nos encontremos en la encrucijada actual. Y son muchos, también, los histriones que tratan de eludir su responsabilidad política aferrándose a sus inquebrantables convicciones y culpando de sus resultados electorales a la estupidez humana o al adversario ideológico o, de manera abstracta, a eso que llamamos sistema.

Si la mayoría de los diputados comparte la convicción de que el Presidente saliente no merece reconducir su mandato por representar a un partido que ha hecho de la corrupción su modo de funcionamiento, entonces deberían haber asumido el coste político de hacer viable una alternativa de Gobierno (algunos lamentarán la ocasión perdida en primavera). Y lo mismo si consideran que ha llegado el momento de dar el primer paso para reformar el entramado institucional levantado hace cuarenta años. Porque las convicciones políticas sirven de bien poco si no se asumen las responsabilidades que conllevan.

No queda más, a quienes no crean conveniente llegar a ese acuerdo o el momento les parezca inoportuno, que asumir su papel de oposición (o de colaborador necesario) y acercarse a la ventanilla de Moncloa para negociar una agenda política que no solamente facilite la investidura del actual presidente en funciones, sino que otorgue cierta visibilidad institucional en el corto y medio plazo. Seguir sin Gobierno, tras dos elecciones y más de siete meses de espera, no debería ser una opción.

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