Lecciones del 'trumpismo'

4 de noviembre de 2020 21:29 h

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Al cierre de esta columna, el gran tema de debate político en el mundo es si Donald Trump repetirá como presidente de Estados Unidos o si será desbancado por el demócrata Joe Biden. De acuerdo con informaciones periodísticas, es posible que el enigma tarde algunos días en despejarse debido al peculiar sistema de escrutinio del país, aunque Trump, en una nueva demostración del desprecio olímpico a la democracia que ha exhibido a lo largo de su mandato, se ha proclamado anticipadamente vencedor con el evidente propósito de transmitir a sus seguidores el peligroso mensaje de que le han robado las elecciones en el caso de que finalmente pierda.

Es apenas natural la atención que despiertan las elecciones en el país más poderoso del planeta, sobre todo cuando en ellas se dirime la continuidad o no de un proyecto político inédito en la historia política estadounidense, no solo por la personalidad desquiciada, caprichosa e infantiloide del presidente –lo cual debería ser en sí mismo motivo de preocupación-, sino, sobre todo, por los efectos dañinos que sus actuaciones han provocado en el ya debilitado tejido democrático de EEUU y del mundo. Sería deseable que Trump saliera de la Casa Blanca; pero, incluso en esta eventualidad, el problema de sostenibilidad de la democracia en general no desaparecerá por ensalmo salvo que se tomen medidas para reforzarla, como ya lo advirtieron tiempo atrás eminentes politólogos como Duverger –que alertó de la creciente desconexión entre los representantes y los ciudadanos- o Sartori, que analizó los riesgos de la manipulación de los medios de comunicación de masas en la formación de una ciudadanía deliberativa.

Hace menos de un mes, The New York Times desató una encendida polémica al describir a Trump como “la mayor amenaza para la democracia estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial”. Algunos consideraron esa afirmación excesiva e impropia de un periódico tradicionalmente moderado en sus manifestaciones. Yo creo, por el contrario, que el editorialista se quedó corto. El trumpismo es una amenaza para la democracia no solo de EEUU, sino del mundo, por la influencia que todos los acontecimientos en la primera potencia tienen inevitablemente en la comunidad internacional. Sin embargo, pretender zanjar el problema con ataques a la personalidad estrafalaria de Trump, sin hacer una reflexión seria sobre las causas y el engranaje que contribuyeron a auparlo al poder, sería un grave error. Guardando por supuesto las distancias, nunca sobra recordar a Hanna Arendt, quien, en una argumentación mal entendida en su día, criticó que el fiscal del caso Eichmann tachara obstinadamente de “monstruo” al lugarteniente de Hitler. La filósofa advirtió con lucidez que ese calificativo solo contribuía a convertir al acusado en un hecho excepcional, en un caso aislado, con el riesgo de que quedara oculta bajo la alfombra la “banalidad del mal” de todo un aparato burocrático y social, de un sistema, que facilitó el desarrollo de la empresa nacionalsocialista sin plantearse en muchos casos dudas morales sobre esa participación. 

Lo que sucedió en las urnas el martes pasado permite extraer algunas conclusiones sobre la orientación conservadora del voto latino, sobre el descontento del denominado “cinturón del óxido” (estados donde se ha sufrido la desindustrialización), sobre la animadversión de amplias capas sociales hacia las “élites de Washington”, sobre el clima sin precedentes de polarización en EEUU, sobre los vaivenes de los swing states (estados donde puede ganar cualquier partido), todo lo cual ha sabido capitalizar Trump con un lenguaje populista dirigido a remover las fibras emocionales de los ciudadanos. También se ha puesto en evidencia la desestructuración del Partido Demócrata, que se mostró incapaz de presentar a los comicios a un candidato más atractivo que el anodino Biden, para muchos una encarnación del elitismo. Al cierre de esta columna se estaba repitiendo un cuadro muy similar a la de las elecciones de 2016: ventaja del candidato demócrata en número de votos, pero con serias posibilidades de que Trump, en la recta final del conteo, revierta a su favor la tendencia en número de compromisarios, que es a la postre lo que cuenta para la elección del presidente.

Estos y otros elementos serán analizados seguramente por los estrategas de los dos grandes partidos, que tienden a asumir la democracia como un mero asunto de aritmética. El problema al que nos enfrentamos como sociedad es que nos quedemos en la 'aritmetización' de la democracia. Para no ir lejos, y sin ánimo de mezclar churras con merinas, en su celebrada intervención en el debate de la moción de censura, Pablo Casado habló más de números que de ideas: nada más empezar el discurso recordó a Abascal que las mociones han sido presentadas históricamente por el principal partido de la oposición. “No es una atribución subjetiva, sino aritmética, o, mejor dicho, democrática”, le espetó.

Sea cual fuere el resultado de las elecciones en EEUU, es hora de abrir un debate profundo sobre el estado de salud de la democracia. En ese sentido, es elocuente el titular de una reciente columna de Yuval Levin en The New York Times: “Trump o Biden ganarán. Pero nuestros problemas más profundos permanecerán”. Una apreciación que vale también en los demás países que hoy abrazan el modelo de democracia liberal. La democracia no es el estado natural de las sociedades. Es un invento humano, mucho más frágil de lo que muchos suponen, como se ha evidenciado a lo largo de la historia moderna. Su fortaleza no estriba solo en una cita cuatrienal con las urnas, sino en su capacidad para acoger a los ciudadanos en un proyecto común y para inculcarles que, para favorecer la convivencia, las formas son tan importantes como el fondo. 

Trump ganó las pasadas elecciones no solo por su astucia, su descaro y sus mentiras, sino también porque había condiciones reales que supo manipular en su beneficio, entre ellas la enorme desigualdad social en el país y la desafección de buena parte de la sociedad hacia las instituciones y la clase política tradicional. No estamos, ni mucho menos, ante un fenómeno nuevo, pero resulta indudable que su irrupción en el país más poderoso del mundo le ha dado una dimensión extraordinaria. Muchos estrategas han visto con Trump que ya no existen límites en la guerra partidista, que la realidad puede fabricarse sin el menor pudor, que las amenazas constituyen un complemento natural de la acción política.

A estas horas, aún no se sabe si Trump seguirá o no en la Casa Blanca. La única certeza que existe es que el trumpismo, como fuente inspiradora de la neopolítica del todo vale, ha llegado para quedarse. Y que hará falta un arduo trabajo de fortalecimiento democrático para frenarlo.