¿Qué impide vivir como le dé la gana a una persona con un patrimonio de unos 2.500 millones de euros? Alguien que ha vivido bajo un manto de privilegios desde su infancia. Alguien que formó parte de la élite social durante una dictadura. Alguien a quien el folclore popular en algunas zonas del país le profesa un amor sincero y absurdo. Hasta un monje budista educado en el más estricto ascetismo dejaría de ser persona para convertirse en personaje.
Y sin embargo, lo que hemos visto con el fallecimiento a avanzada edad de la duquesa de Alba ha sido la competición habitual en este país por corresponderle con elogios empalagosos y frívolos tanto desde sectores conservadores para los que una aristócrata perteneciente a una familia con raíces en la historia de este país es un símbolo positivo por definición como desde personas que dicen ser de izquierdas, impresionadas aún por el hecho de que las élites no tuvieran problemas en acogerles con los brazos abiertos en los años 80. Una cosa que está a medias entre el síndrome de Estocolmo y unas convicciones que hace años se convirtieron en simple pose.
De ahí esos titulares en los que se ha homenajeado a la “duquesa rebelde” sin que quede muy claro contra qué se rebeló durante el franquismo, como no sea la moral sexual de la época, y tampoco creo que sea necesario especular sobre este último punto. En su intento por seguir hundiendo el prestigio que le pueda quedar, Alfonso Guerra, cuyo izquierdismo en el Gobierno ya quedó desnudado por un libro de Jorge Semprún, se ha unido a la lista de cortesanos armados de los tópicos de rigor. Y es difícil superar en ese campo al que fue alcalde de Sevilla durante doce años, Alfredo Sánchez Monteseirín, en un artículo en el que los elogios se atropellan para revelar lo que sucedió entonces: los socialistas llegaron al poder en Sevilla y se aseguraron de respetar los derechos adquiridos por personajes como la aristócrata. Porque fueron los socialistas los que premiaron con el distintivo de “hija predilecta de Andalucía” a la mayor latifundista de la comunidad autónoma. Pero en algún momento alguien decidió que los latifundios y sus terratenientes son un factor de progreso y cohesión social, y los que no lo reconocen son unos envidiosos.
Quizá todo sea otro daño colateral de la Transición. El olvido exigía no pensar en la primera boda de Cayetana en 1948, que se ganó, con justicia o sin ella, la etiqueta de la boda más cara del mundo. En un momento en que incluso hasta los vencedores de la Guerra Civil pasaban hambre (imaginemos a los perdedores), se celebró lo que se llamó la última boda feudal de España. 2.500 invitados, un coste de 20 millones de pesetas de entonces (que en 1998 la revista ¡Hola! tradujo a 500 millones en dinero de ese año), decenas de miles de personas en las calles y una luna de miel que duró seis meses por Europa, México, EEUU y Cuba.
La duquesa se convirtió en un personaje de la jet-set internacional y su fortuna le permitió gozar de todos los privilegios imaginables, por más que la fe monárquica de la familia la mantenía a distancia esos años de la retórica fascista y militarista del régimen. Ninguna de sus propiedades sufrió mermas, antes al contrario, y su patrimonio gozó de la protección que el franquismo ofrecía a todos los que se contaban en esa clase social, lo que incluía la explotación de los trabajadores y la persecución de los que defendían sus derechos.
Era otra época y no conviene volarse la cabeza con resentimientos procedentes de cuando aún no habíamos nacido, dirá mucha gente. ¿Y ahora? ¿Qué convierte a una aristócrata en un modelo de imitación y elogio sociales que hace que los medios de comunicación compitan en darle una cobertura masiva en la actual situación económica del país? Su patrimonio está protegido por normas fiscales que permiten que el 90% esté exento del pago de impuestos. El hecho de que la mayoría de sus principales herederos residan en Madrid supone que no tendrán que pagar casi nada por el impuesto de sucesiones (por cortesía de Esperanza Aguirre e Ignacio González), una institución aparentemente marxista que también existe en EEUU para los multimillonarios. Sus privilegios seguirán siendo los de sus familiares, que ahora han convertido la marca familiar en comercial para continuar llenando los bolsillos. Es una historia de dinero y las páginas de la prensa presuntamente seria mutada en prensa del corazón son sólo el teatro de guiñoles para distraer a la plebe.
En el colmo de la ironía, el fallecimiento de la Grande de España (sic) ha coincidido con la publicación en España del libro del economista francés Piketty, pero eso sólo es un guiño para los más leídos. Es más sangrante saber que ese mismo día en que los medios celebran a la aristócrata que todo lo consiguió por ser hija de su padre, se recordaba, por ser el Día Internacional del Niño, que 2,8 millones de menores viven en España en riesgo de pobreza y exclusión social. Haber nacido con más suerte.
Quizá todo se reduzca al mal endémico de esta sociedad, que va más allá del intento de vender periódicos o ganar puntos de share en la televisión. Al igual que en el caso de la muerte de Botín, los grandes medios y la España oficial optan una y otra vez por la genuflexión en vez de la reflexión. Quiten a esos niños hambrientos de la foto y hagan sitio a la “rebelde”. Celebremos el banquete con las más altas autoridades del Estado y que se peleen los demás por las sobras. Igual que ocurrió en la boda de 1948.