Hace unos meses, en una insólita entrevista con Jordi Évole, Pedro Sánchez confesaba errores. Sus declaraciones, criticadas a diestro y siniestro, parecieron convencer a algunos dirigentes y militantes hasta entonces afines a Sánchez de que no era el líder que el PSOE necesitaba. Quizás así esparció las semillas de las que brotaría la candidatura de Patxi López. En la entrevista, Sánchez aparentemente se situaba en las coordenadas que habían servido para justificar a algunos su defenestración, mostrando una cercanía política sin precedentes a planteamientos de Podemos y haciendo una lectura más atrevida sobre la cuestión territorial que la que había hecho hasta entonces. Como aderezo, ofreció un suculento relato de las presiones recibidas por un medio de comunicación para abstenerse en la investidura de Rajoy, que hizo las delicias de los militantes y dirigentes podemitas más aficionados a las maquinaciones de la casta.
Lo que a ojos de muchos se interpretó como una torpeza, quizás deba verse a la postre como una inteligente maniobra para afianzar una imagen de rebeldía que sintoniza muy bien con los anhelos de buena parte de la militancia del PSOE y, como se confirmó la semana pasada en Francia y antes en Gran Bretaña y Portugal, con el sentir de un segmento amplio de votantes progresistas en Europa. Por lo que parece, Sánchez ha encontrado aliados en políticos con indisimulado perfil izquierdista –como Josep Borrell u Odón Elorza– y en corrientes internas –como Izquierda Socialista– que habían competido contra él anteriormente en las primarias socialistas, considerándolo el candidato del aparato.
Por muy muerto que un sector de los medios quiera dar a Pedro Sánchez y aunque las huestes de su principal rival tienen mayor poder orgánico y posibilidades de desplegarlo para arrastrar votos en las primarias, no parece que los adversarios de Sánchez se sientan tranquilos. Es difícil interpretar las declaraciones extemporáneas de González, Vara, Lambán o Juan Cornejo contra Sánchez en las últimas semanas de otra forma que no sea como expresión de desasosiego ante la eventualidad de que Sánchez sea un muerto bien vivo.
En este contexto, una nueva estrategia para deslegitimar a Sánchez es presentarlo como un oportunista que adopta de manera impostada una identidad que le es ajena. En un reciente artículo de Rubén Amón en El País, por ejemplo, se recuerda una famosa foto de Sánchez con Renzi y Valls en Roma en septiembre de 2014, sugiriendo que su verdadera cara ideológica tiene que ver con ese retrato de camaradería. Parece poco más que una maniobra bastante burda, que ignora otras fotos y otras escenas mucho más recientes, como la visita a Antonio Costa tras las elecciones del 20-D para conocer la experiencia de acuerdos entre el Partido Socialista portugués y sus socios radicales de izquierda. Pero invita a ahondar en la figura de quien fuera secretario general del PSOE.
¿Quién es Pedro? Nunca es fácil conocer a ciencia cierta la identidad ideológica de un líder político de corta trayectoria y que no ha gobernado y, por tanto, no ha acompañado sus palabras con hechos (decisiones de política pública). Pero si atendemos a las palabras, Sánchez seguramente no es Corbyn, ni siquiera Hamon, pero por sensibilidad e ideología, también parece bastante evidente que siempre ha estado muy lejos de Valls o Renzi. Sánchez no ha mostrado nunca las veleidades pro-business de Valls, ni su querencia por el Blairismo. Tampoco parece haberse sentido tentado por la flexiseguridad que perseguía Renzi.
Basta con repasar los artículos de Sánchez en El País y El Mundo, sus desayunos informativos o las distintas entrevistas concedidas en medios, para concluir que Sánchez es un socialdemócrata cauteloso, dispuesto a “modernizar” el programa del PSOE, pero sin renunciar a los objetivos tradicionales y buena parte de los instrumentos que encontramos en el recetario canónico socialdemócrata.
En el discurso personal de Sánchez, es imposible encontrar los argumentos que sirvieron al gobierno francés para impulsar rebajas fiscales a las empresas, las ideas que inspiraron las reformas laborales en Francia, o los proyectos de Renzi para de-segmentar el mercado de trabajo. En el terreno económico, Sánchez habla de un Estado que invierte en fortalecer las capacidades de las personas y de un Estado comprometido en la promoción de la competitividad, pero a partir de una estrategia fundamentada en el reforzamiento de la educación pública, la inversión en investigación y la “reindustrialización” impulsada desde el Estado, no desde una estrategia liberal que otorga el protagonismo a la iniciativa privada.
Desde 2014, Sánchez ha insistido vehementemente en distintos artículos en la prioridad de mejorar la calidad del empleo, recuperar la negociación colectiva, y reforzar las garantías laborales a través de un nuevo Estatuto de los Trabajadores. La apuesta por el desarrollo del Estado de Bienestar también es inequívoca. Para financiarlo, el programa electoral que Sánchez defiende aumentar impuestos a las rentas más altas y las grandes corporaciones, apostando por nuevos instrumentos de recaudación –como un “recargo de solidaridad” para asegurar la viabilidad financiera de las pensiones– y denunciando a los que prometen irresponsablemente bajar impuestos. Una partitura, por cierto, bastante diferente a la que se oye tocar al encargado actual de redactar la ponencia económica del PSOE para la Gestora.
En agosto de 2015 dedicó un artículo en El País al Ingreso Mínimo Vital, que representa una iniciativa clara en la línea de lo que el sociólogo danés Gosta Esping-Andersen, llama “desmercantilización”: un ingreso mínimo garantizado a hogares sin ingreso que empodera a los ciudadanos frente a ofertas de trabajo de mala calidad. La propuesta recoge reivindicaciones sindicales y de entidades sociales comprometidas con la lucha contra la pobreza y la exclusión. En el Ingreso Mínimo Vital se introducen además mecanismos de protección a la infancia que van encaminadas a corregir una de las fuentes de desigualdad más importantes de nuestro país, obstáculo de primer orden para asegurar la igualdad de oportunidades vitales y la justicia intergeneracional.
Son numerosas las ocasiones en que Sánchez se ha manifestado contra las políticas de austeridad, que identifica como la seña de identidad de la derecha. En enero de 2015 lo hizo en un artículo de El País firmado con Thomas Piketty, una de las cabezas visibles de la oposición intelectual progresista a Hollande y Valls en Francia. En este escrito alertan de que “si la recuperación solo llega a los más beneficiados y la desigualdad sigue creciendo, el apoyo para el proyecto europeo puede evaporarse rápidamente”, y apuestan por una estrategia de reindustrialización.
Su intervención en el pleno de investidura a Rajoy sintetiza posturas mantenidas a lo largo de sus años como secretario general del PSOE. Sánchez se muestra firme en la negativa a Rajoy, presentando al PSOE como alternativa comprometida con otra forma de “crear y redistribuir la riqueza”. En palabras de Sánchez, el PSOE no puede claudicar en la defensa de principios que son su santo y seña históricos: “El PSOE nació para construir una alternativa al sistema económico dominante y a sus secuelas de explotación, exclusión social, pobreza y dominación”, señala desde la tribuna parlamentaria en un momento de máxima exaltación de sus credenciales izquierdistas.
Las palabras se las lleva el viento, pensarán algunos. Pero la investigación politológica revela que los líderes políticos son, en gran medida, rehenes de la palabra dada y tienden a cumplir mucho más sus programas de lo que comúnmente se les reconoce. Es inconcebible escuchar a Valls o a Renzi pronunciarse en la dirección en que claramente y de forma consistente lo ha hecho Sánchez. Sugerir lo contrario exige algo más que una foto. Aquí les he ofrecido algo más de mil palabras. Juzguen ustedes.