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¿Para qué sirven las lenguas?

'A Pale Blue Dot', imagen tomada por el Voyager I el 14 de febrero de 1990.
7 de marzo de 2021 21:31 h

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Y si desaparecen todas las lenguas menos una, ¿qué?, pregunta un columnista desde una tribuna de opinión. La diversidad de lenguas es un fracaso civilizatorio, continúa, si es que entendemos que el fin último de la comunicación es comunicarse, no encontrar 7.000 maneras distintas de describir lo mismo.

¿Ganaríamos algo si estableciéramos un idioma único? ¿Es la comunicación el sentido último de los idiomas? ¿Para qué sirven las lenguas si no?

A pesar de su ubicuidad y cotidianeidad, es sorprendente lo poco que sabemos aún sobre cómo funciona el lenguaje. Sabemos que adquirimos la lengua del entorno social en el que nos criamos, sin que existan rasgos genéticos que nos predispongan para un idioma u otro. Un chiquillo no tendrá problema alguno en adquirir el árabe como lengua materna si su entorno lo habla, aun cuando sus progenitores sean castellanoparlantes. Vasco, estonio, turco, hindi, aimara, acadio: no hay idioma que se le resista a un cachorro humano durante el periodo de adquisición del lenguaje.

Por otro lado, la facilidad aparente con la que los niños adquieren su lengua materna parece sospechosa: aprender a escribir, saberse las tablas de multiplicar o tocar el clarinete son actividades complejas que conllevan una enseñanza deliberada, un proceso de aprendizaje explícito que se parece poco a la interiorización por ósmosis que los bebés parecen experimentar cuando se les sumerge en una lengua. Mi sobrino de cuatro años no sabe atarse los zapatos, pero conjuga verbos e incrusta subordinadas sin titubear, a pesar de que nadie le ha enseñado explícitamente. Esto no tiene nada de extraordinario, no hace nada distinto a lo que hace la mayoría de niños de su edad. No nacemos predispuestos a adquirir una lengua en concreto, pero parece que lleguemos a este mundo esperando adquirir una. Nacemos sedientos de lengua.

Si uno se para a pensarlo, la capacidad lingüística de los humanos es prodigiosa: con una vibración de los plieguecillos que tenemos alojados en la garganta o unos trazos dispuestos en un papel somos capaces de producir ideas, conceptos o sentimientos en otra cabeza humana. La Lingüística lleva desde mediados del siglo XX intentando acometer dos tareas titánicas: la de dotar a otras especies animales y a las máquinas de nuestra capacidad lingüística. En ambos casos, el resultado ha sido infructuoso (por ahora). Por espectacular que sea, el repertorio limitado de gestos de lengua de signos que una gorila es capaz de imitar no es equiparable a la capacidad lingüística que poseemos los humanos. Tampoco lo son los sistemas informáticos de generación automática, por muy apabullante que sea su fluidez. Las abejas danzan para indicar a sus compañeras la localización de nuevas fuentes de néctar, pero sus bailes no les permiten referirse a fuentes de néctar futuras o hipotéticas, como sí nos permiten expresar las lenguas humanas. Hasta donde sabemos, somos los únicos en el mundo conocido con capacidad para el lenguaje.

De acuerdo, la capacidad lingüística de los humanos es abrumadora. ¿Pero no bastaría con tener una sola lengua para dar rienda suelta a toda esa capacidad? ¿Dónde está el valor de que existan por miles? Al fin y al cabo, sabemos que todos los idiomas tienen grados de complejidad semejante, y que todos disponen de los mecanismos para poder dar cuenta de la realidad que rodea a sus hablantes. A ojos de un extraterrestre, todas las lenguas humanas probablemente parecerían variaciones de la misma. El meollo reside en que cada lengua fragmenta la realidad de maneras diferentes. La pluralidad de lenguas nos permite asomarnos a las distintas conceptualizaciones que los humanos hacen de la existencia.

La realidad es la misma, los moldes para conceptualizarla varían. No supone esto que la lengua que se adquiere como materna determine las habilidades ni la percepción de los hablantes. No vivimos encerrados en nuestro idioma. Pero de la misma manera que toda la historia de la literatura se puede entender como distintas formas de mirar un puñado de temas universales que se repiten (el amor, la muerte, etc.), las distintas lenguas son variaciones que permiten dar cuenta de la totalidad de la experiencia humana haciendo uso de distintas estrategias, con la salvedad de que mientras que las obras literarias suelen ser producto de un individuo, las lenguas son obras colectivas. A través de la diversidad de las lenguas podemos intentar diferenciar qué aspectos de las lenguas son principios universales del lenguaje comunes a todas los idiomas y qué valores son variables y están sujetos a cambios.

Dejando a un lado lo escalofriante de la propuesta inicial, la idea de borrar de un plumazo todas las lenguas del mundo para quedarnos con un solo idioma global es, además, muy poco realista: incluso suponiendo que tal cosa fuera posible, las lenguas originales de los distintos grupos de humanos harían que los hablantes de cada lugar tendiesen a hablar esa supuesta koiné global de maneras muy distintas (de forma semejante a la impronta natural que el castellano nos deja a los hispanoparlantes cuando intentamos hablar en inglés). Esas particularidades locales serían incorporadas por las siguientes generaciones de hablantes, lo que constituiría un caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de variedades lingüísticas diferenciadas. La existencia de variedades locales (junto con la erosión lingüística natural que trae consigo el paso del tiempo y los consiguientes seísmos lingüísticos que ello desata) resultaría con gran probabilidad en la fragmentación de ese ansiado idioma único en lenguas locales claramente diferenciadas, un proceso en último término no muy distinto al que ocurrió cuando el latín se fragmentó en las lenguas romances. De vuelta a la casilla de salida del multilingüismo del que supuestamente el plan quería escapar (pero habiendo infligido un sufrimiento considerable y tirado por la ventana buena parte del patrimonio humano).

En último término, la visión de las lenguas desde una óptica puramente utilitarista es como intentar atribuirle finalidad a la existencia de un río, de una montaña o del sauce llorón. En la naturaleza hay porqués, pero no hay “para qués”, porque preguntarse por la finalidad de los fenómenos naturales presupone una intención o una voluntad. Indignarse por la existencia de múltiples lenguas es tan marciano como considerar que, puestos a tener un organismo vivo que haga la fotosíntesis, nos bastaba con una sola especie de árbol y no era necesario el derroche de variación biológica con el que la naturaleza nos asombra.

La lengua no es algo que hacemos, sino algo que nos hace, algo que somos. Nuestra singularidad como individuos, nuestra inteligencia colectiva como grupo, nuestra habilidad cognitiva como especie, es decir, todo lo que nos construye como humanos permea las distintas capas freáticas que constituyen una lengua. Entender las lenguas, observarlas, estudiar su diversidad nos permite asomarnos a esta capacidad rara y fabulosa que es el lenguaje. En definitiva, nos ayuda a conocer un poco mejor a esos primates insignificantes, vulnerables e irremediablemente cooperativos que, durante un instante de tiempo, habitaron un punto azul pálido en la inmensidad del universo.

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