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La vergüenza de que Rajoy vuelva a gobernar

El pasado 26 de Junio, segundas elecciones generales en seis meses, 7,9 millones de españoles votaron a Mariano Rajoy. El Partido Popular resultó la fuerza que más papeletas obtuvo. Parece que Rajoy será presidente del Gobierno otra vez. De los 36,5 millones de españoles que tenían derecho a voto, 10,3 decidieron abstenerse y 16 millones apostaron por votar a otras fuerzas. Es legal, y seguramente así será dadas las circunstancias políticas, que el actual inquilino de La Moncloa se quede en el palacio presidencial otros cuatro años.

Aunque las reglas son las reglas, no deja de ser una anomalía democrática el que un presidente que produce tal rechazo -según el CIS, es el líder peor valorado dede 1996- vaya a gobernar otra vez. La legalidad confronta con la moralidad de millones de ciudadanos que sienten sonrojo, vergüenza propia y ajena, ante el hecho de que un político siempre en activo en los gobiernos de José María Aznar, que ocupó altos cargos en el partido, cuando no fue el timón del Partido Popular mientras florecieron o se fraguaron los casos de corrupción –baste recordar el “sé fuerte, Luis” a Bárcenas- que han desnudado las estructuras del PP, hasta mostrarlas corrompidas hasta la médula. El president, según sus afirmaciones, nunca supo nada. Cómo mínimo, tal ignorancia demuestra su incompetencia.

Estos días, al hilo del informe “Chilcot” sobre la intervención en la guerra de Irak, una parte del imaginario colectivo ha recuperado a un Mariano Rajoy que era vicepresidente de Gobierno de Aznar durante la cumbre de las Azores y la invasión de Irak. El mismo que poco antes era el hombre de los “hilitos de plastilina” que gestionó el vertido del Prestige en las costas gallegas y cántabras. Resulta comprensible que a un buen número de ciudadanos les cueste digerir la idea que este señor seguirá pilotando este país.

Lo anterior no es lo peor ni lo más vergonzante. Lo más duro, lo grave, es que volverá a ser presidente del Gobierno un hombre cuyas políticas económicas y sociales han causado enorme dolor entre la ciudadanía. Deja más de cuatro millones de parados; desde la posguerra, no se recuerda un empobrecimiento tan grande y a tal velocidad de la clase media y las clases más desfavorecidas. Uno de cada tres niños vive en el umbral de la pobreza; el aumento de las desigualdades dejarán en la cuneta a un tercio de la población; se ha instaurado la precariedad como forma de recuperación de un puesto de trabajo que retira a jóvenes y a algunos parados de larga duración de las listas del desempleo para convertirles en trabajadores pobres. Una clase nueva, el precariado, a la que el equipo de Rajoy exige agradecimiento por los empleos basura. La protección social ha caído hasta cotas insospechadas en lo que un día se llamó estado del bienestar y ahora se sostiene en gran parte, gracias a los profesionales, que llevan años resistiendo las políticas de desmantelamiento del PP, allá donde ha gobernado.

Capítulo aparte merecería la situación en Cataluña. La desidia, cuando no el desprecio -un arma que suele ocultar la incapacidad o el desconocimiento de quien desprecia- de estos últimos cuatro años, donde la situación ha desembocado en el esperpento y a veces drama. El caso viene rodado desde que el PP -que pilotaba Rajoy- recurrió ante el Tribunal Constitucional el Estatut que habían votado una mayoría de catalanes. Aquí lo políticamente correcto exigiría añadir que no es que las luces de los viejos amigos del PP, Convergencia Democrática, hayan ayudado, pero ¿y qué?. Rajoy es el presidente y era el líder de la oposición.

En semanas sabremos si, definitivamente, este hombre gobernará y el sentido común que tanto le gusta manosear al presidente aún en funciones, dicta que es legal. Pero es difícil evitar el el desasosiego y el pudor que invade a tantos ciudadanos. Basta un vistazo alrededor para comparar con los países de nuestro entorno, los referentes. Es difícil imaginar una situación así. Alguna anomalía a revisar tiene esta democracia, incluida la de que la izquierda de este país sea incapaz de llegar a un acuerdo, enzarzada -como en el último siglo- en el resentimiento y la “culpa es tuya”.