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Antidepresivos: sufrir o no sentir
“Las lágrimas se han considerado síntomas de feminidad durante siglos, y gastar energía en tratar de refutar esta asociación solo termina haciéndonos más daño, cuando la tristeza es una reacción legítima a un mundo que nos entristece”. Expuesta: un ensayo sobre la epidemia de la ansiedad, de Olivia Sudjic.
He llorado poco estos últimos meses. Sin embargo, he echado de menos poder derrumbarme, soltar, vaciar lo que una lleva dentro, sentir esa vulnerabilidad que el medio ejerce sobre una. No llorar no me ha hecho más fuerte. He decido escribir estas líneas para hablar de mi experiencia con los antidepresivos.
Hace poco menos de un año tuve mi primer ataque de pánico en el aeropuerto de Barajas. Después de una serie de respiraciones en los baños de Aena y de beberme una botella de agua de un litro, conseguí subir al avión para volver a casa. Cuando llegué a mi piso, mi compañero me recibió con un abrazo y un clonazepam, pues él también había tenido episodios de ansiedad en el pasado. Gracias a esta pastilla de rescate pude dormir, pero no conseguí salir de mi cuarto hasta después de dos días.
Esa semana pedí teletrabajar. Mi jefe aceptó a regañadientes y me pidió el justificante médico para ausentarme durante esos dos días. Como era de esperar, una semana de teletrabajo no bastó para recuperarme. Jamás pensé en pedir la baja, quizás fue por el miedo a ser juzgada. Pocas personas saben lo que he pasado este último año. Me siento orgullosa porque, al final, me ha servido para empezar a cuidar de mí misma y de mis emociones, algo que no había hecho hasta entonces.
En marzo del año pasado comencé a ir a psicoterapia. Una sesión bastó para que mi psicóloga me recomendase tomar medicamentos. “Va a ser demasiado duro para ti pasar por esto sola”, me dijo. No me decidí a ir al psiquiatra hasta dos meses después, pero, tal y como están las cosas, habría supuesto mucho más tiempo si me hubiera decidido a ir por la sanidad pública. Aunque la mayoría de mis ahorros los he destinado a mi salud mental, me siento privilegiada por haber contado con la posibilidad de tener ese apoyo y porque el proceso haya transcurrido con gran celeridad.
Empecé con el escitalopram en julio del año pasado. Tomaba una dosis de 10mg. Mi psiquiatra me afirmó que era lo mínimo que me podía recetar. En farmacias se vende también la dosis de 5mg, pero él no quiso recomendarme una dosis tan baja porque “solo funcionaría como placebo”. La verdad es que medicarme jamás fue mi primera opción. Recuerdo el nerviosismo constante, los dolores de cervicales y las discusiones de mi madre con mi padre cuando dejó de tomar los antidepresivos.
En aquella época yo no había oído hablar jamás de este tipo de medicamentos. Para mí, el escitalopram era una pastilla que hacía que mi madre se sintiese funcional y afrontase la vida más fácilmente; algo positivo en cierto modo y que traía estabilidad a nuestra familia, pero jamás le pregunté nada al respecto. Un lunes mi madre decidió no acudir al centro de salud a buscar la receta como había hecho durante el primer lunes de mes de los últimos diez años. Así ha sido hasta el día de hoy. Quizás debería ser ella la que relatase su experiencia como madre de tres hijos y capaz de construir un hogar fuera del suyo, lejos de su país.
No sé si la ansiedad será algo genético, pero supongo que crecer en un ambiente depresivo o de ansiedad permanente propicia que se desarrollen este tipo de trastornos. Decidí recurrir a la medicación por desesperación. La verdad, no tenía energía para seguir luchando sola, estaba agotada, no conseguía dormir bien por las noches y me era imposible concentrarme en el trabajo. Toda red social me producía ansiedad, llegué incluso a desactivar los datos de teléfono durante un día para que no me llegasen mensajes que pudiesen ser negativos. Pero lo que más me aterrorizaba era quedarme sola y tener que lidiar con mis emociones o miedos.
Durante las tres primeras semanas del tratamiento no noté mejoría alguna en mi estado anímico. Sin embargo, empecé a experimentar los efectos adversos de los que no me habían hablado, como la pérdida del apetito y del deseo sexual. A veces, se me olvidaba comer porque no sentía la necesidad de hacerlo. Llegué a bajar cinco kilos en dos semanas. Cuando volví a Madrid por vacaciones, mi madre se asustó un poco al verme tan delgada. Durante mucho tiempo eché de menos disfrutar de la comida, no hay nada como comer por gusto y no por obligación.
Con la intención de intentar llevar una vida normal, me marqué mis rutinas de desayuno, comida y cena. El apetito volvió con el tiempo y, además, conseguí un buen trabajo. Puede decirse que, de alguna manera, logré alcanzar una estabilidad y revertir la situación.
Un día, me convocaron a una reunión en el trabajo para felicitarme por los buenos resultados del último mes. Sin embargo, no me alegré en absoluto, ni orgullo, ni satisfacción, ni alegría, no sentí nada. Le eché la culpa de mi apatía al invierno, pero en mi interior sabía que tenía que ver con las pastillas.
No volví al psiquiatra hasta cinco meses después de empezar con la medicación. El médico me recibió diciendo que se alegraba por verme con tan buena cara. Le conté lo que me había traído hasta la consulta: la apatía, la ausencia de inspiración, la pérdida de deseo sexual y la falta de apetito. Me comentó que era muy normal y formaba parte del tratamiento, además me preguntó cómo estaba mi vida amorosa y profesional. Le respondí que tenía un buen trabajo y acababa de empezar una relación, pero que sentía que había llegado el momento de dejar los medicamentos. Me dijo que era demasiado temprano y que lo mejor sería cambiar de fármaco.
Llevo poco menos de un mes con un medicamento nuevo, tiene muchos menos estudios que el escitalopram y además cuesta el triple. He conseguido adaptarme rápidamente y me siento muy ilusionada cuando pienso en mis proyectos. Hacía tiempo que no experimentaba esta sensación de felicidad y de querer vivir el día a día. No obstante, todavía tengo náuseas por las mañanas y algunos dolores de cabeza. No sé si estoy preparada para dejar los antidepresivos, pero tengo ganas de volver a sentir plenamente, comer con apetito y afrontar los problemas yo sola.
No puedo negar que los antidepresivos me han ayudado, no me arrepiento, lo volvería hacer si diese marcha atrás en el tiempo, pero ojalá no me hubiese sentido tan perdida en el proceso.
Las mujeres tendemos a desarrollar con mayor frecuencia un trastorno de ansiedad que los hombres. Las situaciones de vulnerabilidad junto con las dinámicas domésticas y patriarcales son algunas de las causas sociales para que las mujeres presenten mayor incidencia. La ansiedad y preocupación llevadas a niveles extremos pueden tener consecuencias nefastas y acabar en intentos de suicidio o ataque de pánico severos.
La desesperación de muchas de nosotras nos lleva a pedir ayuda médica. Si no queremos que el remedio sea peor que la enfermedad, deberíamos ser más conscientes de los efectos de los antidepresivos y de no tomarlos como la solución, sino como el medio para un fin. Sin olvidar que hay que seguir afrontando los problemas y que hablar de ellos es fundamental y necesario. Sufrir o no sentir, esa es la cuestión, quizás lo mejor sea abrir nuestros sentimientos, manifestarlos, que ninguna pastilla nos haga olvidar que están ahí por algo.
“Las lágrimas se han considerado síntomas de feminidad durante siglos, y gastar energía en tratar de refutar esta asociación solo termina haciéndonos más daño, cuando la tristeza es una reacción legítima a un mundo que nos entristece”. Expuesta: un ensayo sobre la epidemia de la ansiedad, de Olivia Sudjic.
He llorado poco estos últimos meses. Sin embargo, he echado de menos poder derrumbarme, soltar, vaciar lo que una lleva dentro, sentir esa vulnerabilidad que el medio ejerce sobre una. No llorar no me ha hecho más fuerte. He decido escribir estas líneas para hablar de mi experiencia con los antidepresivos.